miércoles, 23 de febrero de 2011

La quema de las naves…


foto: Denis Fortun Jr.


Entro al break room para almorzar y me lo tropiezo con una cara de mierda que da pena. No hay otra expresión que grafique mejor su estado de ánimo. Le pregunto qué le pasa para que se muestre tan decaído. Me responde que está hasta los cojones. Que si llega haberse imaginado como era “la cosa ”, no hubiese venido. Yo me río con sarcasmo a pesar de su aparente tristeza. Pienso entonces que se trata de uno más, de los tantos, que siempre están añorando el retorno a falta de salir adelante con la facilidad que se figuraban en sus fantasías. Sujetos que me molestan porque descubrieron que la vida aquí es diferente a como la suponían allá, y por eso claudican a manos de un posible regreso. Una manera de rendirse a la que no le doy participación.

Vuelvo a indagar a ver si de una buena vez me cuenta sobre su desaliento. No es un mal tipo después de todo. En ocasiones, sacar afuera lo que nos agobia, ayuda a aliviar el peso que presupone la carga.

-Ando buscando trabajo para mi mujer. Llegó hace ya dos meses y no he conseguido nada para ella. Ni limpiando piso. No puedo más, mi socio. Esto está del carajo.

-¿Hablaste con alguna de esta gente?- le pregunto aludiendo a los supervisores. Es él, ahora, quien me devuelve en su mirada el cinismo que le restregué al inicio de nuestra conversación. Por supuesto, sé a lo que se refiere. Nadie ayuda a nadie. Mucho menos a un tipo que está desesperado y que asimismo, no habla ingles, no tiene otra calificación como no sea la de chofer de rastra, y que únicamente es bueno para cargar maletas en una estera, allá en la rampa.

Almorzamos en silencio. Terminamos juntos y lo invito a un café. Me dice que no, que me vaya solo. No tiene cigarros y menos le gusta estar pidiendo. Yo le digo que va a fumarse un tabaco de los míos. Por primera vez se ríe y acepta el convite.

Nos paramos a esperar que el tráfico aminore para cruzar la calle en busca de los bancos donde se permite fumar. Mientra lo hacemos, estamos ubicados al borde de una raya amarilla pintada en el asfalto, a nuestras espaldas, y que de pisarla siquiera, representa que nos pasen por arriba los innumerables carros que llegan para recoger a sus familiares o amigos. Ladea su cabeza y mira a la raya. Luego me comenta con resignación.

-No puedo caerme detrás de la raya. No tengo derecho a la vuelta; me niegan la entrada porque salí ilegal. Y en realidad, tampoco lo quiero; igual sé que no podría vivir allá. Además, pa’ qué entonces luché tanto para traer a mi jeva. Y está la deuda del viaje, que no sé cómo voy a pagarla. Hay que seguir, mi hermano. Si te enteras de alguien que busque a una mujer pa’ que le limpie la casa; cuide perros o muchachos; cuide viejos a los que haya que limpiarles el culo también, avísame. La pobre, ella está dispuesta a todo.

Nos sentamos en los bancos, reparto el café entre los dos, y finalmente le doy un tabaco. Lo prende. Suelta el humo en una bocanada larga que no deja de seguirle el rastro. Seguidamente me pregunta cuántos pasajeros habrá hoy…