sábado, 26 de junio de 2010

Islas de cuatro ruedas

por Zahylis Ferro

Todos los días sobre la misma hora las mismas calles se repiten. Mismas casas y edificios a cada lado. Casi que podría decir que los mismos carros apresurados poblándolas. Y por cada carro un mismo dueño, usualmente solo, regresando a casa del trabajo.


“Ningún hombre es una isla,” reza la frase, pero al voltear la cara intentando divisar a los que conducen a mi misma hora por mi misma calle, no puedo sino ponerlo en duda. Dentro de sus carros, regresando del trabajo, cada hombre es una isla por sí solo, una isla en la que solo caben sus propios pensamientos, su día a día, su ir y venir, su cansancio, sus ganas y razones para descansar.

He tratado de buscar vías alternas para de alguna manera variar la rutina de las mismas islas repitiéndose a diario parte del mismo cause. Algunas veces lo he conseguido, dependiendo de la distancia y ubicación de mi trabajo y mi casa, pero ahora me es imposible. Un canal de agua incierta que en algún punto desemboca en río me corta las opciones, obligándome a tomar las mismas avenidas que se cortan perpendicularmente y son la versión más corta entre mis dos puntos. Cualquier variación a la formula resulta en una excesiva pérdida de tiempo. Y es así como cada día, sobre las mismas horas, las calles, y hasta las islas de cuatro ruedas que las pueblan se repiten.

Las islas tienen colores y formas diferentes, pero su único habitante no varía mucho. Algo en la manera de sostener el timón, de mirar al frente, de hablar en el teléfono celular o escupir el humo de un cigarro por la ventana abierta les da una extraña similitud, una especie de ausencia en las miradas. El día ha terminado al fin y con él la tensión de fingir interés en el trabajo, cuando en realidad todo lo se anhela es ganar la lotto o conseguir al menos vacaciones pagadas.

No digo ser la excepción. Dentro de mis cuatro paredes metálicas también soy una isla que regresa a casa. Yo sé de esa ausencia que nos lleva sin llevarnos, y que es la culpable de los accidentes inútiles y de que la mayoría de las veces lleguemos al destino final sin recordar nada significante del camino recién recorrido. Yo sé de todas esas cosas que nos ocupan la mente cuando el cuerpo, desplazado por su carro, se dedica a ejecutar el acto final del día, el de fingir ser un conductor modelo con interés en la vía sin ser otra cosa que un vulgar piloto automático.

Esa es otra cosa de las islas que me llama la atención. Dentro de ellas somos libres y por consecuencia perfectos. Las demás islas son descuidadas, irresponsables, apresuradas… La nuestra es solo la víctima de toda esa disfuncionalidad acumulada. Nuestra isla es precavida y siempre lleva el sexto sentido -femenino o no- activo para evitar problemas. Nunca nuestra isla es responsable de ellos. Y me pregunto si no será esa la primera vez en el día en la que no estamos actuando sino dejándonos llevar por nuestros sentidos más ancestrales.

Dos días atrás mi isla no era más que esta madeja de ideas. Creo que ni yo misma era visible entre tanto pensar suelto y fraccionado que irremediablemente generaba un pensar nuevo. No que nadie a mi alrededor estuviera intentando mirar, pero bueno. Era uno de esos momentos repetidos que podía bien haber sido un día antes o 15 días después. Un hombre común intentaba incorporar su isla al flujo semi-organizado de islas similares por el que supongo navegaría la mía. No cambie la velocidad. No le di paso. Ni siquiera vi su cara porque en ese momento miraba una idea nueva que estaba decidida a espantar y así poner punto final a este juego sin fin. Entonces fue cuando me llego la voz colérica y exaltada que se coló por mi ventanilla cerrada, que me hizo voltear de un salto y encontrarme con unos ojos inyectados en furia y unas manos gesticulando improperios. Duro solo un segundo, en que el mis labios solo atinaron a formar una frase silenciosa pidiendo disculpas. Me tomo otro segundo entender que había pasado. Para ese entonces mi isla tambaleaba mientras la isla afectada se incorporaba unos metros detrás.

Todo volvió a la normalidad. El hombre común, sacado de su propia burbuja, probablemente nunca vio en mi una versión de si mismo unos minutos antes de tener que pedir paso. Probablemente ejecutaba su papel de conductor modelo victima de la incapacidad ajena. La diferencia más grande entre nosotros dos era que probablemente él ni siquiera dedicaría un segundo a pensar en ello. El día acababa y el merecía terminar su acto final con aplausos. En cuanto a mí, recogí las palabras de disculpas que aun flotaban en el aire y las lancé por la ventanilla. Quizás al estrellarse contra otras islas el susurro humilde las haga sentirse súbitamente mas humanas.