domingo, 3 de julio de 2016

Los Cocozapatos (II)



II
A lo mejor, por la susodicha tertulia, es que envidiaban tanto al Cuentero. Sobre todo el Poeta, que no era mala persona, pero no tenía el éxito de éste y menos las muchísimas fotos que guardaba mi viejo amigo para enseñar a sus admiradores, en las que se veía retratado con congresistas, senadores, hasta mafiosos italianos y un presidente europeo y otro africano. Y es que el Poeta, a pesar de que su talento una gran mayoría lo consideraba superior al de cualquier escritor de historias insensibles, no soportaba la fama, el apogeo constante, lo mismo literario que social, del que el Cuentero disfrutaba sin modestia alguna. Y se remordía en su interior por no contar él, a través de su poesía, con el reconocimiento que precisaba como el aire mismo. Y por vivir, según sus propias palabras, “en un emporio donde el verso es pura mierda”.
Claro que el Poeta contaba con una cohorte de admiradores enorme –entre ellos yo, lo confieso–, la que creció considerablemente después de que se publicaran en el blog Cuba Inglesa tres fotos en las que él aparecía desnudo, usando una gorrita bolchevique, y cubriendo sus genitales con la portada de un libro suyo. Pero esta muchedumbre desenfrenada, casi fundamentalista al momento de defender a la poesía y “las voces más puras de Miami”, jamás consiguió preocupar al Cuentero porque su legión de fans literarios, aunque más serenada –en la que igual yo me encontraba–, era superior. Además, él veía a la poesía como cosa de “flojos”. Por otra parte, el Poeta no tuvo mucha suerte porque siempre fue demasiado escrupuloso como para procurarse el éxito que necesitaba, casi de manera enfermiza, con ciertas triquiñuelas e intercambios de favores muy comunes en el mundillo intelectual de Miami. Por lo que no podía esconder lo repudiable que le resultaba escuchar al Cuentero cuando éste hablaba de sus primeros pasos en cuanto  a  la  literatura  se  refiere  después  de  escapar de Cuba de manera espectacular, y a la conquista de esas relaciones que pudiesen empujarlo al estrellato; desde luego, apoyándose en su probada capacidad para inventar historias fascinantes. Lo que no entendí nunca, es por qué el Poeta, a pesar de su evidente resentimiento, se quedaba callado y no se atrevía a contradecirlo y, por el contrario a lo que yo esperaba, no se perdía una lectura del Cuentero. Tampoco sé por qué motivo, él aparentaba tener miedo a que se desencadenara entre ellos una hostilidad manifiesta, y aunque los hay quienes juran que más de una vez le pasó por su atribulada cabecita el acto de enfrentarse abiertamente al Cuentero, esto no sucedió nunca.
Por supuesto, ese disimulado temor duró sólo hasta el fatal día en que se decidió a robar los zapatos, su más grande desafío, que esa noche en la tertulia le aseguré, eran la única razón por la que el Cuentero aparentaba ser un successful guy. Esos zapatos de cocodrilo –le comenté asumiendo una postura muy seria– están preparados en ará santa por negros sabios y terribles y son su resguardo para que todos sus caminos se le abran. Por qué dije algo así al Poeta, no lo sé con certeza. Quizás lo hice por ese irrefrenable disfrute que practico al burlarme de los dos. Y dirán que soy un hijo de puta incurable, en especial por ridiculizar el gusto estético del Cuentero a la hora de aceptar mi sugerencia sobre aquellos zapatos de puntera extremadamente larga, que parecían estar vivos. Es decir, la piel se me antojaba la de un cocodrilo que no llegó a morirse nunca  y  para    seguían  siendo  una  fiera  dividida, con formas distintas, que sólo simulaban un desmayo. Que yo le aconsejé se los comprara por la única intención de joderlo. Que de haberse podido rentar unos zapaticos diferentes, hubiese sido una mejor opción y esta historia hoy yo no la contaría. Pero nada más a un loco sensible en extremo, soñador y poeta, se le podía ocurrir que algo así fuese real, y el Poeta sin dudas tenía madera para ello y era capaz de creerse cualquier estupidez; no para escribir su poesía, la que reitero, es formidable. Lo curioso es que, a la semana siguiente en que le comenté al Cuentero mi burla con el Poeta sobre el calzado maldito, que es como he de llamarlo, éste me miró muy disgustado y me dijo que no quería hablar de sus zapatos. Yo no lo tomé  muy en serio  y al final me  convencí de que estos tipos que escriben son medio locos y no importa si es prosa o verso lo que hacen. Más que todo, son una sarta de comemierdas que les sobra el tiempo en una ciudad que te engulle. Eso sí, siempre me intrigó el hecho de que, el día en que se compró los zapatos, me dijo que le gustaban con delirio por la sensación que tuvo al probárselos en la tienda. Me aseguraba, muy sorprendido, que sintió como un cosquilleo y le resultaban hasta sensual, e imaginó incluso que le daban pequeñas mordeduras como si se tratara de un gatito pequeño, que jugando te muerde suavecito, pero con cariño. Una rara percepción que el Cuentero no lograba entender al estar convencido de que los zapatos no tenían dientes, jurándome que fue un acto indescriptible.
Lo curioso es que no volví a verlo con ellos puestos, aún cuando esa noche en que se los estrenó, no solamente lo alabaron por su genial cuento: una narración poco usual que relataba los imponderables de dos jóvenes gallardos, muy enamorados el uno del otro, que venían amándose desde que el tiempo comenzó a tenerse en cuenta a través de reencarnaciones y por todos los lugares habitables de este mundo. Y que lo mismo, ocupaban cuerpos de diferentes sexos, que iguales; de gentes importantes; héroes alabados por los griegos, por los romanos; o eran personas simples y, hasta animales e insectos. Que tristemente, en una parte de esa vida azarosa y eterna, les tocó esta vez vivir en tierra cubana, siendo dos mambises templados que hicieron lo humanamente posible, y lo imposible, con tal de mantenerse “uniditos” y vivos para amarse, y de paso, luchar por la libertad en la patria de turno. Hasta que en medio de una encarnizada batalla, al tener la certeza de que caerían prisioneros y después iban a ser torturados, se inmolaron los dos envueltos en una bandera cubana por esa seguridad de que reencarnarían en otros cuerpos menos peliagudos, y con suerte, en otras tierras menos complicadas, más anglosajonas; que al decir del Cuentero, la mariconería en inglés es menos discriminatoria, más llevadera. Pobres efebos incomprendidos que se querían desde el día de la nada y la ameba, y que para mayor desgracia, el destino vino a ubicarlos en las huestes del mismísimo Mulato de Bronce, al que jodieron finalmente junto a otro joven muchachito, hermoso y fresco, que los historiadores confirman, era únicamente su ayudante personal.
Pero me distraigo. Al Cuentero también lo aclamaron por su “acertada” combinación al vestirse. La historia de un amor homosexual en medio de la sangrienta manigua cubana no fue la única protagonista de esa noche, y el “romance”, que tuvo su final épico en tierras de Quemado de Güines, que al terminar de contarlo provocó un paroxismo enorme entre su público gay, que llegó a gritarle en lo que lo aplaudían, de pie… “Un hombre como tú, Cuentero amado, tan grande, habitaste sin dudas en épocas mejores al amparo de las Musas en el Parnaso” –lo que definitivamente irritó al Poeta, que se consideraba un heredero directo de los parnasianos franceses que buscaban la perfección en la poesía–, perdió todo su esplendor al descubrirse los zapatos que llevaba puesto mi amigo. Desde luego, este delirio inapropiado, esa desmesurada muestra de atención a su calzado, sorprendió al Cuentero. Y a pesar de que no le molestaba del todo, si se sintió confundido al descubrir que la mayoría de sus admiradores pink se mostraban más interesados en cómo él se sentía con ellos, dónde los compró y cuánto le costaron, sin preocuparles que, ya visiblemente molesto, él anunciaba su próximo cuento, el que gravitaba según intentaba explicar, sobre una apropiación de Los tres mosqueteros, y se titulaba “El anti exilio de D’Artagnan, sus mitos y un París diferente”. Y los hubo quienes se atrevieron a más y comentaron a viva voz lo bien que se verían estos zapatos en los pies de un bailarín en medio de una coreografía fogosa y temperamental. Observación que provocó, él les respondiese muy ceremoniosamente con una frase que ha quedado para la historia por su sobrada sabiduría… “La inteligencia de los pueblos es inversamente proporcional a su capacidad de bailar. A mayor meneo de nuestra osamenta, sobre todo de las caderas, menor el raciocinio que nos asiste. Por favor, no mezclen mis zapatos con bailarines…”. Sin reconocer que, toda esa defensa la hacía debido a que él era un “patón visceral”, “el paralítico de la danza”. Y otros, los más atrevidos, las locas poéticas y patrióticas del exilio histórico, se remitieron al apóstol y a sus zapaticos de rosa. Y estos “chapines”, gritaban las más ilustradas en el arte de la peletería, merecían lo mismo una cajita de cristal y una mariposa que hablase de ellos con hermosa lírica. Y ese paralelo dejó a mi amigo sin palabras y pidió muy amablemente, pero mostrando una solapada irritación, que por favor, no se mencionaran más a los zapatos. Por lo que al final de la noche se marchó descalzo hasta su carro y ya adentro fue que se los puso de nuevo.
Y es que el Cuentero, jamás fue un tipo moderado y no esperaba otra cosa que alabanzas a su persona, no a un par de zapatos, aún cuando fueran fabricados con la piel de un fiero yacaré, aligator o cocodrilo de la ciénaga, y hubiesen costado bien caros además. Y sí, quedé convencido que esa noche se exageraba bastante en torno a los zapatos y a su persona. Y esos aduladores, autodenominados “tuercos”, “diabéticos rectales almibarados”, para darle a la mariconería cierto toque de clandestinidad o de secta, estaban locos y no locas. Y pensé lo mismo, que la gran mayoría de la gente que iba a la tertulia era de muy mal gusto y se comportaban como hechizados. Y recordé igual lo que le dije al Poeta; y al llegar al punto de mis reflexiones en lo que se refería a él, me di cuenta que se había marchado sin despedirse de mí y del Cuentero, que continuaba en plantilla de medias en la puerta de La Cueva Negra, junto a su esposa, que lo miraba como embobecida. Orgullosa de ser la dama favorita e indispensable de su marido, para que éste escribiese sus mejores cuentos; en lo que él saludaba con un estrechón de manos bien fuerte a todos esos “subyugados literarios” que lo idolatraban sin vergüenza alguna, para que vieran “ellas” lo machazo que se comportaba; con una sonrisa entre adulona y presumida, repleta de burla, con cierta aura de bugarrón coqueto. Aprobando esa adoración que le hacía más falta que el agua misma, al punto de tolerar a su alrededor tipos que él sabía, eran un puñado de mediocres en los que no confiaba, y que admitía únicamente mientras estos supiesen que el reconocimiento a su persona le era indispensable para que fuesen aceptados en su órbita.
Lo que sí me empezó a llamar la atención después de algún tiempo, es que cada vez que yo le comentaba al Cuentero sobre sus zapatos, éste se molestaba y me esquivaba hablando de su último cuento. Incluso, una noche en que llegué a su casa sin avisarle antes, me lo encontré agitado y casi que no me dejó entrar y me despidió en la puerta después de que yo lo ayudase, muy a su pesar como es lógico, a poner en su garaje una jaula de hierro bien grande y pesada que había conseguido, la que no podía mover él solo, asegurándome muy misterioso que, era por mi culpa y su imbecilidad de hacerme caso, por lo que estaba cargando esa cabrona jaula que venía a ser su cruz. Yo no conseguí entender en ese instante por qué él me hacía tan extraño reproche, y cuál era el motivo tan terrible como para no dejarme saber la verdad.
De lo que no se percató el Cuentero es que, en lo que bajábamos entre los dos la jaula de su camioneta, vi que  tapado  con  una  alfombra  tenía  un  rifle  de  asalto, con silenciador, de los más potentes que había en el mercado.



De "El libro de Los Cocozapato"
Denis Fortun 
Miami 2011