sábado, 17 de julio de 2010

La menor pelea


Por Denis Fortun

El árbitro me revisa los guantes por pura diligencia. No le interesa si yo ignoro las más elementales normas dentro de un ring y valiéndome de cualquier artimaña derribo a mi contrario. Sé, que de ganar, a unos cuantos los haría sentirse bien contentos. Incluso, hay quienes presos de una agitación casi enfermiza se atreven a más, y ajenos a la ilegalidad que los persigue, arreglan apuestas a mi favor sin disimulo alguno. Todos en franca oposición a un público en su mayoría hipócrita, repleto de una dualidad moral muy en boga; dualidad de la supervivencia, que por coquetear con las autoridades, me consideran a viva voz un retador indolente, sin embargo, entre murmullos, me ven como un posible triunfador que debe tenerse en cuenta.

En el improvisado coliseo reina el desorden. En medio de la locura se anuncia por el audio local las virtudes profesionales del huésped de la esquina roja. A mí me ubican en la azul y desde luego apenas me destacan explicando… "El infeliz retador es un joven con aspiraciones (pobre loco), y nada menos que con deseos de publicar un libro. Asegura que, por tantos obstáculos y el poco caso, desafió a nuestro primer editor: hombre íntegro, perfecto, revolucionario".

A una señal del árbitro nos paramos uno frente al otro y nos piden saludarnos, a lo que me niego. Mi contrincante sonríe con insana satisfacción al ver que no consigo disimular mi cólera y también la tristeza que me corroe; y que no me la provoca el miedo a la pelea. Sólo estoy seguro de que él no es mi único adversario y que ni siquiera decide por propia iniciativa la censura a mis historias. Cuentos, que sin ánimo de filosofar, tratan de mi vida, mis frustraciones, mis ganas de vencer al mundo; y que tal vez los escribo por mi empeño de empatar, al menos con un punto, en la pizarra que lleva el puntaje de mis combates. Agotándome a veces por demasiados asaltos que voy perdiendo, y que Dios, ni por compasión, lanza la toalla. Dios, que al parecer cuando nací, estuvo enfermo, grave.

Suena la campana. Una histeria general domina el improvisado coliseo repleto de pancartas (duele más el golpe al ver rodar la vida repleta de pancartas). No me aguanto, tiro mi primer puñetazo y rozo la mandíbula de mi contrario, que sin perder tiempo, se recupera y me ataca, dándome en el rostro repetidas veces hasta dejarme inconsciente encima de la lona. Desde mi letargo pienso en la revancha.