lunes, 4 de octubre de 2010

MAR DE PAPEL

por Michael Sixto

Volando de madrugada con la ilusión despierta llegaste cargando cada una de tus partes con el orgullo y la pasión de un enamorado soldado de su patria.

Fue en esta esquina. Yo iba por la acera contando los autos que pasaban y tu apareciste de pronto: “¿hace frío verdad?” Me abrazaste fuerte buscando abrigo y desaparecimos juntos por aquella callejuela oscura de enfrente que ahora miro y no me quiere hablar. Conversamos mucho; de la ciudad dormida a aquella hora, de mis manos frías, de los semáforos intermitentes en amarillo y rojo que tanto te gustaron siempre, de mis ojos pensativos, del silencio de la madrugada que era como milagro y maldición a la vez… de mi sonrisa apagada. “Necesitas un poco de luz, solo un poco y donde único se puede encontrar es en una noche fría de noviembre en este pedazo de ciudad. Tienes suerte de haber estado caminando por aquí.”

Yo solo pensaba en besarte. No entendía nada de lo que decías como tampoco entendía por qué estaba como amarrado y nada de lo que deseaba podía hacer. Poco a poco también las palabras me abandonaron y lentamente el cuerpo quedó vencido ante tu voz y los ojos se me cerraron aunque no tenía sueño, entonces, solo entonces, me besaste.

Cuando abrí los ojos nuevamente lo primero que vi fue tu cuerpo desnudo en ese lado de mí cama que siempre había estado vacío. Fue una descarga. Al verte supe que no había sido un sueño y que no por gusto mis manos se prendían como hoguera. La magia lo inundó todo. Tú sabías cada detalle y el por qué de cada cosa pero preferías disfrazarlo con las metáforas azules de tus años de locura. Esos años en que la flor era el eje central que movía todo y los zapatos la excusa de cada día para sentarse a comer un pedazo de pan a la orilla de un río quieto o a la sombra de un edificio en medio de la ciudad, como un mar de papel dibujado y recortado para ser palpado por un niño ciego.

Nunca supe tu nombre, jamás se me ocurrió preguntar, pero una semana después cuando en la mañana desperté y descubrí que ya no estabas, una angustia milenaria me revolvió la existencia por no tener palabra que gritar, calle por calle, reclamando tú regreso.

Por eso vuelvo aquí desde entonces, a la esquina, a la calle silenciada. Por eso intento caminar despacio como antes contando los autos que pasan en la madrugada. Por eso imagino que en este agosto también hay mucho frió y que en cualquier momento encontraré mi poco de luz, sin darme cuenta que, desde hace mucho, mis manos no han dejado de arder y mis ojos naufragan de tanto azul