II
A lo mejor,
por la susodicha tertulia, es que envidiaban tanto al Cuentero. Sobre todo el
Poeta, que no era mala persona, pero no tenía el éxito de éste y menos las
muchísimas fotos que guardaba mi viejo amigo para enseñar a sus admiradores, en
las que se veía retratado con congresistas, senadores, hasta mafiosos italianos
y un presidente europeo y otro africano. Y es que el Poeta, a pesar de que su
talento una gran mayoría lo consideraba superior al de cualquier escritor de
historias insensibles, no soportaba la fama, el apogeo constante, lo mismo
literario que social, del que el Cuentero disfrutaba sin modestia alguna. Y se
remordía en su interior por no contar él, a través de su poesía, con el
reconocimiento que precisaba como el aire mismo. Y por vivir, según sus propias
palabras, “en un emporio donde el verso es pura mierda”.
Claro que
el Poeta contaba con una cohorte de admiradores enorme –entre ellos yo, lo
confieso–, la que creció considerablemente después de que se publicaran en el
blog Cuba Inglesa tres fotos en las que él aparecía desnudo, usando una gorrita
bolchevique, y cubriendo sus genitales con la portada de un libro suyo. Pero
esta muchedumbre desenfrenada, casi fundamentalista al momento de defender a la
poesía y “las voces más puras de Miami”, jamás consiguió preocupar al Cuentero
porque su legión de fans literarios, aunque más serenada –en la que igual yo me
encontraba–, era superior. Además, él veía a la poesía como cosa de “flojos”.
Por otra parte, el Poeta no tuvo mucha suerte porque siempre fue demasiado
escrupuloso como para procurarse el éxito que necesitaba, casi de manera
enfermiza, con ciertas triquiñuelas e intercambios de favores muy comunes en el
mundillo intelectual de Miami. Por lo que no podía esconder lo repudiable que
le resultaba escuchar al Cuentero cuando éste hablaba de sus primeros pasos en
cuanto a
la literatura se
refiere después de
escapar de Cuba de manera espectacular, y a la conquista de esas
relaciones que pudiesen empujarlo al estrellato; desde luego, apoyándose en su
probada capacidad para inventar historias fascinantes. Lo que no entendí nunca,
es por qué el Poeta, a pesar de su evidente resentimiento, se quedaba callado y
no se atrevía a contradecirlo y, por el contrario a lo que yo esperaba, no se perdía
una lectura del Cuentero. Tampoco sé por qué motivo, él aparentaba tener miedo
a que se desencadenara entre ellos una hostilidad manifiesta, y aunque los hay
quienes juran que más de una vez le pasó por su atribulada cabecita el acto de
enfrentarse abiertamente al Cuentero, esto no sucedió nunca.
Por
supuesto, ese disimulado temor duró sólo hasta el fatal día en que se decidió a
robar los zapatos, su más grande desafío, que esa noche en la tertulia le
aseguré, eran la única razón por la que el Cuentero aparentaba ser un successful guy. Esos zapatos de
cocodrilo –le comenté asumiendo una postura muy seria– están preparados en ará santa
por negros sabios y terribles y son su resguardo para que todos sus caminos se
le abran. Por qué dije algo así al Poeta, no lo sé con certeza. Quizás lo hice
por ese irrefrenable disfrute que practico al burlarme de los dos. Y dirán que
soy un hijo de puta incurable, en especial por ridiculizar el gusto estético
del Cuentero a la hora de aceptar mi sugerencia sobre aquellos zapatos de
puntera extremadamente larga, que parecían estar vivos. Es decir, la piel se me
antojaba la de un cocodrilo que no llegó a morirse nunca y para mí
seguían siendo una
fiera dividida, con formas
distintas, que sólo simulaban un desmayo. Que yo le aconsejé se los comprara
por la única intención de joderlo. Que de haberse podido rentar unos zapaticos
diferentes, hubiese sido una mejor opción y esta historia hoy yo no la
contaría. Pero nada más a un loco sensible en extremo, soñador y poeta, se le
podía ocurrir que algo así fuese real, y el Poeta sin dudas tenía madera para
ello y era capaz de creerse cualquier estupidez; no para escribir su poesía, la
que reitero, es formidable. Lo curioso es que, a la semana siguiente en que le
comenté al Cuentero mi burla con el Poeta sobre el calzado maldito, que es como
he de llamarlo, éste me miró muy disgustado y me dijo que no quería hablar de
sus zapatos. Yo no lo tomé muy en serio y al final me
convencí de que estos tipos que escriben son medio locos y no importa si
es prosa o verso lo que hacen. Más que todo, son una sarta de comemierdas que
les sobra el tiempo en una ciudad que te engulle. Eso sí, siempre me intrigó el
hecho de que, el día en que se compró los zapatos, me dijo que le gustaban con delirio
por la sensación que tuvo al probárselos en la tienda. Me aseguraba, muy
sorprendido, que sintió como un cosquilleo y le resultaban hasta sensual, e
imaginó incluso que le daban pequeñas mordeduras como si se tratara de un gatito
pequeño, que jugando te muerde suavecito, pero con cariño. Una rara percepción
que el Cuentero no lograba entender al estar convencido de que los zapatos no
tenían dientes, jurándome que fue un acto indescriptible.
Lo curioso
es que no volví a verlo con ellos puestos, aún cuando esa noche en que se los
estrenó, no solamente lo alabaron por su genial cuento: una narración poco
usual que relataba los imponderables de dos jóvenes gallardos, muy enamorados
el uno del otro, que venían amándose desde que el tiempo comenzó a tenerse en
cuenta a través de reencarnaciones y por todos los lugares habitables de este
mundo. Y que lo mismo, ocupaban cuerpos de diferentes sexos, que iguales; de
gentes importantes; héroes alabados por los griegos, por los romanos; o eran
personas simples y, hasta animales e insectos. Que tristemente, en una parte de
esa vida azarosa y eterna, les tocó esta vez vivir en tierra cubana, siendo dos
mambises templados que hicieron lo humanamente posible, y lo imposible, con tal
de mantenerse “uniditos” y vivos para amarse, y de paso, luchar por la libertad
en la patria de turno. Hasta que en medio de una encarnizada batalla, al tener
la certeza de que caerían prisioneros y después iban a ser torturados, se
inmolaron los dos envueltos en una bandera cubana por esa seguridad de que
reencarnarían en otros cuerpos menos peliagudos, y con suerte, en otras tierras
menos complicadas, más anglosajonas; que al decir del Cuentero, la mariconería
en inglés es menos discriminatoria, más llevadera. Pobres efebos incomprendidos
que se querían desde el día de la nada y la ameba, y que para mayor desgracia,
el destino vino a ubicarlos en las huestes del mismísimo Mulato de Bronce, al
que jodieron finalmente junto a otro joven muchachito, hermoso y fresco, que
los historiadores confirman, era únicamente su ayudante personal.
Pero me
distraigo. Al Cuentero también lo aclamaron por su “acertada” combinación al
vestirse. La historia de un amor homosexual en medio de la sangrienta manigua
cubana no fue la única protagonista de esa noche, y el “romance”, que tuvo su
final épico en tierras de Quemado de Güines, que al terminar de contarlo
provocó un paroxismo enorme entre su público gay, que llegó a gritarle en lo
que lo aplaudían, de pie… “Un hombre como tú, Cuentero amado, tan grande, habitaste
sin dudas en épocas mejores al amparo de las Musas en el Parnaso” –lo que
definitivamente irritó al Poeta, que se consideraba un heredero directo de los
parnasianos franceses que buscaban la perfección en la poesía–, perdió todo su
esplendor al descubrirse los zapatos que llevaba puesto mi amigo. Desde luego,
este delirio inapropiado, esa desmesurada muestra de atención a su calzado,
sorprendió al Cuentero. Y a pesar de que no le molestaba del todo, si se sintió
confundido al descubrir que la mayoría de sus admiradores pink se mostraban más interesados en cómo él se sentía con ellos,
dónde los compró y cuánto le costaron, sin preocuparles que, ya visiblemente
molesto, él anunciaba su próximo cuento, el que gravitaba según intentaba
explicar, sobre una apropiación de Los tres mosqueteros, y se titulaba “El anti
exilio de D’Artagnan, sus mitos y un París diferente”. Y los hubo quienes se
atrevieron a más y comentaron a viva voz lo bien que se verían estos zapatos en
los pies de un bailarín en medio de una coreografía fogosa y temperamental.
Observación que provocó, él les respondiese muy ceremoniosamente con una frase
que ha quedado para la historia por su sobrada sabiduría… “La inteligencia de
los pueblos es inversamente proporcional a su capacidad de bailar. A mayor
meneo de nuestra osamenta, sobre todo de las caderas, menor el raciocinio que
nos asiste. Por favor, no mezclen mis zapatos con bailarines…”. Sin reconocer
que, toda esa defensa la hacía debido a que él era un “patón visceral”, “el
paralítico de la danza”. Y otros, los más atrevidos, las locas poéticas y
patrióticas del exilio histórico, se remitieron al apóstol y a sus zapaticos de
rosa. Y estos “chapines”, gritaban las más ilustradas en el arte de la
peletería, merecían lo mismo una cajita de cristal y una mariposa que hablase
de ellos con hermosa lírica. Y ese paralelo dejó a mi amigo sin palabras y
pidió muy amablemente, pero mostrando una solapada irritación, que por favor,
no se mencionaran más a los zapatos. Por lo que al final de la noche se marchó
descalzo hasta su carro y ya adentro fue que se los puso de nuevo.
Y es que el
Cuentero, jamás fue un tipo moderado y no esperaba otra cosa que alabanzas a su
persona, no a un par de zapatos, aún cuando fueran fabricados con la piel de un
fiero yacaré, aligator o cocodrilo de
la ciénaga, y hubiesen costado bien caros además. Y sí, quedé convencido que
esa noche se exageraba bastante en torno a los zapatos y a su persona. Y esos
aduladores, autodenominados “tuercos”, “diabéticos rectales almibarados”, para
darle a la mariconería cierto toque de clandestinidad o de secta, estaban locos
y no locas. Y pensé lo mismo, que la gran mayoría de la gente que iba a la
tertulia era de muy mal gusto y se comportaban como hechizados. Y recordé igual
lo que le dije al Poeta; y al llegar al punto de mis reflexiones en lo que se
refería a él, me di cuenta que se había marchado sin despedirse de mí y del
Cuentero, que continuaba en plantilla de medias en la puerta de La Cueva Negra,
junto a su esposa, que lo miraba como embobecida. Orgullosa de ser la dama
favorita e indispensable de su marido, para que éste escribiese sus mejores
cuentos; en lo que él saludaba con un estrechón de manos bien fuerte a todos
esos “subyugados literarios” que lo idolatraban sin vergüenza alguna, para que
vieran “ellas” lo machazo que se comportaba; con una sonrisa entre adulona y
presumida, repleta de burla, con cierta aura de bugarrón coqueto. Aprobando esa
adoración que le hacía más falta que el agua misma, al punto de tolerar a su alrededor
tipos que él sabía, eran un puñado de mediocres en los que no confiaba, y que
admitía únicamente mientras estos supiesen que el reconocimiento a su persona
le era indispensable para que fuesen aceptados en su órbita.
Lo que sí
me empezó a llamar la atención después de algún tiempo, es que cada vez que yo
le comentaba al Cuentero sobre sus zapatos, éste se molestaba y me esquivaba
hablando de su último cuento. Incluso, una noche en que llegué a su casa sin
avisarle antes, me lo encontré agitado y casi que no me dejó entrar y me
despidió en la puerta después de que yo lo ayudase, muy a su pesar como es
lógico, a poner en su garaje una jaula de hierro bien grande y pesada que había
conseguido, la que no podía mover él solo, asegurándome muy misterioso que, era
por mi culpa y su imbecilidad de hacerme caso, por lo que estaba cargando esa
cabrona jaula que venía a ser su cruz. Yo no conseguí entender en ese instante
por qué él me hacía tan extraño reproche, y cuál era el motivo tan terrible
como para no dejarme saber la verdad.
De lo que
no se percató el Cuentero es que, en lo que bajábamos entre los dos la jaula de
su camioneta, vi que tapado con
una alfombra tenía
un rifle de asalto,
con silenciador, de los más potentes que había en el mercado.
De "El libro de Los Cocozapato"
Denis Fortun
Miami 2011