lunes, 4 de julio de 2016

Los Cocozapatos (V y VI)



V
Sin tiempo de reponerme de mi desconcierto, de mi angustia más exactamente, al descubrir a mi otro amigo a punto de perder su vida por culpa de una broma mía, la que yo jamás imaginé que podría suceder entre otras cosas por la imposibilidad de que un par de zapatos tuviesen vida, que fuesen “alguien” y no “algo”, escuché al Cuentero decirme ¡Vamos!, y poniéndome su brazo derecho por los hombros, me llevó hasta el garaje, sucio, pestilente, para que lo ayudara a bajar de la camioneta la famosa carne que la suponía una bola roja, sanguinolenta; más bien piezas de una vaca u otro tipo de ganado, y que me vino a dejar boquiabierto al descubrir que se trataba de una persona, vestida y con sombrero, con la cabeza prácticamente colgándole de un hilo debido al inmenso corte que se veía en su cuello repleto de sangre coagulada. 
Sin miramiento, más bien con una seguridad que me congeló el alma, el Cuentero, en lo que me daba dos cuchillos enormes, un par de guantes de goma y un martillo, me pidió que lo ayudase a desnudar al sujeto y cortarlo en porciones para dárselo a sus nuevos y hambrientos animalitos; haciendo un gesto con su cabeza, apuntándome más bien con la boca en forma de capullo, de un culo, en dirección al patio, donde se encontraban, y reírse acto seguido de manera desfachatada en lo que yo escuchaba con espanto a los Cocozapatos moviéndose, ahora mucho más excitados, como si hubiesen olido el alimento que le traía su domador; sin importarles la tremenda lluvia que los empapaba, y que al menos debía despegarlos como le ocurren a los zapatos normales cuando se mojan en exceso. Claro que le pregunté cómo vino a suceder algo tan sombrío. Muy pausadamente, idéntico ha como lee sus cuentos, me respondió que traía la salvación a la imprudencia del Poeta y que ese cuerpo que él había dejado sin vida, “así no más”, serviría de trueque para salvarlo. Si es que antes no se desangraba el Bardo...
Jamás me creí con el valor suficiente para seguir al Cuentero en su empeño de fragmentar aquel sujeto, de cuya identidad no tenía yo la más puta idea. Y cuando me vi manchado de sangre, empaquetando en bolsas de basura los pedazos del pobre hombre que no eran comestibles, junto a su cabeza y vísceras, en lo que él guardaba envueltas en nylon blanco una parte sobrante dentro de una nevera vieja y la otra se disponía a entregársela a sus zapatos en una especie de canoa, como si tratase de alimentar a dos puercos, para que de una buena vez dejasen libre al Poeta, primero no pude menos que repudiarme, luego mentarle su madre, vomitar un par de veces, y  finalmente  sentarme  sobre  un  caja  de  herramientas y llorar en lo que él continuaba su labor de empaquetamiento y preparación de la susodicha canoa, muy parsimonioso. Minutos más tarde, un poco más tranquilo, me dije en silencio que por un amigo hay que hacer muchas cosas, hasta las que uno no se sabe capaz, ya sea por escrúpulos o por temores, pero que se hacen y punto porque se trata de un amigo, en este caso dos, y me empiné casi de un tirón la primera botella de vino griego.
Fue en ese instante preciso que una rabia incontenible me atacó y le exigí al Cuentero, apuntándole a su cuello con uno de los cuchillos que aún tenía conmigo, me contase lo que había pasado. Recordé cuando el Poeta y yo nos tomábamos en Vinissimo la tercera botella de vino, de las más baratas, y que en verdad no me mentía cuando me anunció su proyecto de robarse los “escarpines que abren senderos”, como los nombró en su incipiente borrachera. Hacía más de un mes que yo no lo veía luego de que bebimos juntos y terminamos hablando de sus frustraciones; de lo mal que le iba en su vida y que su única consolación la encontraba al amparo de una mulata dominicana con un culo del tamaño de la isla La Española. Hembra que lo traía loco precisamente por no gustarle su poesía, por no entenderla y ser una mujer simple, práctica para las cosas terrenales, con unos deseos de que siempre mi amigo fuese su “tigrecito flaco y triste”, como le decía cariñosamente al Poeta, y la tuviese desnuda a toda hora sobre una cama, hablándole cosas lindas, recitándole versos de Buesa, detalle sumamente vergonzoso para él, y contándole historias de Vargas Vila que él leyó en su juventud –según ella, un hombre que sí sabía tratar a las mujeres–, y tenerla siempre ensartada como pescao en anzuelo y con dinero suficiente en su billetera para vacilar y menearse al ritmo de Merengue.
Se trataba de un Poeta irreconocible con el que compartí aquella noche, en la que como ya dije, se atrevió a amenazarme en lo que juraba que iba a realizar su proyecto de robo. Dato que yo no me tomé muy en serio y en todo caso concluí que el Bardo Loco estaba influenciado  por  esta  mujer  y  cambiaba  día  a  día. De seguir así, se volvería un tipo hostil, un extraño para sus amigos. Una mulata como aquella era la prueba irrebatible de su metamorfosis. Matrona que llegó a desequilibrarlo y que por ella cometió la locura mayor de su vida, la de querer apropiarse de los zapatos supuestamente fantásticos, que según ella, de ser cierto lo que él le contaba, conocía a un haitiano capaz de conjurar su fuerza maléfica y volverlos sus esclavos para así conquistar él, por fin, reconocimiento y poder. Viéndolo ahora como estaba, a punto de morirse por un hecho tan irreal, tan pavoroso, que nunca imaginé pudiese ocurrir, me sentía responsable. De alguna manera había incitado al Poeta al hacerle creer que los susodichos zapatos tenían poderes sobrenaturales. También me decía que, sin dudas el tipo estaba completamente desajustado emocionalmente, y lo que una vez me comentó mi putica loca, que salió un par de veces con él, parecía ser la irrebatible verdad. Ella aseguraba que el Poeta sufría de un trastorno obsesivo-compulsivo que lo hacía comportarse en ocasiones de manera bien extraña. Y siempre mal disimulaba una ansiedad terrible y hasta estuvo una vez internado en un hospital de enfermos mentales en Naples por padecer de cuanta enfermedad psiquiátrica estuviese registrada en la literatura médica. Sin mencionar lo supersticioso que era. Pero la mayor obsesión del Poeta, asegura mi putica, era el sexo. Y su mayor fobia, la de despertarse una mañana descubriendo que la mujer de su vida podía llamarse Marcelo o Manuel.
Si bien no me creí la historia de que las cosas alcanzaron tal extremo porque los zapatos cobraron vida y se transformaron en dos bestias carnívoras con proporciones descomunales, nada más por comerse un par de bistec y a varios perros, la verdad irrebatible de que existían aquellos monstruos y, algo más que perros y carne de Publix los habían puesto de tal forma, me golpeaba con la evidencia del criminal acto en que participaba al estar cortando en pedazos a aquel pobre tipo. El Cuentero estuvo de acuerdo entonces de que me debía eso. Empapado de sangre lo mismo que yo, empujó suavemente con su mano izquierda el cuchillo lejos de su cuello, y se dirigió a una mesa vieja donde sacó de la sola gaveta que poseía el feo mueble un cigarro de mariguana enorme; cogió después la botella que yo tenía en la otra mano, se tomó lo poco que quedaba, abrió la segunda en lo que me miraba riéndose, fumando grandes bocanadas, y me solicitó con sumo respeto que primero necesitaba hacer un brindis por aceptar mi consejo de comprarse aquellos zapatos. Se había equivocado al culparme de su desgracia. Yo, con mi invitación, lo ubiqué en un estrato desconocido…Gracias a mí él formaba parte de una historia diferente. Y estaba seguro de que podría ser su mejor cuento si lograba escribir las cosas que había descubierto, y las que él no sabía hasta esa noche que era muy capaz de practicar. Sobre todo después del degollamiento que le hizo al pobre sujeto al deducir en escasos segundos que era más importante la vida del Poeta para el universo, al menos el de Miami, que la de un mejicano brujo; él que le facilitó el modo de salvar al Bardo Loco.
“Un intercambio de hombres es lo único que podrás hacer para proteger a tu Poeta –le aseguró el mejicano–. Ellos no se lo comen porque sienten que tú en el fondo aprecias al pobre menso que se le ocurrió la infeliz idea de robárselos. Eso sí, no van a soltar prenda así no más y a cambio quieren comida, lo que ha de ser carne humana, que según me cuentas muy triste, ya una vez a punto estuvieron de probarla si no es que tu esposa anda rápido y rescata al chamaco perdidito. Lo mejor que haces inmediatamente, luego de librar a tu Poeta con la vida de otro infeliz hijo de la chingada que te caiga un tantito mal, es llevar los Cocozapatos a un río y permitirles de una buena vez que sean libres y recuperen su anterior forma. Que tampoco puedes matarlos, si no te mueres con ellos. Tú y los meros Cocozapatos están unidos desde otras anchuras ancestrales por esas cosas del Diablo mesmo, cuando tú eras cazador y ellos una sola bestia; bestia tú y ellos cazadores, y mismamente vienen juntos desde hace muchas vidas y no se matan, aún cuando ahora sean distintos. Al tú comprarlos como zapatos, su piel te ha reconocido y vuelven poco a poco a convertirse en lo que eran. Ustedes se respetan, y para seguir el juego que durante la eternidad de fieras y cazadores vienen apostando, pos ninguno puede vivir el uno sin el otro. Aliméntalos y llévalos al río no más...”



VI
Llegó a casa del brujo por la tarde. Después de descubrir al Poeta gritando dentro de la jaula, no tenía otra alternativa que la de deshacerse de sus fieras. Su mujer le había dado una dirección en Homestead, que a su vez una amiga le consiguió con otra, de un hombre que era capaz de exorcizar a las fuerzas más terribles y maléficas que existen en el mundo, del que se decía, luchó una vez contra el mismísimo Chupacabras. Pero su buena ventura no lo asistió de manera fácil, y al no encontrarlo después de recorrer prácticamente toda la ciudad, con la intención de olvidarse, al menos momentáneamente, de su desgracia y de la segura muerte de su amigo –porque había descubierto en ese minuto que le guardaba un especial afecto al Poeta, al punto de considerarlo un buen amigo–, se dispuso a emborracharse en el primer antro que se encontró abierto, más exactamente un Gogó. Qué mejor, cuando un problema te atrapa, que el disfrute de una mujer desnuda, contoneándose con sensualidad y agarrada a un tubo de acero, aparentando estar dispuesta a comerte, y que te come si le pagas bien, y disminuirse uno entre el alcohol y el sexo. Sin embargo, la vida es impredecible en demasía, o así parece que lo es para el Cuentero. Ya sin esperanzas, se percató que desde una esquina de la barra un hombre gordo, grasiento, con más de seis pies de estatura, usando un sombrero grande de paño negro, metido casi hasta la nariz, lo observaba con atención desde hacía rato. Esto, por supuesto que incomodó a mi amigo y se dirigió al tipo para preguntarle por qué lo miraba con irrespetuosa insistencia, olvidándose por un momento de la muchacha bailadora. El mejicano en cambio lo recibió sonriendo, anunciándole que lo venía esperando “ya ni se sabe cuánto”, y le extendió su mano en lo que comentaba sonriendo, ya  estaba  cansado,  viejo,  y  él  por  fin  aparecía  para liberarlo; aunque no debían conversar allí.
Sin pensarlo dos veces, al terminar de escuchar al brujo, el Cuentero cogió un machete que estaba cerca de un rústico altar con todo tipo de imágenes y objetos raros, que ocupaban prácticamente todo el cuarto en que se encontraban. Cortarle la garganta de un tajo, montarlo en la camioneta, fue cuestión de segundos; un infausto acto del que milagrosamente no hubo testigos. Lo difícil resultó sacar al Poeta de la jaula aún cuando a los Cocozapatos se les dio abundante carne mejicana, que en un inicio no probaban no sé si porque tenía demasiado sabor a picante, o por estar muy grasosa, tal vez vieja. Y hubo que golpearlos, cosa que el Cuentero hacía con sumo cuidado para no lastimarlos; hasta que yo no pude aguantarme y descargué toda mi furia sobre estos animalejos raros y la emprendí a palazos con ellos, en lo que él me miraba con asombro, por lo que retrocedieron, se alejaron del Poeta y por fin empezaron a comerse, no sin desgano, los pedazos del brujo. Lo más peligroso fue dejar al Poeta en La Cueva Negra y llamar a la policía desde un teléfono público para que lo salvasen. Y en lo que lo hacía, acordarme de la última vez que nos vimos y me juró que le robaba al Cuentero los zapatos porque en estos se condensaba su utopía para su propia redención y la de su plectro.
Por suerte, aún faltaba un buen rato para que amaneciera, y no sé si por la mano de la providencia o del diablo mismo, las calles no estaban lo suficientemente alumbradas cuando me llevé al Poeta, por lo que la madrugada me favorecía. Fue decisión mía la de dejarlo allí; que para nada le agradó al Cuentero porque La Cueva Negra de la Pequeña Habana se le antojaba como una especie de mezquita. Lo pude convencer de que no había otra disyuntiva, pues el único sitio donde yo tenía completa seguridad de que no me encontraría a nadie, era ese, por lo que después de soltarlo en los portales de La Cueva Negra, llamaría al Rescue. Que esta vez, el último desmayo del Bardo Loco, los que le daban de manera irregular, más por terror a aquellos adefesios que por la pérdida de sangre, empezaba a preocuparme por lo extenso. Sin mencionarle que mi verdadero móvil radicaba en mis deseos de que aquel antro cerrara para siempre. Por otra parte, así él tendría oportunidad de limpiarlo todo y componer aquel desastre en que se convirtió su casa desde la aparición de sus Cocozapatos.



De "El libro de Los Cocozapato"
Denis Fortun 
Miami 2011