sábado, 2 de julio de 2016

Los Cocozapatos (I)



para Joaquín Gálvez y Armando de Armas

I

Hace más de dos años que el Cuentero me pidió con profusa solemnidad que escribiese esta suerte de crónica fantástica, con la sola condición de que no mencionase su nombre y el de las personas que se  vieron involucradas. Por supuesto, en aquel entonces no lo hice por tres razones elementales. Primero, mi lógica reacción después de verme envuelto en un acto tan reprobable, fue la de bloquear mi mente y recurrir al tan sobado mecanismo de defensa del que los psiquiatras hablan y que se resume en la más completa amnesia, o al menos la parcial. Sin embargo, de nada me sirvió el empeño de conservar bien escondido en algún lugar de mi subconsciente este evento irracional –del que no quieres acordarte, aún cuando sabes que un día cualquiera habrá de salir a flote toda su maldita naturaleza– y la intención quedó en lo estéril al yo no conseguir dominar a plenitud la técnica del desmemoriado con tal de librarme de un hecho arcano, sangriento, del que aún no logro borrar de mi cabeza ni el más mínimo detalle.
Confieso  que  fueron  demasiadas  las  noches  en que yo no pegaba un ojo por miedo, incluso a una cucaracha. Y si no me comporté como lo esperaban otros, fue por lealtad con él y además por mi sentido común, escaso en ocasiones, temiendo sobre todo a las consecuencias que debíamos enfrentar ante la justicia de ser descubiertos; que de haber sucedido, de seguro nos pasaba lo peor. Debo reconocer igual, que si no permití que me interrogasen bajo los efectos de ninguna clase de hipnosis o regresiones sugeridas por “buenos amigos”, no fue sólo por mi proverbial insolvencia, sino porque sabía que quienes pretendían inducirme a tal ejercicio, eran una sarta de petulantes ávidos de chisme por todo el misterio que creció a partir de las cosas que pasaron. Que si bien, la totalidad de lo acontecido no se sabrá hasta hoy, sí hubo por aquellos días uno que otro rumor fuerte, y como es de esperarse, repleto de cuanta especulación se imaginaban estos cabrones; ofreciéndose la gran mayoría, “de manera muy amable”, a asumir con los gastos nada más que para averiguar el verdadero misterio y satisfacer de paso su morbosidad, y así, desacreditar de una buena vez el mito del Cuentero.
La segunda razón, poderosa como las otras, es que yo no estaba convencido de que mi buen amigo quisiera marcharse de Miami. Para mí siempre existió el riesgo de que a último momento se arrepintiese. Sus pocas ganas de irse y perder así su protagonismo literario eran evidentes cada vez que conversábamos. Además, su esposa lo presionaba a cada minuto pidiéndole que se quedara, por lo que, de yo publicar, o tan siquiera redactar para un círculo reducido lo que sabía, iba a crearle más problemas. También estaba el irrefrenable acto de que él no consiguiera soportar la tentación de hacer pública su propia versión, detalle que estuvo a punto de llevar a cabo de no resistirse su media naranja. Y la tercera, la más razonable si se quiere: ¡¿Quién carajo me iba a creer?!
Pero hoy me siento definitivamente liberado de los compromisos que me arrogué en una época, que me obligaban a mantener un hermetismo tremendo. Y necesito redimirme a través de mi testimonio de algo tan espantoso. Ahora, ya no me atemorizan las derivaciones legales de mis actos; si realmente me creen; o que me vengan a considerar un loco de mierda que se dedica a contar estupideces. Me importa nada más la confesión de los increíbles incidentes en que me vi envuelto, en un inicio por puro albur, y en los que después seguí involucrado por lo que asumí era mi obligación para con un buen amigo. Sé igual, que el Cuentero ahora está mucho más seguro porque vive en el Polo Norte, más allá de Alaska, en la mismísima tapa  del  mundo.  Al  tipo  finalmente  se  le  ocurrió  la idea de hacer un libro de cuentos sobre osos polares, pingüinos, focas y esquimales, y como ha de ser un libro tan bueno, convenció de una buena vez a su esposa y se han ido los dos al sitio en que viven los “personajes” para practicar lo que él denomina un riguroso research; sin tener en cuenta la posible congelación de sus testículos, o que ese hielo milenario le cubra a su mujercita la entrepierna.
Recuerdo la mañana en que el Cuentero, bien entusiasmado, me invitó a almorzar y a tomarnos unas cervezas, para que luego, lo acompañara a comprarse unos zapatos dignos de su último opening literario. Por ahí es que empieza a verse el rastro de lo que podría definirse como una rara entelequia, de no haber sucedido ciertamente todo; o para considerarlo un tanto más universal, con pretensiones más elevadas, es aquí donde la tuerca empieza a dar su primera vuelta. Por desgracia, fui yo quien le sugirió un par hecho de piel de cocodrilo, de punteras largas, cuadradas, de color albino, que se exhibían en la vidriera de una pequeña tienda en el Downtown, y que en este instante no me cabe duda, esperaban por él.
Yo conocía bien su desfigurado culto a Calvin Klein y sabía que, en cuanto él viese los zapatos, le iban a gustar porque le combinaban con su traje favorito de hilo color beige, su camisa roja punzó, y su corbata amarilla, de seda. Nada más le faltaban unos zapatos como esos, dignos de tan “atrevida combinación salsera”, la que se estrenaría esa noche, en la lectura del último cuento que había escrito para su habitual y tan esperada tertulia que tenía todos los martes, donde cada vez que él leía un texto superaba al anterior, creándose una expectativa tremenda que se evidenciaba en el aumento de público durante varios martes seguidos. No sé por qué, cuando yo iba a su tertulia, no podía evitar acordarme de Virgilio y de la historia que se inventó sobre una mujer en La Habana, que le dio por relatar la manera en que se había retratado de joven y la gente, con tal de escucharla, se pasaba días enteros en la sala de su casa. Y ahí mismo comían, cagaban y meaban, pero no se marchaban hasta que ella terminara la representación de cómo fueron tomadas sus fotos y quiénes eran sus protagonistas. Siempre tuve enormes sospechas de que eso llegara a suceder si se le hubiese ocurrido narrar un cuento lo suficientemente largo como para tenernos varios días oyéndolo. En un sitio horrible, el que terminé detestando por innumerables razones, y que hoy, en realidad no lo tengo claro –de ahí que, quizás por eso se me ocurriese la idea de dejar abandonado al Poeta aquella terrible noche, por la certeza de que ese antro decadente sería cerrado cuando se conociese lo sucedido–, donde uno se encontraba con el público más inesperado y lo mismo veías a la putica culta y desprejuiciada, con la que una vez tuve un romance –una pobre loca con crisis existencialista, entre otras cosas, por afirmar con demasiada tristeza que no pertenece a ninguna de las dos orillas al ser la hija de un mártir revolucionario que aquí muchos odian–; y estaban igual los heterosexuales confesos, bien conservadores, unidos a sus amadas parejas. Y en armónica comunión, adorándolo también, la bandada  rosa  con  sus  flácidos  rostros,  anunciando  sus “diabetes rectal”. “Pajarillos” muchos de ellos picando la ancianidad, siempre en compañía de una especie muy común en Miami: el  eremita,  el  misántropo.  Rebuscadas  definiciones con las que ellos se auto titulaban para no llamarse por lo que eran: cazadores de carroña que iban con idéntico propósito al de mi entrañable putica culta, en busca de una nueva conquista a como diese lugar y sin importar “orientaciones carnales”. Lo que fuese con tal de burlarse, al menos durante esa noche, de la cabrona soledad que se suda en esta campesina urbe repleta de semáforos. Y embobecidos, en el más absoluto silencio, sin importar el pretexto inicial que los motivaba a asistir puntualmente cada martes, la heterogénea multitud escuchaba al Cuentero como si estuviese dominada por su prosa lo mismo que un pastor cristiano lo hace con sus feligreses, en un sitio, que ya dije antes pero lo reitero, era feo, oscuro, y al que yo bauticé “La Cueva Negra de la Pequeña Habana”. Un local pintado de negro, desde el piso al techo, iluminado con luces amarillas, muy tenues, que según sus dueños lo convertía en un sitio de arte polivalente, único en la ciudad, y que para mí se resumía en un hueco sombrío, en el que te tropezabas en la puerta con un portero que era el clásico prospecto de la más refinada  homosexualidad  griega,  que  con  tremenda mariconería y sin túnica, te daba la bienvenida de una manera que te sentías acosado. Un sujeto que yo imaginaba siempre que lo veía, se trataba de un espartano en busca de un falo de víspera complaciente a su cultísimo culo, porque al otro día iba él a formar parte de los 300, y el pobre, contaba con la certeza de que no sobreviviría y su osamenta helénica-criolla precisaba del goce ya que su vida se podía considerar como la síntesis perpetua de la batalla de Las Termópilas. Personaje que asimismo te obligaba casi a que “colaborases” con algún dinerito para el mantenimiento de tan sagrado terreno del Arte en Miami. El “arte” el loco o la loca, pero coopera...


De "El libro de Los Cocozapato"
Denis Fortun
Miami 2011