martes, 10 de septiembre de 2013

La Isla que golpea impunemente...

Seis, tal vez siete meses antes de venir a Miami, fui desde Cienfuegos hasta Las Tunas. A medida que ganábamos carretera le comentaba a alguien muy especial para mí –de hecho la única persona que sabía de mi inminente viaje debido a la proximidad que guardábamos; tocado asimismo por una melancolía delirante acentuada a ratos-- que me dolía enormemente dejar atrás a Cuba.

A ambos lados del irregular asfalto se mostraba un paisaje hermoso. Un verde incomparable, que sólo conseguí regalarme por segunda vez en un sitio que ni remotamente en ese segundo pensaba visitar: hablo de Brasil, de la “rodovía” que va de Sao Paulo capital hasta Itapuí.

Recuerdo que con mis ojos embebidos de lagrimas, sin vergüenza alguna además por esa predisposición que ofrece el alcohol para quedarse expuesto, abrazándola le susurre casi para que el resto de los que íbamos en la apretada guagua no me escucharan: --Carajo, este es mi país, me duele dejarlo, y no saber cuándo regrese.

Ella me respondió con esa templanza que tanto yo saboreaba de su carácter: --Denis, la patria son los afectos que te llevas y los que vas a encontrar allá. El reencuentro con viejos amigos. La esperanza de que nos reunamos de nuevo los dos, con nuestros hijos, lejos de este infierno repleto de dualidades e inmoralidad. Lo que ves a tu alrededor –concluyó besándome con ternura-- es puro cartón postal que imagino ha de sobrar en el mundo.

Hoy, nueve años después, confieso a riesgo de que hiera la comprensión de algunos, que ella tenía razón. Y digo, mucho más inmerso en el conflicto que presupone una opinión como esta para los que todavía sudan, padecen a la isla, que Cuba me comenzó a hartar y me la ido sacando poco a poco de adentro.  La razón es simple, nada hay que pueda motivarme de un país --aunque sea el que nací-- donde la duplicidad más deshonesta habita en una buena parte de la sociedad que lo compone y la aberración sea política de estado. Por supuesto, no significa que haya dejado de ser cubano. Y claro, igual hay excepciones dignas, y ese es el ejemplo de la actriz Ana Luisa Rubio.


¿Y qué sucede con gente así, que decide no pactar más con la hipocresía, con una dictadura que no cesa en su empeño por cuartar todo tipo de libertades en lo que actualmente se vende al mundo como “un proceso que va reestructurándose”? ¿Qué alegato favorable puede someterse a juicio para justificar una barbarie como la golpiza que le han dado a una mujer por el sólo motivo de disentir, apartarse del rebaño? ¿Con qué argumentos cuentan ahora, los que desde aquí, Miami, sirven de enlace, de “limpia peceras” de un estanque putrefacto como el cubano, y que a diario se esfuerzan por construir un puente seguro que simplemente intenta garantizar la perpetuidad apacible de una casta?

Váyanse a la mierda fariseos de las dos orillas. El testimonio gráfico que se muestra en la Web prueba que ese país, del que me ido desaguando en casi una década, merece únicamente aborrecimiento mientras sea regentado como una finca a la usanza de las novelas de Dora Alonso, y se irrespete a grado sumo la dignidad de una persona.