III
El fusil me
hizo sospechar. Algo no andaba bien. Sin embargo, después de un par de días lo
olvidé y no vine a acordarme de la jaula y de lo demás hasta que varias noches
más tarde, cuando me tomaba una botella de vino con el Poeta en Vinissimo, este me preguntó, riéndose
con sarcasmo, sobre los zapatos del Cuentero. Yo le inventé la historia de que
los zapatos le eran tan importantes y buenos al tipo, casi mágicos, que se
había comprado una jaula para guardarlos. Además, tenía un rifle de asalto con
un poder de fuego violento para usarlo contra aquel que se los intentase robar.
Pobre tipo
el Poeta, el Bardo Loco, el incontaminado, ¡el purísimo! Increíblemente, no se
percató, o no quiso darse cuenta, que otra vez me burlaba de él y del Cuentero.
Me miró muy serio durante varios segundos. Después, con una rabia enorme, con
un coraje muy ajeno a su frágil personalidad, mucho más si se trataba de una
abierta fanfarronada en contra del sujeto que él consideraba su más fiero
oponente, me preguntó… “¿Entonces, de nada vale que uno sea bueno escribiendo,
si no tienes un par de zapatos fantásticos que te ayuden, aunque estén bien
feos y ridículos? –y agregó sonriéndose–. Ya veremos si tiene huevos para
tirarme...”. Luego de varios segundos en silencio, jugando con su copa, me
amenazó muy solemnemente que, si yo le mencionaba a mi amigo lo que acababa de
escuchar, me iba a arrepentir. Esto último lo recitó con tal drama, de una
forma tan teatral, pero de las más malas, que a punto estuve de soltarle una
carcajada. Pero, no sé por qué motivo preferí mantenerme callado; tal vez una
rara compasión me asistía en ese instante, por lo que decidí no molestarlo con
demasiadas burlas esa noche.
Dos, tal
vez tres semanas a los sumo, sin tener noticias ni del uno y ni del otro, una
madrugada en que regresaba yo de casa de mi putica loca e infiel, me encontré
de casualidad con el Cuentero en Coral Gables. Estaba cazando perros en los
patios de las casas finas y opulentas de la zona con su rifle grande y el
silenciador en la punta. Sorprendido, no supe qué pensar. La única idea a la
que pude encontrarle un poco de racionalidad, fue que mi viejo amigo se había
trastornado, a tal punto, que su extravagante comportamiento se justificaba en
que, luego de muertos los pobres animalitos, a lo mejor los cortaba al medio
con la intención de investigarlos por dentro debido a esa manía suya de
escudriñarlo todo de manera absoluta para así tener elementos suficientes que
le dieran un soporte de credibilidad a sus fabulaciones, cada día más
insólitas, mejores. O quizás, como es medio raro mi ecobio, podía tratarse lo
mismo de un intento de trasplantar el corazón de cada uno de esos perros por el
de humanos. Que una vez me confesó medio borracho, sus ganas tremendas de
homenajear a Bulgakov practicando un performance
del excelente cuento del ruso con algún ex cederista de los tantos que habitan
en Miami, lo que a la inversa.
Sin dudas,
el Cuentero se asustó cuando se vio descubierto por las luces de mi Toyota
viejo en plena calle Monserrate. Y era, según él, demasiada casualidad de que
yo me lo tropezara y sospechó que lo seguía; porque es un paranoico el tipo.
Sin embargo, inmediatamente se olvidó de su desconfianza, se subió en mi transportation, y rogándome casi para
que lo ayudara en su sangriento pillaje, fue que me convertí en su cómplice;
prometiéndome que si lo apoyaba en la captura de otro perro, me iba a contar
todo, sin omitir detalle por muy pequeño que resultara; por segunda vez
asegurándome que, hasta cierto punto, lo que le sucedía era por mi culpa.
Ya
cazado el cuarto perro –y lo aclaro para ser más exacto en cuanto a números,
que al encontrármelo, ya él solo se había llevado en la golilla tres, este
último bien grande, lo que no puedo documentar de qué raza porque yo de perros
nada más sé que ladran, y que los hubo mudos pero desafortunadamente ya esos no
existen y los mejores son los que tienen la boca cerrada– después de poner al
pobre animal muerto en una bolsa y tirarlo en la parte trasera de su Chevy Silverado junto a los otros, en lo
que íbamos de regreso cada uno por separado hasta su casa, el Cuentero me
reveló a través de su celular el poderoso y tétrico secreto que guardaba. Su
tragedia había comenzado la noche en que se estrenó los zapatos. Yo no podía
negarle que había sido un éxito rotundo aquel cuento, y los zapatos también,
aún cuando le molestó que muchos de sus devotos no se concentraran simplemente
en su magnífico relato, en el anuncio del próximo, y la mayoría de sus
admiradores se comportasen un tanto dispersos al detenerse solamente en su
vestimenta; detalle que lo hizo sentirse satisfecho, porque reconocían su buen
gusto en el arte del vestir, a pesar de que unos pocos lo criticaban y
comentaban que su obsesión por estar a toda hora bien recompuesto podía
entenderse como una frivolidad metro sexual.
Como cada
martes al regresar a su casa, sin conmoverle lo tarde que era, el Cuentero le
ordenó a su mujer que le friera en la parrilla un jugoso bistec. El apetito que
le daba saberse adorado y un escritor fuera de serie, lo llevaba a practicar el
rito del carnívoro moderno que celebra el triunfo de su lectura semanal con
un buen filete
y lo acompaña
con una copa de vino tinto. Y todo
pasaba como cada martes: su esposa, sin dejar de lisonjearlo, sacaba del
refrigerador el pedazo de carne, lo ponía a que se descongelase en
el microondas, y
finalmente a la
plancha hasta que estuviese listo; nunca well done, más bien que quedara rojo y jugoso, con sal gruesa, sin
sazón alguna, y sin grasa para cuidar de su colesterol, en lo que él la miraba
con ternura y se tomaba una copa de Cabernet
Sauvignon, comiéndose cuatro o cinco dados de queso parmesano como
aperitivo; dando tiempo a que la carne estuviese a su gusto para que su hembra
la sirviera en su plato favorito: un recipiente un tanto desproporcionado que
parecía más bien una bandeja, de porcelana azul alemana con sus bordes repleto
de pequeñas flores
amarillas, rojas, y con el filo
de oro. Y
se repetía el
acto como cada martes, de él darle un beso en la frente
cuando el filete estaba completamente descongelado, y ella, sin prestarle mucha
atención a la rutina, sacarlo del microondas para lanzarlo a la plancha y de
ahí al plato. Lo que esta vez, me aseguró casi susurrándome, con un miedo que
me resultaba irreconocible en él, que aquel viejo hábito vino a ser diferente
cuando, por un error de cálculo, a su esposa se le cayó el bistec...
Fue en ese
instante en que sintió como sus zapatos se le descalzaron rápidamente y
empezaron a masticar aquel trozo de carne en medio del suelo. Lo que sigue es
horrible. El Cuentero me detallaba con terror un hecho impensable, que lo
paralizó, al ver como sus zapatos en cuestión de segundos devoraron su trofeo
con unos dientecitos que él no sabía dónde los guardaban, y que al no quedar
rastro en el suelo del
filete, éstos regresaron
a sus pies
bien mansos. Dice que fue su esposa la que lo sentó en una silla de la
cocina y sacando un aplomo inusual de algún lugar de su alma, con sumo cuidado
le quitó los zapatos ensangrentados, y agarrándolos por la parte de atrás, le
limpió las puntas con un paño y los metió en su antigua caja y le dijo muy
tranquilamente que buscara el recibo de la compra porque debía devolver esos
zapatos a la tienda. El Cuentero esa noche puso los zapatos dentro de su caja,
toda forrada en tape gris, para que por la mañana se la llevara el carro de la
basura; no imaginaba cómo decirle al peletero que sus zapatos eran dos
animalejos carnívoros. Una semana más tarde, un domingo, el Cuentero volvió
temprano de su trabajo por una llamada urgente de su esposa. Al llegar se
encontró a su mujer en el jardín, muy asustada, para nada con el aplomo de
aquella noche de estreno, y sin atreverse a entrar ni a la sala siquiera porque
los zapatos estaban en el walk-in closet
del cuarto, embarrados de sangre; con la noticia además de que varios vecinos y
la policía estuvieron buscando minutos antes a un pequeño de tres años que se
había perdido en el vecindario desde por la mañana, y que gracias a ella, no le
pasó lo peor a la criatura. De nada le valió al Cuentero que hubiese botado en
la basura la caja con los zapatos. Al escuchar tantos disparates, sin atreverme
a interrumpirlo, pensé que se burlaba de mí y ponía a prueba mi paciencia; o
que a lo mejor me estaba narrando uno de sus fantásticos cuentos. Sin embargo,
por la forma en que me hablaba, por haberlo sorprendido cazando perros, no dudé
por un instante que definitivamente a mi amigo la locura total lo secuestraba. Tal
vez había contraído una enfermedad profesional dada su habilidad para concebir
historias sorprendentes, y luego empezó a considerarlas reales. Al terminar de
relatarme todo, me pidió que no fuese esa noche a su casa y que siguiera yo
camino hacia la mía. Él se ocuparía de descargar a los perros y descuerarlos.
Ya habría tiempo de enseñarme a sus nuevas
fieras, sus Cocozapatos,
como me aseguró que los iba a nombrar desde ese
instante en que por primera vez le revelaba a alguien su secreto.
IV
Por mucho
que intenté comunicarme, no supe del Cuentero en quince días. Sólo su mujer
hablaba conmigo, siempre dándome
la misma justificación
“mi marido está ahora en el patio alimentando a sus nuevos animalitos”,
para concluir, conteniendo el llanto: “No sé hasta cuando voy a soportar esta
locura”. Por eso, la vez que recibí una llamada suya, me sorprendió. A esa hora
de la madrugada él se dedicaba, y con férrea disciplina, a escribir; sin
permitirse el lujo de involucrarse de cualquier forma inimaginable con el mundo
exterior mientras estuviese en el acto mismo de su creación. Como tenía la
computadora en su cuarto, su esposa esperaba en un sofá de la sala hasta que él
diera su consentimiento para que entrara. Y eso ocurría por lo general
alrededor de las cuatro o las cinco de la mañana cuando terminaba
finalmente su historia,
se vestía con
un pijama ridículo de cuadros verdes y negros, y le
daba entonces permiso a su mujercita de acostarse. Para el Cuentero resultaba
imprescindible estar solo cuando trabajaba en sus cuentos, igual que la
ausencia total de ropas. Un espectáculo infamante con el que me tropecé una
noche, en que fui bien tarde a su casa para recoger unos libros de Jung y Freud
que quedó en prestarme. Al entrar a su cuarto sin avisar, me lo tropecé
completamente desnudo. Un gordo deforme y aceitoso prisionero de la fuerza de
gravedad, con todas sus masas apuntando hacia el suelo, delante de su ordenador
en lo que su mujer se reventaba de sueño.
La pobre,
las pocas veces que ella volvía a la cama temprano, era cuando él regresaba de
su trabajo de
Security
antes de la hora habitual y sentía algunas ganas de hacerle el amor –detalle
que no pasaba muy a menudo, más bien muy distante el uno del otro–; por cuanto
igual iba a estar ocupado mientras durase la brevedad de su gimnasia sexual;
que al terminarla, se quedaba dormido en un santiamén, desconectado igualmente
del mundo. Por lo que, cuando escuché sonar mi celular esa madrugada cargante
–clásica para recrearse literalmente en sus misterios, con lluvia y relámpagos
sobrándole–, y supe que era él quien intentaba localizarme, me dije que una
situación en extremo anormal pasaba con mi amigo; o acaso estaba preso por su
cacería ilegal de perros. Sin embargo, al contestarle y ponerme al corriente de
que me llamaba desde Homestead, que
venía por el expressway a gran
velocidad cargado de carne para sus “críos”, y que sólo en mí podía confiar
para descargarla en su casa, un escalofrío tremendo me removió como un
corrientazo.
Yo a lo
mejor también estoy medio desequilibrado desde antes, porque en una situación
que presentía no iba a ser para nada común, me llevé conmigo siete botellas de
vino Loukatos Mavrodaphne of Patras,
que una vez el Cuentero me confesó las había disfrutado de tal manera, en un
restaurante griego que está en la doce del South Westy Coral Way –un sitio que
él adora y a mí me parece una cervecera cienfueguera, de las peores–, que
resultaron motivo de inspiración para utilizarlas como el móvil de un asesinato
que cometía su último personaje en una de sus calenturientas historias: un
sujeto capaz de matar a una monja, que con un excesivo cuidado guardaba en una
iglesia de Kendall varias docenas de botellas de ese vino griego por creer que
contenían dentro lo más parecido a la sangre del Señor, y que el malandro, con
tal de bebérselas por su obcecación con el culto idólatra de Baco o Dionisio,
el que adoraba en el sótano de un teatro abandonado de Hialeah junto a un grupo
radical que promovía entre otras enajenaciones la idea de que se le diese vino
a los niños en las escuelas, pues la liquidó. Una ficción, que una vez en que
nos tomábamos unos tragos en el portal de su casa, me confesó en lo que
levantaba su copa en señal de tributo, quería dedicarle a la cultura helénica. “Porque
a ellos –gritaba
refiriéndose a los griegos– les debemos todo lo que somos”.
Un vino dulzón y fuerte, una cantidad exagerada sin dudas, que yo había
comprado semanas atrás para tomárnoslas cuando finalizara la lectura del que
fue su penúltimo cuento en La Cueva Negra de la Pequeña Habana, junto a varias
muchachitas locas de una universidad de Ohio que habían venido desde tan lejos
para oír una de sus historias, ya famosas por toda la Unión, y que se fueron
antes de que él terminara de contarla por la amenaza de su esposa de coger por
los pelos a una de las estudiantes
que no paraba
de flirtear con su
marido, jurando que la arrastraría por toda la Calle Ocho de seguir esta putica
gringa intentando seducir a su hombre; que a pesar de estar gordo y cabrón, al
parecer despertaba un indudable morbo a ciertas ninfas desquiciadas. Y lo
mismo, con la intención de emborracharlo
para conocer definitivamente su
secreto a la hora de escribir sus cuentos y decirle al Poeta, por
primera vez en serio, dónde radicaba el éxito del Cuentero y por qué el tipo
conseguía provocar una expectación casi disparatada en su público, cada día
mayor –el que vino a desaparecer, por fuerza, la noche en que se cerró su
tertulia por orden precisa del Alcalde Álvarez y de la policía del Condado,
cuando encontraron al Poeta desangrándose en medio del piso polvoriento de La
Cueva Negra–.
Llegué
primero que él a su casa, con las susodichas botellas de vino griego y la
esperanza de que la carne que traía fuera con el ánimo de compartirla con sus
pocos amigos en algún asado, churrasquería o guachada a la cubana, de las
tantas que abundan en Miami. Su mujer me esperaba en la puerta, nerviosa. La
muy infeliz no podía disimular su horror, y claro que al yo preguntarle,
evidentemente preocupado, qué sucedía para que su marido me llamase tan tarde,
y peor, con la noticia de que venía con mucha carne desde lejos –algo que no
acababa de entender y de la misma forma me asustaba–, sin responderme,
ignorando el fuerte aguacero que caía, me llevó al final del patio y me paró
frente a la jaula en la que guardaban a los zapatos, que al verme, no sé con
qué ojos, empezaron a saltar revolviendo el fango provocado por la lluvia.
Saltos y embestidas contra las rejas, que no creo lo hacían por estar contentos
con mi presencia, sino más bien por sus ganas de despedazarme con unos dientes
ni remotamente parecidos a los que me había descrito el Cuentero cuando dice él
que probaron carne por primera vez; en ese momento lucían como si fuesen de la
boca de un tiranosaurio, chorreando una baba viscosa y saliéndose de entre la
suela y la parte superior de la plantilla de los mocasines gigantes en que se
habían convertido en apenas doce semanas. Y lo más pavoroso, lo espeluznante,
lo inenarrable, ver que el Poeta estaba junto a ellos, ensangrentado de las
rodillas hacia abajo, con varias mordeduras en sus piernas, inconsciente,
gracias a Dios aún con vida, empapado lo mismo de agua por el recio aguacero
que no paraba, y que le hacía ver sobre su ropa blanca una rara mezcla entre el
rojo de la sangre y lo gris del arenoso barro miamense; lo que me enfrentaba a
una escena en extremo aterradora, irreal. Y que estaba ahí desde por la tarde.
Y por mucho que quiso el Cuentero sacarlo de la jaula, los Cocozapatos no lo permitían.
Aunque no se lo almorzaban…
De "El libro de Los Cocozapato"
Denis Fortun
Miami 2011