domingo, 3 de julio de 2016

Los Cocozapatos (III y IV)



III
El fusil me hizo sospechar. Algo no andaba bien. Sin embargo, después de un par de días lo olvidé y no vine a acordarme de la jaula y de lo demás hasta que varias noches más tarde, cuando me tomaba una botella de vino con el Poeta en Vinissimo, este me preguntó, riéndose con sarcasmo, sobre los zapatos del Cuentero. Yo le inventé la historia de que los zapatos le eran tan importantes y buenos al tipo, casi mágicos, que se había comprado una jaula para guardarlos. Además, tenía un rifle de asalto con un poder de fuego violento para usarlo contra aquel que se los intentase robar.
Pobre tipo el Poeta, el Bardo Loco, el incontaminado, ¡el purísimo! Increíblemente, no se percató, o no quiso darse cuenta, que otra vez me burlaba de él y del Cuentero. Me miró muy serio durante varios segundos. Después, con una rabia enorme, con un coraje muy ajeno a su frágil personalidad, mucho más si se trataba de una abierta fanfarronada en contra del sujeto que él consideraba su más fiero oponente, me preguntó… “¿Entonces, de nada vale que uno sea bueno escribiendo, si no tienes un par de zapatos fantásticos que te ayuden, aunque estén bien feos y ridículos? –y agregó sonriéndose–. Ya veremos si tiene huevos para tirarme...”. Luego de varios segundos en silencio, jugando con su copa, me amenazó muy solemnemente que, si yo le mencionaba a mi amigo lo que acababa de escuchar, me iba a arrepentir. Esto último lo recitó con tal drama, de una forma tan teatral, pero de las más malas, que a punto estuve de soltarle una carcajada. Pero, no sé por qué motivo preferí mantenerme callado; tal vez una rara compasión me asistía en ese instante, por lo que decidí no molestarlo con demasiadas burlas esa noche.
Dos, tal vez tres semanas a los sumo, sin tener noticias ni del uno y ni del otro, una madrugada en que regresaba yo de casa de mi putica loca e infiel, me encontré de casualidad con el Cuentero en Coral Gables. Estaba cazando perros en los patios de las casas finas y opulentas de la zona con su rifle grande y el silenciador en la punta. Sorprendido, no supe qué pensar. La única idea a la que pude encontrarle un poco de racionalidad, fue que mi viejo amigo se había trastornado, a tal punto, que su extravagante comportamiento se justificaba en que, luego de muertos los pobres animalitos, a lo mejor los cortaba al medio con la intención de investigarlos por dentro debido a esa manía suya de escudriñarlo todo de manera absoluta para así tener elementos suficientes que le dieran un soporte de credibilidad a sus fabulaciones, cada día más insólitas, mejores. O quizás, como es medio raro mi ecobio, podía tratarse lo mismo de un intento de trasplantar el corazón de cada uno de esos perros por el de humanos. Que una vez me confesó medio borracho, sus ganas tremendas de homenajear a Bulgakov practicando un performance del excelente cuento del ruso con algún ex cederista de los tantos que habitan en Miami, lo que a la inversa.
Sin dudas, el Cuentero se asustó cuando se vio descubierto por las luces de mi Toyota viejo en plena calle Monserrate. Y era, según él, demasiada casualidad de que yo me lo tropezara y sospechó que lo seguía; porque es un paranoico el tipo. Sin embargo, inmediatamente se olvidó de su desconfianza, se subió en mi transportation, y rogándome casi para que lo ayudara en su sangriento pillaje, fue que me convertí en su cómplice; prometiéndome que si lo apoyaba en la captura de otro perro, me iba a contar todo, sin omitir detalle por muy pequeño que resultara; por segunda vez asegurándome que, hasta cierto punto, lo que le sucedía era por mi culpa. 
Ya cazado el cuarto perro –y lo aclaro para ser más exacto en cuanto a números, que al encontrármelo, ya él solo se había llevado en la golilla tres, este último bien grande, lo que no puedo documentar de qué raza porque yo de perros nada más sé que ladran, y que los hubo mudos pero desafortunadamente ya esos no existen y los mejores son los que tienen la boca cerrada– después de poner al pobre animal muerto en una bolsa y tirarlo en la parte trasera de su Chevy Silverado junto a los otros, en lo que íbamos de regreso cada uno por separado hasta su casa, el Cuentero me reveló a través de su celular el poderoso y tétrico secreto que guardaba. Su tragedia había comenzado la noche en que se estrenó los zapatos. Yo no podía negarle que había sido un éxito rotundo aquel cuento, y los zapatos también, aún cuando le molestó que muchos de sus devotos no se concentraran simplemente en su magnífico relato, en el anuncio del próximo, y la mayoría de sus admiradores se comportasen un tanto dispersos al detenerse solamente en su vestimenta; detalle que lo hizo sentirse satisfecho, porque reconocían su buen gusto en el arte del vestir, a pesar de que unos pocos lo criticaban y comentaban que su obsesión por estar a toda hora bien recompuesto podía entenderse como una frivolidad metro sexual.
Como cada martes al regresar a su casa, sin conmoverle lo tarde que era, el Cuentero le ordenó a su mujer que le friera en la parrilla un jugoso bistec. El apetito que le daba saberse adorado y un escritor fuera de serie, lo llevaba a practicar el rito del carnívoro moderno que celebra el triunfo de su lectura semanal  con  un  buen  filete  y  lo  acompaña  con  una copa de vino tinto. Y todo pasaba como cada martes: su esposa, sin dejar de lisonjearlo, sacaba del refrigerador el pedazo de carne, lo ponía a que se descongelase  en  el  microondas,  y  finalmente  a  la  plancha hasta que estuviese listo; nunca well done, más bien que quedara rojo y jugoso, con sal gruesa, sin sazón alguna, y sin grasa para cuidar de su colesterol, en lo que él la miraba con ternura y se tomaba una copa de Cabernet Sauvignon, comiéndose cuatro o cinco dados de queso parmesano como aperitivo; dando tiempo a que la carne estuviese a su gusto para que su hembra la sirviera en su plato favorito: un recipiente un tanto desproporcionado que parecía más bien una bandeja, de porcelana azul alemana con sus bordes  repleto  de  pequeñas  flores  amarillas,  rojas, y  con  el  filo  de  oro.  Y  se  repetía  el  acto  como  cada martes, de él darle un beso en la frente cuando el filete estaba completamente descongelado, y ella, sin prestarle mucha atención a la rutina, sacarlo del microondas para lanzarlo a la plancha y de ahí al plato. Lo que esta vez, me aseguró casi susurrándome, con un miedo que me resultaba irreconocible en él, que aquel viejo hábito vino a ser diferente cuando, por un error de cálculo, a su esposa se le cayó el bistec...
Fue en ese instante en que sintió como sus zapatos se le descalzaron rápidamente y empezaron a masticar aquel trozo de carne en medio del suelo. Lo que sigue es horrible. El Cuentero me detallaba con terror un hecho impensable, que lo paralizó, al ver como sus zapatos en cuestión de segundos devoraron su trofeo con unos dientecitos que él no sabía dónde los guardaban, y que al no quedar rastro en el  suelo  del  filete,  éstos  regresaron  a  sus  pies  bien mansos. Dice que fue su esposa la que lo sentó en una silla de la cocina y sacando un aplomo inusual de algún lugar de su alma, con sumo cuidado le quitó los zapatos ensangrentados, y agarrándolos por la parte de atrás, le limpió las puntas con un paño y los metió en su antigua caja y le dijo muy tranquilamente que buscara el recibo de la compra porque debía devolver esos zapatos a la tienda. El Cuentero esa noche puso los zapatos dentro de su caja, toda forrada en tape gris, para que por la mañana se la llevara el carro de la basura; no imaginaba cómo decirle al peletero que sus zapatos eran dos animalejos carnívoros. Una semana más tarde, un domingo, el Cuentero volvió temprano de su trabajo por una llamada urgente de su esposa. Al llegar se encontró a su mujer en el jardín, muy asustada, para nada con el aplomo de aquella noche de estreno, y sin atreverse a entrar ni a la sala siquiera porque los zapatos estaban en el walk-in closet del cuarto, embarrados de sangre; con la noticia además de que varios vecinos y la policía estuvieron buscando minutos antes a un pequeño de tres años que se había perdido en el vecindario desde por la mañana, y que gracias a ella, no le pasó lo peor a la criatura. De nada le valió al Cuentero que hubiese botado en la basura la caja con los zapatos. Al escuchar tantos disparates, sin atreverme a interrumpirlo, pensé que se burlaba de mí y ponía a prueba mi paciencia; o que a lo mejor me estaba narrando uno de sus fantásticos cuentos. Sin embargo, por la forma en que me hablaba, por haberlo sorprendido cazando perros, no dudé por un instante que definitivamente a mi amigo la locura total lo secuestraba. Tal vez había contraído una enfermedad profesional dada su habilidad para concebir historias sorprendentes, y luego empezó a considerarlas reales. Al terminar de relatarme todo, me pidió que no fuese esa noche a su casa y que siguiera yo camino hacia la mía. Él se ocuparía de descargar a los perros y descuerarlos. Ya habría tiempo de enseñarme a sus nuevas  fieras,  sus  Cocozapatos,  como  me  aseguró que los iba a nombrar desde ese instante en que por primera vez le revelaba a alguien su secreto.



IV
Por mucho que intenté comunicarme, no supe del Cuentero en quince días. Sólo su mujer hablaba conmigo,  siempre  dándome  la  misma  justificación  “mi marido está ahora en el patio alimentando a sus nuevos animalitos”, para concluir, conteniendo el llanto: “No sé hasta cuando voy a soportar esta locura”. Por eso, la vez que recibí una llamada suya, me sorprendió. A esa hora de la madrugada él se dedicaba, y con férrea disciplina, a escribir; sin permitirse el lujo de involucrarse de cualquier forma inimaginable con el mundo exterior mientras estuviese en el acto mismo de su creación. Como tenía la computadora en su cuarto, su esposa esperaba en un sofá de la sala hasta que él diera su consentimiento para que entrara. Y eso ocurría por lo general alrededor de las cuatro o las cinco de la mañana cuando terminaba finalmente  su  historia,  se  vestía  con  un  pijama  ridículo de cuadros verdes y negros, y le daba entonces permiso a su mujercita de acostarse. Para el Cuentero resultaba imprescindible estar solo cuando trabajaba en sus cuentos, igual que la ausencia total de ropas. Un espectáculo infamante con el que me tropecé una noche, en que fui bien tarde a su casa para recoger unos libros de Jung y Freud que quedó en prestarme. Al entrar a su cuarto sin avisar, me lo tropecé completamente desnudo. Un gordo deforme y aceitoso prisionero de la fuerza de gravedad, con todas sus masas apuntando hacia el suelo, delante de su ordenador en lo que su mujer se reventaba de sueño.
La pobre, las pocas veces que ella volvía a la cama temprano, era cuando él regresaba de su trabajo de
Security antes de la hora habitual y sentía algunas ganas de hacerle el amor –detalle que no pasaba muy a menudo, más bien muy distante el uno del otro–; por cuanto igual iba a estar ocupado mientras durase la brevedad de su gimnasia sexual; que al terminarla, se quedaba dormido en un santiamén, desconectado igualmente del mundo. Por lo que, cuando escuché sonar mi celular esa madrugada cargante –clásica para recrearse literalmente en sus misterios, con lluvia y relámpagos sobrándole–, y supe que era él quien intentaba localizarme, me dije que una situación en extremo anormal pasaba con mi amigo; o acaso estaba preso por su cacería ilegal de perros. Sin embargo, al contestarle y ponerme al corriente de que me llamaba desde Homestead, que venía por el expressway a gran velocidad cargado de carne para sus “críos”, y que sólo en mí podía confiar para descargarla en su casa, un escalofrío tremendo me removió como un corrientazo.
Yo a lo mejor también estoy medio desequilibrado desde antes, porque en una situación que presentía no iba a ser para nada común, me llevé conmigo siete botellas de vino Loukatos Mavrodaphne of Patras, que una vez el Cuentero me confesó las había disfrutado de tal manera, en un restaurante griego que está en la doce del South Westy Coral Way –un sitio que él adora y a mí me parece una cervecera cienfueguera, de las peores–, que resultaron motivo de inspiración para utilizarlas como el móvil de un asesinato que cometía su último personaje en una de sus calenturientas historias: un sujeto capaz de matar a una monja, que con un excesivo cuidado guardaba en una iglesia de Kendall varias docenas de botellas de ese vino griego por creer que contenían dentro lo más parecido a la sangre del Señor, y que el malandro, con tal de bebérselas por su obcecación con el culto idólatra de Baco o Dionisio, el que adoraba en el sótano de un teatro abandonado de Hialeah junto a un grupo radical que promovía entre otras enajenaciones la idea de que se le diese vino a los niños en las escuelas, pues la liquidó. Una ficción, que una vez en que nos tomábamos unos tragos en el portal de su casa, me confesó en lo que levantaba su copa en señal de tributo, quería dedicarle a la cultura helénica.  “Porque  a  ellos  –gritaba  refiriéndose  a  los griegos– les debemos todo lo que somos”. Un vino dulzón y fuerte, una cantidad exagerada sin dudas, que yo había comprado semanas atrás para tomárnoslas cuando finalizara la lectura del que fue su penúltimo cuento en La Cueva Negra de la Pequeña Habana, junto a varias muchachitas locas de una universidad de Ohio que habían venido desde tan lejos para oír una de sus historias, ya famosas por toda la Unión, y que se fueron antes de que él terminara de contarla por la amenaza de su esposa de coger por los pelos a una de  las  estudiantes  que  no  paraba  de  flirtear  con  su marido, jurando que la arrastraría por toda la Calle Ocho de seguir esta putica gringa intentando seducir a su hombre; que a pesar de estar gordo y cabrón, al parecer despertaba un indudable morbo a ciertas ninfas desquiciadas. Y lo mismo, con la intención de emborracharlo  para  conocer  definitivamente  su  secreto a la hora de escribir sus cuentos y decirle al Poeta, por primera vez en serio, dónde radicaba el éxito del Cuentero y por qué el tipo conseguía provocar una expectación casi disparatada en su público, cada día mayor –el que vino a desaparecer, por fuerza, la noche en que se cerró su tertulia por orden precisa del Alcalde Álvarez y de la policía del Condado, cuando encontraron al Poeta desangrándose en medio del piso polvoriento de La Cueva Negra–.
Llegué primero que él a su casa, con las susodichas botellas de vino griego y la esperanza de que la carne que traía fuera con el ánimo de compartirla con sus pocos amigos en algún asado, churrasquería o guachada a la cubana, de las tantas que abundan en Miami. Su mujer me esperaba en la puerta, nerviosa. La muy infeliz no podía disimular su horror, y claro que al yo preguntarle, evidentemente preocupado, qué sucedía para que su marido me llamase tan tarde, y peor, con la noticia de que venía con mucha carne desde lejos –algo que no acababa de entender y de la misma forma me asustaba–, sin responderme, ignorando el fuerte aguacero que caía, me llevó al final del patio y me paró frente a la jaula en la que guardaban a los zapatos, que al verme, no sé con qué ojos, empezaron a saltar revolviendo el fango provocado por la lluvia. Saltos y embestidas contra las rejas, que no creo lo hacían por estar contentos con mi presencia, sino más bien por sus ganas de despedazarme con unos dientes ni remotamente parecidos a los que me había descrito el Cuentero cuando dice él que probaron carne por primera vez; en ese momento lucían como si fuesen de la boca de un tiranosaurio, chorreando una baba viscosa y saliéndose de entre la suela y la parte superior de la plantilla de los mocasines gigantes en que se habían convertido en apenas doce semanas. Y lo más pavoroso, lo espeluznante, lo inenarrable, ver que el Poeta estaba junto a ellos, ensangrentado de las rodillas hacia abajo, con varias mordeduras en sus piernas, inconsciente, gracias a Dios aún con vida, empapado lo mismo de agua por el recio aguacero que no paraba, y que le hacía ver sobre su ropa blanca una rara mezcla entre el rojo de la sangre y lo gris del arenoso barro miamense; lo que me enfrentaba a una escena en extremo aterradora, irreal. Y que estaba ahí desde por la tarde. Y por mucho que quiso el Cuentero sacarlo de la jaula, los Cocozapatos no lo permitían. Aunque no se lo almorzaban…




De "El libro de Los Cocozapato"
Denis Fortun 
Miami 2011