domingo, 8 de enero de 2012

Crónica de un recién llegado a Miami

Macondo y pan con lechón
por Javier Iglesias

En mis quince años de exilio brasileño me persiguió el fantasma de una ciudad --que también puede ser tuya-- eternamente sitiada por el deseo.

Hoy sé que era una crisis de nostalgia y no de identidad --como pueden estar pensando--, agravada por una serie de acontecimientos personales que se intensificaron en los últimos tiempos, lo que me obligó a emprender una vez más el duro camino del destierro.

Todo eso unido a la soledad que siempre me ha acompañado, quizás más intelectualmente --eso aún no conseguí descífralo— me llevó a idealizar la nación/ciudad localizada en un tiempo físico/geográfico que solamente existía en un pasado individual, muy representativo del concepto patrio como limitador de mañanas.

Sin embargo, debo admitir que a pesar de todas las pérdidas/ausencias el sentido de pertenecer --entiendan este concepto como nacionalidad-- a algún sitio nunca me abandonó, y siempre me sirvió como escudo/esperanza para poder solucionar, o al menos intentar poner un punto final a una búsqueda/reencuentro que ya demoraba demasiado, y que fue intensificada con una inesperada violencia en los crueles meses que antecedieron al viaje a un ayer que había traspasado todos los imaginables límites de la tolerancia, y con el que me identifico menos de lo que creía.

Al llegar a Miami, más exactamente a Hialeah --ustedes no son capaces de imaginar lo que eso significa-- sentí que el tiempo que tanto buscaba, aquel que me impedía vivir a plenitud la brasilidad, no forma ya parte de mis costumbres.

Estoy mucho más distante del cotidiano de los pastelitos de guayaba que de la caipirinha. Me he convertido inconscientemente en ciudadano universal, y esto lo descubrí al entrar en una panadería y escuchar la gritería solariega con la que una dependienta atendía a sus clientes --incluso a mí--. Este barrio es el único lugar de Estados Unidos donde el español es el idioma oficial y el pan con lechón más popular que el Mc Donald’s.

La ciudad --aldea de la nostalgia-- es surreal por su propia condición de sueño importado e impuesto por varias generaciones de cubanos, que han querido transportar un pasado perdido entre el rencor y el odio a un presente artificial, que muchos llaman “la capital del exilio patrio” y en la que ahora dejo mis huellas, tratando de entender --verbo difícil entre los cubanos-- todos sus extremismos.

En los pocos días que llevo aquí, he caminado bastante --esto es una licencia poética, pues aquí nadie camina-- y disfrutado de la noche “cultural” de la Pequeña Habana --eufemismo de la melancolía--, pues no es tan pequeña y mucho menos parecida a la capital de la isla.

Reencontré a amigos que no veía hace muchos años --no sean curiosos y paren de preguntar cuántos--, como a Carlitos, uno de los fundadores del grupo Sampling, con el cual ganó un Grammy, y a Gema Miqueli, su esposa, quienes me invitaron a la peña de dos amigos suyos en un pequeño pero agradable lugar, donde saboreamos la buena música tradicional cubana. Creo que aquí se escucha más que allá; debe ser otro de los síntomas de la añoranza. Aunque les confieso que me sorprendió encontrar ese tipo de música en medio de tanto reguetón.

Pero mi mayor sorpresa fue al salir de aquel lugar, cuando escuché nítidamente el apodo por el que sólo me llaman los amigos de los años habaneros. Seguí andando sin mirar para atrás, hasta escucharlo nuevamente. Al virarme, vi que era Galia, amiga de aquellos años donde el ahora no era ni imaginable. Esto se repitió nuevamente con Luis Emilio Ríos --compositor de ese tema tan nuestro “¡Qué manera de quererte, qué manera!”-- a la salida de un restaurante al otro día.

Continuamos aquella noche --no se pierdan en el tiempo-- yendo a ver una presentación en vivo de Paulito FG. Pasamos unas horas muy agradables, nos reímos y “tallamos” --parafraseando a FG-- sin ningún síntoma de morriña.

Por otro lado, he sentido la ausencia de respuestas de amigos del pasado que están un poco mejor relacionados en la sociedad miamense y que, como ya me habían alertado, no responden a tus/mis llamadas. Deben tener sus motivos, recuerdan que la nostalgia, al igual que la amistad, no es unilateral.

Aquí también conocí personalmente a amigos hasta entonces virtuales que se han convertidos en imprescindibles, como mi yunta Oscar Fernández y su esposa Luisa Aragón --ambos una eterna fiesta--, a Félix Anesio, con el que desayuné en la linda Miami Beach, y a Jorge Morejón, con el que tuve una esclarecedora conversación sobre la vida deportiva de la ciudad y óptimos recuerdos del beisbol que disfrutábamos en la isla, todo eso acompañado de la mejor comida peruana que se ofrece por estos lares.

Otros también virtuales insisten en quedarse en ese limbo de la incorporeidad, quizás por el agitado ritmo de vida o por el miedo a mostrar su realidad, muchas veces bien distante de la que aparentan en la pantalla. Aunque esas actitudes forman parte de la vida fuera de la computadora, no dejan de asombrarme.

Pero lo más triste es comprobar que existe entre los amigos y conocidos --no sólo virtuales-- una categoría que no consigue convivir con las diferencias de opiniones y dejan que la política del extremismo y el odio, que en nada se diferencia a la de los Castro, impida la tan necesaria unión entre los nacidos en una isla que ya ha sufrido y continúa sufriendo mucho con las distancias y las separaciones.

Esta es mi primera crónica --con la que pueden o no concordar-- de un lugar que voy descubriendo lentamente y que espero en algún momento también poder llamar “mío”.



Texto que tomo de Neo Club Press