para Joaquín Gálvez y Armando de Armas
I
Hace más de
dos años que el Cuentero me pidió con profusa solemnidad que escribiese esta
suerte de crónica fantástica, con la sola condición de que no mencionase su
nombre y el de las personas que se vieron
involucradas. Por supuesto, en aquel entonces no lo hice por tres razones
elementales. Primero, mi lógica reacción después de verme envuelto en un acto
tan reprobable, fue la de bloquear mi mente y recurrir al tan sobado mecanismo
de defensa del que los psiquiatras hablan y que se resume en la más completa
amnesia, o al menos la parcial. Sin embargo, de nada me sirvió el empeño de
conservar bien escondido en algún lugar de mi subconsciente este evento
irracional –del que no quieres acordarte, aún cuando sabes que un día
cualquiera habrá de salir a flote toda su maldita naturaleza– y la intención
quedó en lo estéril al yo no conseguir dominar a plenitud la técnica del
desmemoriado con tal de librarme de un hecho arcano, sangriento, del que aún no
logro borrar de mi cabeza ni el más mínimo detalle.
Confieso que
fueron demasiadas las
noches en que yo no pegaba un ojo
por miedo, incluso a una cucaracha. Y si no me comporté como lo esperaban otros,
fue por lealtad con él y además por mi sentido común, escaso en ocasiones,
temiendo sobre todo a las consecuencias que debíamos enfrentar ante la justicia
de ser descubiertos; que de haber sucedido, de seguro nos pasaba lo peor. Debo
reconocer igual, que si no permití que me interrogasen bajo los efectos de
ninguna clase de hipnosis o regresiones sugeridas por “buenos amigos”, no fue
sólo por mi proverbial insolvencia, sino porque sabía que quienes pretendían
inducirme a tal ejercicio, eran una sarta de petulantes ávidos de chisme por
todo el misterio que creció a partir de las cosas que pasaron. Que si bien, la
totalidad de lo acontecido no se sabrá hasta hoy, sí hubo por aquellos días uno
que otro rumor fuerte, y como es de esperarse, repleto de cuanta especulación
se imaginaban estos cabrones; ofreciéndose la gran mayoría, “de manera muy
amable”, a asumir con los gastos nada más que para averiguar el verdadero misterio
y satisfacer de paso su morbosidad, y así, desacreditar de una buena vez el
mito del Cuentero.
La segunda
razón, poderosa como las otras, es que yo no estaba convencido de que mi buen
amigo quisiera marcharse de Miami. Para mí siempre existió el riesgo de que a
último momento se arrepintiese. Sus pocas ganas de irse y perder así su
protagonismo literario eran evidentes cada vez que conversábamos. Además, su
esposa lo presionaba a cada minuto pidiéndole que se quedara, por lo que, de yo
publicar, o tan siquiera redactar para un círculo reducido lo que sabía, iba a
crearle más problemas. También estaba el irrefrenable acto de que él no
consiguiera soportar la tentación de hacer pública su propia versión, detalle
que estuvo a punto de llevar a cabo de no resistirse su media naranja. Y la
tercera, la más razonable si se quiere: ¡¿Quién carajo me iba a creer?!
Pero hoy me
siento definitivamente liberado de los compromisos que me arrogué en una época,
que me obligaban a mantener un hermetismo tremendo. Y necesito redimirme a
través de mi testimonio de algo tan espantoso. Ahora, ya no me atemorizan las
derivaciones legales de mis actos; si realmente me creen; o que me vengan a
considerar un loco de mierda que se dedica a contar estupideces. Me importa
nada más la confesión de los increíbles incidentes en que me vi envuelto, en un
inicio por puro albur, y en los que después seguí involucrado por lo que asumí
era mi obligación para con un buen amigo. Sé igual, que el Cuentero ahora está
mucho más seguro porque vive en el Polo Norte, más allá de Alaska, en la
mismísima tapa del mundo.
Al tipo finalmente
se le ocurrió
la idea de hacer un libro de cuentos sobre osos polares, pingüinos,
focas y esquimales, y como ha de ser un libro tan bueno, convenció de una buena
vez a su esposa y se han ido los dos al sitio en que viven los “personajes”
para practicar lo que él denomina un riguroso research; sin tener en cuenta la posible congelación de sus testículos,
o que ese hielo milenario le cubra a su mujercita la entrepierna.
Recuerdo la
mañana en que el Cuentero, bien entusiasmado, me invitó a almorzar y a tomarnos
unas cervezas, para que luego, lo acompañara a comprarse unos zapatos dignos de
su último opening literario. Por ahí es que empieza a verse el rastro de lo que
podría definirse como una rara entelequia, de no haber sucedido ciertamente
todo; o para considerarlo un tanto más universal, con pretensiones más
elevadas, es aquí donde la tuerca empieza a dar su primera vuelta. Por
desgracia, fui yo quien le sugirió un par hecho de piel de cocodrilo, de
punteras largas, cuadradas, de color albino, que se exhibían en la vidriera de
una pequeña tienda en el Downtown, y
que en este instante no me cabe duda, esperaban por él.
Yo conocía
bien su desfigurado culto a Calvin Klein y sabía que, en cuanto él viese los
zapatos, le iban a gustar porque le combinaban con su traje favorito de hilo
color beige, su camisa roja punzó, y su corbata amarilla, de seda. Nada más le
faltaban unos zapatos como esos, dignos de tan “atrevida combinación salsera”,
la que se estrenaría esa noche, en la lectura del último cuento que había
escrito para su habitual y tan esperada tertulia que tenía todos los martes, donde
cada vez que él leía un texto superaba al anterior, creándose una expectativa
tremenda que se evidenciaba en el aumento de público durante varios martes
seguidos. No sé por qué, cuando yo iba a su tertulia, no podía evitar acordarme
de Virgilio y de la historia que se inventó sobre una mujer en La Habana, que
le dio por relatar la manera en que se había retratado de joven y la gente, con
tal de escucharla, se pasaba días enteros en la sala de su casa. Y ahí mismo
comían, cagaban y meaban, pero no se marchaban hasta que ella terminara la
representación de cómo fueron tomadas sus fotos y quiénes eran sus protagonistas.
Siempre tuve enormes sospechas de que eso llegara a suceder si se le hubiese
ocurrido narrar un cuento lo suficientemente largo como para tenernos varios
días oyéndolo. En un sitio horrible, el que terminé detestando por innumerables
razones, y que hoy, en realidad no lo tengo claro –de ahí que, quizás por eso
se me ocurriese la idea de dejar abandonado al Poeta aquella terrible noche,
por la certeza de que ese antro decadente sería cerrado cuando se conociese lo
sucedido–, donde uno se encontraba con el público más inesperado y lo mismo
veías a la putica culta y desprejuiciada, con la que una vez tuve un romance
–una pobre loca con crisis existencialista, entre otras cosas, por afirmar con
demasiada tristeza que no pertenece a ninguna de las dos orillas al ser la hija
de un mártir revolucionario que aquí muchos odian–; y estaban igual los
heterosexuales confesos, bien conservadores, unidos a sus amadas parejas. Y en
armónica comunión, adorándolo también, la bandada rosa
con sus flácidos
rostros, anunciando sus “diabetes rectal”. “Pajarillos” muchos de
ellos picando la ancianidad, siempre en compañía de una especie muy común en Miami:
el eremita, el
misántropo. Rebuscadas definiciones con las que ellos se auto
titulaban para no llamarse por lo que eran: cazadores de carroña que iban con
idéntico propósito al de mi entrañable putica culta, en busca de una nueva
conquista a como diese lugar y sin importar “orientaciones carnales”. Lo que fuese
con tal de burlarse, al menos durante esa noche, de la cabrona soledad que se
suda en esta campesina urbe repleta de semáforos. Y embobecidos, en el más absoluto
silencio, sin importar el pretexto inicial que los motivaba a asistir
puntualmente cada martes, la heterogénea multitud escuchaba al Cuentero como si
estuviese dominada por su prosa lo mismo que un pastor cristiano lo hace con
sus feligreses, en un sitio, que ya dije antes pero lo reitero, era feo,
oscuro, y al que yo bauticé “La Cueva Negra de la Pequeña Habana”. Un local
pintado de negro, desde el piso al techo, iluminado con luces amarillas, muy
tenues, que según sus dueños lo convertía en un sitio de arte polivalente, único
en la ciudad, y que para mí se resumía en un hueco sombrío, en el que te
tropezabas en la puerta con un portero que era el clásico prospecto de la más refinada homosexualidad griega,
que con tremenda mariconería y sin túnica, te daba la
bienvenida de una manera que te sentías acosado. Un sujeto que yo imaginaba
siempre que lo veía, se trataba de un espartano en busca de un falo de víspera
complaciente a su cultísimo culo, porque al otro día iba él a formar parte de
los 300, y el pobre, contaba con la certeza de que no sobreviviría y su
osamenta helénica-criolla precisaba del goce ya que su vida se podía considerar
como la síntesis perpetua de la batalla de Las Termópilas. Personaje que
asimismo te obligaba casi a que “colaborases” con algún dinerito para el
mantenimiento de tan sagrado terreno del Arte en Miami. El “arte” el loco o la
loca, pero coopera...
De "El libro de Los Cocozapato"
Denis Fortun
Miami 2011
Miami 2011