lunes, 13 de junio de 2011

El traidor



Cómo podría olvidarle. Si hubiese querido; de yo no gustarle simplemente; si él hubiera pensado nada más que lo miraba con cierta irreverencia, así de simple me habría quedado allá. Confieso que al tropezármelo, primero me sorprendí y hasta dudé de que se tratara del mismo sujeto. Pero, cómo olvidar a un hijo de puta que me tuvo en vilo durante media hora la mañana más importante de mi vida hasta ese momento.

Finalmente, luego de confirmar que se trataba del tipo aquel que nos humilló a todos con su despotismo, una rabia enorme me recorrió de arriba abajo como una puñetera descarga eléctrica y tuve unos deseos enormes de golpear al hijo de puta en pleno rostro. Y por nadita pierdo la razón. Por nadita también hubiese perdido el trabajo si nada más le toco un pelo, y habría parado en la cárcel.

Ahora estaba parado enfrente de mí, con una cara de comemierda, de inocente, de pobre refugiado sumiso, como llegan todos y después de establecerse en Hialeah a los diez días se creen de nuevo guapos, y yo me pregunté cómo se las agenció para salir de su Isla y venir finalmente a Miami. Y lo peor, olvidándose como lo hacen otros miles; que antes fue el hombre que vistiendo de verde olivo insultaba a todos los que como él, en este minuto en que lo tengo delante, eran presas del miedo y la fragilidad; que lo único que pretendíamos era escapar de manera tranquila, seguros, sin termor a tiburones y lo peor; sin meternos con nadie, para vivir un poquito mejor, y sobre todo, para vivir en libertad.

Lo terrible es que no me reconoce y muy amable, muy manso, me pide que lo ayude a salir de Aduana. Y yo recuerdo aquella mañana de diciembre, cuando si apenas me miró desde encima del banco donde estaba parado gritando nuestros nombres, y tomó mi carné de identidad de un tirón y continuó rápidamente vociferando para los restantes que quedaban en la lista. Recuerdo que al subirse al susodicho banco, nos restregó en silencio a todos su desprecio (para qué palabras), y después de mantenerse callado por varios segundos, revisando los papales que aguantaba, comenzó a gritar.

-¡Voy a llamarlos uno a uno y al escuchar sus nombres levantan la mano, me dan su carné de identidad, y se ponen a este lado! El que no lo haga, no podrá entrar… ¡Y no se atrevan a interrumpirme con el cuento de que no me entienden, que me voy y se joden!”.

Con una rapidez, hallo que inusual, empezó su “performance revolucionario”. Las caras de todos, incluyendo la mía, reflejaban el horror del que teme no saber qué contestar a tiempo por la manera tan inarticulada y campesina con la que el “soldado” se desempeñaba en el uso y abuso de su lenguaje. Corríamos el riesgo de perder el dinero que nos costó a la gran mayoría “resolver” un turno para la entrevista si no llegábamos a reconocer nuestros nombres, y sin tener idea asimismo, cuándo podríamos ser citados nuevamente. Además, en el peor de los casos, algunos de los que iban por segunda vez, el riesgo de que caducara la temporalidad de sus visas literalmente colgaba como espada encima de sus cabezas.

Mientras nos mencionaba nadie se atrevía a abrir la boca y la humillación nos iba golpeando tempranito, como si los que estábamos allí reunidos se tratara de un puñado de traidores a los que van a juzgar. Al fin escuché mi nombre y alargué la mano con mi carné. Me fui entonces a la nueva fila, pegada a la reja enorme, sonriendo muy disimuladamente; hasta que por fin pude reírme casi a carcajadas. Claro, esa risa brotó cuando salí de la Oficina de Intereses con la visa acuñada en mi pasaporte.

Y ahora él aquí, con un sobre amarillo en sus manos, sujetando una radiografía de los pulmones que solicita el reglamentario proceso allá, y que a nadie le hace falta de este lado porque lo que menos importa son tus pulmones, incluso si respiras. Con sus mejores ropitas que algún primo o tio, o la propia madre, vaya a saber, le compró en VALSAN; nada que ver con aquel uniforme verde olivo de oficial del MININT. Y con su pasaporte azul con el escudo dorado, sin tener la más puta idea de cómo dirigirse a la gente que lo rodea. Con mucha cordialidad, más bien con cara de hombrecito dócil, rogando por ayuda, preferiblemente la de un hermano nacido en su misma tierra. Con su mujer y su hijo, que no paran de sonreír, embobecidos, asustados porque todo les resulta grande, nuevo. Y yo, que ya perdí las ganas de darle un piñazo al cabrón entre ceja y ceja por el mal rato que me hizo pasar esa fría mañana de diciembre en el parque de Calzada y K, hace ya siete años. Preguntándome a quién le dio su carné de identidad. Si tuvo que pararse en una fila como la mía. Si alguien lo miró de arriba abajo con desprecio y gritaba de manera que él no consiguiera entender. Si el miedo de que no lo dejaran irse lo golpeó una y otra vez.

Claro, de manera muy amable, y por supuesto con cierto cinismo,  le dije “bienvenido a tierras de libertad”. Le mostré la puerta de Aduanas. Le ayudé a ordenar los papeles que debía entregar a los oficiales que lo esperaban del otro lado…