miércoles, 14 de julio de 2010

¿Quién le tiene miedo...?


Por Denis Fortun

En absoluto yo era esa personita de ojos azules, la niña de pelo rubio, que se ha convertido en un estereotipo que sublima a una pequeña buena y obediente, y de capucha roja muchísimo menos; fue después que vine a vestirme así por la sensualidad que representa el color. Mientras conversaba conmigo, él se comportó siempre como el más seductor de los lobos y me provocaba una satisfacción casi morbosa; lo que me calentaba y me invitaba lo mismo a verlo en todo caso como a un semejante y no cual fiera, a la que debía temerle. Sin dudas, el acto de encontrármelo en medio del bosque, me resultaba excitante.

Y yo me pregunto, ¿por qué la abuela no vino a nuestra casa a curarse el resfriado? ¡¿Mamá?! Bien que ella pudo ir a cuidarla. Y no, la muy zorra, con su fariseísmo constante ¿Lo hizo con toda intención? ¿Fue una madre insensible y despreocupada? El hecho de mandar a una menor, y sin compañía, por el bosque, creo que habla por sí sólo ¿Vale la pena a estas alturas una respuesta?

Recogiendo flores – un fino detalle sin dudas en la historia, que además desvirtúa lo que sucedió realmente – trataba de ordenar mis ideas. Las descabelladas fantasías que se enredaban en mi cerebro, aunque me tomaron por sorpresa, no me molestaban. Algo ancestral se apoderó de mí desde el inicio y aquel último encuentro intuía que iba a ser el prólogo de un suceso más intenso que los anteriores; y que sin saberlo, irrespetaba a mi madre.

Mi Leñador sonríe con malicia. Su vista resbala por mis piernas – y más arriba y al centro también- con la evidente intención de cobrarme el rescate; qué remedio. Claro que un acontecimiento así afecta a cualquier familia, y la mía no podrá superarlo a pesar de los rumores que han empezado ellos mismos a correr, intentando falsear lo sucedido por la memoria de mi abuela, fallecida luego del supuesto rapto; y por compasión con mi padre, que se hunde en medio de una depresión lastimosa, borracho siempre, sin importarle si estoy viva o muerta.

Mi madre no permite que me vaya lejos. Yo en cambio, le imploro que me deje mudar sola a la casa que fue de mi abuela. Su respuesta es la misma a toda hora, un no rotundo. Hay momentos en que necesito descargar todo el odio y la tristeza que me corroe, y a veces mi ambivalencia emocional la conmueve; pero únicamente a veces. Se sabe culpable y no tiene la menor idea de cómo manejarlo. Portadora sana fue su diagnóstico. “Cada cuatro años será víctima de sus padecimientos – le dijo el doctor a los abuelos –, y a pesar de que en el tiempo restante aparente ser una muchacha normal, va a ser inevitable su recaída; hasta que un día, de una vez por todas, se ‘convierta’. Ella fue contagiada lo mismo que sucede con una enfermedad venérea, y por tanto, no puede tener descendencia”.

Pero todos dudaron. Primero, demasiado increíble a pesar de que lo hechos eran irrefutables. Después, demasiado tarde. “Con un padecimiento así, la niña va a convertirse en un ser marginado y el pueblo en su totalidad la va a rechazar – le repetía la abuela al abuelo –. Hay que esconderlo a como dé lugar. Ningún muchacho la va a querer de saberse lo que le pasa”. Y el abuelo, idéntico a papá, borracho a toda hora. Esperando cada cuatro años irse al bosque, hasta que Mamá se recuperara de su “transformación”.

El encierro es absurdo y no comprendo el comportamiento de mi madre. Alega que aún falta tiempo, y me lo dice con odio. La pobre, no me perdona que a las dos nos tocó el mismo Lobo. Tal vez ése es su sufrimiento mayor, al sentirse traicionada por él y por mí. Yo no tenía idea de lo que le había pasado. Sin embargo, a veces, cuando su sentimiento de madre florece por encima del de la mujer, he oído como culpa a “mi” Lobo ¿Y no sé porque lo hace en voz baja? Si lo hace con la intención de que yo no la escuche, es por gusto: mis sentidos se agudizan cada día más, tanto el olfato como los otros.

Fue por el Leñador que supe la verdadera historia. Una historia que al parecer se repetirá de yo tener una hija, algo improbable creo. Dice que todo sucedió por mi abuela obligar a mi madre a que le llevase comida a mi bisabuela una vez que la pobrecita estaba enferma, con un terrible resfriado, y que Mamá se fue irritada al bosque porque no quería cumplir con el encargo. Me asegura el Leñador que mi madre demoraba demasiado en regresar y los abuelos empezaron a preocuparse, lo que los llevó a pedir ayuda a los vecinos más confiables para que la buscasen todos juntos.

Gracias a Dios, para evitar la vergüenza, los abuelos la encontraron primero. El Leñador me cuenta que ella dormía plácidamente sobre un colchón de hojas, desnuda, y en sus caderas el Lobo recostaba su cabeza con una expresión que sólo reflejaba el contentamiento que produce el verdadero goce. La abuela, presa del terror, tomó un enorme madero y comenzó a pegarle al Lobo – a mi Lobo – y éste, en vez de atacarla, se marchó con una terrible y cínica sonrisa, moviendo su cola, hasta perderse entre los árboles…

El Leñador no me permite que hablemos del pacto que le propongo y se irrita cuando le pido que me permita ver a mi fiera amada, quien no deja de dar vueltas alrededor de la casa, aullando a veces, otras como si llorase. Me responde que es mi madre quien toma las decisiones; imagino que lo hace por suponer que es ella la que únicamente tiene experiencia en estas cosas. En cambio, él me jura que no, que todo es más complicado, y que tenga paciencia; que habremos ella y yo de estar juntas en su momento, con él, y en igualdad de condiciones.

El Leñador me promete que no va a abandonarme nunca. Tonto enamorado. No sabe que mis ganas de morderlo en el cuello van en aumento, en lo que él no deja de mirarme a las piernas, y más arriba y al centro.