lunes, 12 de julio de 2010

Fernandina y el Rayo


La foto muestra el segundo exacto en que un rayo cae encima de una de las tantas cúpulas que existen en Cienfuegos; creo que lo hace sobre la que está en el edificio que ocupa hoy el gobierno provincial, la mayor de todas en la ciudad. La imagen, hermosa sin dudas, me hace recordar una vez que, estando en la Playa de Rancho Luna, el cielo se nubló tal y como aparece arriba por lo que la mayoría de los bañistas se prepararon para irse. Sin embargo, en a penas unos diez minutos, aparentemente el tiempo se compuso y salió otra vez un Sol poco usual, demasiado brilloso quizás, y el rastro de las nubes que antes nos molestaban desparecieron. Pero algunos de nosotros, sentimos la sensación de una especie de carga extraña en la atmosfera; algo indescriptible que hasta hoy no sé definir; a lo mejor una premonición o dejavú nos avisaba de que no fuéramos tan confiados.

Me acuerdo que, para guarecernos bajo techo el grupo de amigos y amigas que estábamos en la arena decidimos irnos para la cafetería Guanaroca, bebernos unas cerveza de pipa luego de franquear la molotera habitual en este tipo de ventas, con suerte comer unas croquetas, para así esperar a que el tiempo mejorara. Fue precisamente en el momento en que comenzamos a caminar que un rayo fortísimo, luminoso en extremo, blanco y naranja -lo que en Cuba los guajiros llaman una centella- calló a unos escaso cincuenta metros enfrente de nosotros.

El silencio que le siguió al tronazo fue total; únicamente roto varios segundos después por los gritos de cuatro o cinco mujeres que nos avisaban de que tres hombres habían sufrido el impacto de la descomunal descarga eléctrica. Todos debajo de una matas de Uvas Caletas; dos con pase definitivo al paraíso -porque se trataba de buenos tipos-, y el que parecía estar vivo, con los pies reventados.

Lo peor aconteció cuando llegaron los sujetos de la Cruz Roja. Enseguida montaron los cuerpos en la primera ambulancia y en la segunda a dos mujeres completamente choqueadas, histéricas, y a una tercera desmayada. Después salieron a través de la arena rumbo al parqueo; de allí, a tomar la carretera que empieza por una empinada loma que a medida que avanzas se muestra más transitable y plana, eso sí, nunca recta y dócil, y ya justo en la punta de la carretera que va para Cienfuegos, la primera ambulancia se volcó y los que veíamos la tragedia nos quedamos nuevamente paralizados hasta que nos recobramos y corrimos para ayudar. Los de la segunda, casi a punto de impactar por detrás al otro vehiculo, pararon y recogieron a los que estaban dentro y en apretado grupo se los llevaron con el resto. Los pocos de nosotros que finalmente llegamos a la ambulancia volcada, nos reunimos a su alrededor, vociferando unos, llorando otros, y al final sin saber que hacer. Se trataba de un instante dantesco.

Y el sol continuaba brillando de manera extraña, tal y como mencioné antes. Y los que todavía permanecían en la arena o en el agua, se comportaban como figuras petrificadas, congelados en el intento. Y hasta hoy no creo haber visto a tanta gente con miedo; una masa literalmente frágil bajo el amparo de un masivo terror. Nadie se atrevía abrir la boca, y el silencio duró hasta que otro trueno, fuerte, se escuchó encima de nuestras cabezas y el cielo, oscureciéndose por segunda ocasión con una rapidez increíble.

Fue entonces cuando todos los que estábamos allí, como si hubiesen dado una orden que nadie se mostraba dispuesto a desobedecer, corrimos para la parada y nos metimos por cuanta abertura había disponible en las tres guaguas que, gracias a Dios, esperaban por llenarse.