VII
El día que
el Cuentero se fue al Polo Norte, no quiso despedirse de mí. Me dejó una carta
que vino por correo una semana más tarde, en la que me rogaba que contase esta
historia. Me invitaba a que no tuviese reservas al yo no ser un escritor
reconocido. Bastaba con que narrara la verdad de lo acontecido, eso sí, sin
mencionar nombres, y que no pensara si la gente me fuese a creer o no, a
criticar. Más irreal parecía el hecho de la recuperación del Poeta y su regreso
a la tierra amada, su Guanabacoa natal, después de tantos años de exilio. La
última vez que nos vimos, apenas si hablamos. Pasó otra vez de madrugada, pero
ahora sin lluvia, con una luna tan hermosa que daba ganas de comérsela con
azúcar, en el puente de hierro de la 22 avenida del NW. Cómo logró sedar a
los Cocozapatos, no lo supe jamás. Únicamente me dijo. “No tengas miedo que no te van a morder.
Ayúdame a ponerlos en el río, y que se vayan”. Lo hice, porque de todas
formas él traía su rifle de asalto con silenciador.
Estaban tan
grandes que no cabían en la camioneta, aparentando una rara tranquilidad, y
hasta se dejaron tocar por mí, algo a lo que no pude resistirme aún con el
riesgo de que me atacasen. Al caer al agua escuchamos un ruido tremendo pero
nadie lo notó porque no se veía ni un carro, ni un alma, a todo lo largo del
puente levadizo. Primero se hundieron, minutos más tardes regresaron a
la superficie y flotaron por varios segundos, como si se despidiesen del
Cuentero. Luego comenzaron a nadar, moviendo lo que ya se advertía eran sus
colas, hasta que vi con sorpresa como se unían los dos enormes zapatos bestias
en una sola criatura inmensa, la que recobraba sus formas primitivas. Recuerdo
que mi amigo me puso su brazo por el hombro y me dijo muy serio: “Gracias”, y
yo sentí unas ganas enormes de responderle, me cago en la madre que te parió,
loco de mierda, pensando que yo fui para él como una especie de Sam, el hobbit
compañero de Frodo; que para mí en la historia de Tolkien es el verdadero héroe
porque soporta al otro enano con la jodedera que tenía con el anillito “…Y que
me vuelvo malo cuando me lo pongo, soy invisible y mato a todo el mundo…”. Que
los zapatos fueron para mí como ese anillo pendejo.
Ya sin
rastro de la bestia nos montamos en la camioneta y nos dirigimos a mi casa,
sin conversar en todo el viaje. Al bajarme, mi amigo decidió a romper su silencio.
“Toma, esta es la prueba de que estas alimañas degeneradas y encantadoras,
fascinantes, existieron”. Me dio entonces el recibo de compra de los zapatos y
una foto en la que sólo se muestra sus pies, con ellos puestos, cuando los
Cocozapatos aún eran pequeños...
Miami, 2007
De "El libro de Los Cocozapato"
Denis Fortun
Miami 2011
Ilustración Omar Sanatna