domingo, 11 de febrero de 2018

Avatar, locura azul (fragmento de 324 Mendoza)




 Hará una semana y media, quizás dos, que no sé de la vecina de enfrente. Extraño su rutina de caos y orden, que se alterna una que otra vez con lujuria. Averiguo con discreción si se ha mudado y nadie consigue responderme. Es como si solo yo la conociera. Sin embargo, anoche tuve suerte y descubrí las cortinas abiertas, y he visto al gato encima de su cama, siempre inamovible como un muñeco de loza. Anoche, la luz de su baño fue la única encendida durante unos veinte minutos, y alumbraba un poco su cuarto. Pero no era la luz amarilla de costumbre, incandescente, sino una de un azul tenue. Me quedé vigilando, al tanto de cuando saliera del baño y regresara acostarse, ese tramo lo hace desarropada, sin cáscara. En cambio, una mano que no alcanzo a distinguir si es de hombre o mujer, que no es la suya definitivamente, supongo que sentado en el piso, desde abajo de la ventana corre las cortinas de un tirón. Nada más cerrarse los doseles del viejo encaje amarillento, la luz azul de su baño se apaga.
Estuve pendiente unos cinco minutos, por si el telón de mi escenario favorito se abre por segunda vez, y no pasa. Antes de dormir le respondo un mensaje de texto a Ela y otro a Carmen. Quedamos en encontrarnos la noche del jueves próximo, como viene siendo usual, y les pido se aparezcan temprano, preferiblemente juntas, para mirar los tres a la vecina de enfrente, y hasta considero por un segundo que también podría invitar a mi vecinita modelo, y concluyo riéndome, y me acuesto de una vez. Siempre he querido hacerlo, pero jamás lo he logrado, ya sea porque no aparece la vecina cuando Ela y Carmen están, y si ellas no están, es cuando se asoma la vecina; o simplemente lo olvido, porque los jueves es noche para fornicar simulando una pasión que compartimos. Así lo prefiere Carmen, en este juego su ternura aflora más que la de Ela y la mía, señalando que lo nuestro se trata de un bello acto únicamente disfrutable para corazones perceptivos al borde de un abismo en donde un mulo se asoma, los tres al amparo de una lubricidad sensitiva, de un lenguaje inescrutable, y no se precisa que aflore la palabra, basta el quejido suave que nos regala la complacencia encima del sofá, que ha venido a ser nuestro templo favorito; Carmen a veces puede resultar muy lezamiana. Cierro los ojos con intención de dormirme, y sigo pensando en la vecina de enfrente. Incluso, temo que al despertar ya no esté viviendo en su edificio, una premonición sin fundamento en ese instante, una idea que me molesta, y me desvelo, lo que se ha hecho habitual luego de estar sin trabajo. Para no continuar pensando, busco una película entre las tantas que guardo. Después de una pesquisa no muy rigurosa, concluyo eligiendo Avatar, y apenas si paso los primero treinta minutos. El cansancio, si bien no es mucho, se impone, y termino por soñar con la vecina de enfrente.
Una de las ramas del cocotero que queda más cerca de la vecina de enfrente ha entrado por mi ventana, que ahora es un hueco enorme, sin persianas de cristal y cortinas. Sus hojas desprenden una luz azul clara que se acentúa en sus puntas, y el junco que las sostiene cuenta con un ancho enorme, sólido, como si fuera un puente que me instiga a cruzar de un edificio a otro. Estamos desnudos, acostados, sin decir palabra, mirando los tres al techo, y escuchábamos el bolero de Ravel. A mi derecha Ela, Carmen a mi izquierda, y las dos se incorporan al mismo tiempo. Me toman por los brazos, invitándome a que vayamos al cuarto de enfrente, donde la mulata hermosa nos espera. Un gato blanco se lanza de la rama del cocotero y se queda con nosotros, pero no es el sedentario de la vecina de enfrente. Este es delgado, se mueve con mucha vitalidad, cariñoso, además, y me maúlla muy quedo, mirándome como si pretendiera confesarme alguna historia de gatos, en su lenguaje de gato que yo irremediablemente no comprendo. Del mismo modo que no lo escucho, su intento se me antoja una mueca, y le respondo moviendo mis labios, en silencio, y no recuerdo qué dije. Como la paloma, el gato sonríe con sarcasmo, y Carmen lo acaricia, le habla, y no sé lo que conversan. El gato responde maullando de nuevo y yo intento averiguar de qué trata la plática inusual de ambos, y por réplica recibo otro maullido, esta vez de Carmen, que sí he oído perfectamente, aclarándome que es gata. El gato flaco es gata flaca, enfatiza Carmen. El único macho dominante en el sueño soy yo, detalle que podría prestarse a un psicoanálisis. Ela pasa su mano, con cariño, por la cabeza de Carmen y esta hace esa mímica tan gatuna de enroscarse con la mano que le acaricia, y ronronea, besando a Ela en la oreja, y acaba pasándole la lengua por el rostro.
La gata se sube a la rama y cruza por encima del jardín, en dirección al apartamento de la vecina del 326, jardín que luce mayúsculo, repleto de plantas que jamás he visto, brillando de un modo penetrante por tantas luces de diferentes colores, de las que no ves sus bombillas, sino el centelleo que sale de entre el follaje, como si fueran parte de la vegetación, de la tierra misma, y lo alumbran todo. El jardín está ordenado, sin tanques de basura, mostrando toda su memoria, gente y hechos que desconozco. El edén en que se ha convertido luce limpio, recién chapeado, pero no es un trabajo by the book por jardinero apurado a cobrar, es como si lo pelara un peluquero exigente, que para engalanar el corte siembra rosas naranjas, verdes, plateadas, y muchas flores de pétalos cortos, de diferentes formas, coloraciones, tamaños y, por último, habitado por gallinas violetas de picos amarillos, empollando unos huevos rojos que parecen de avestruz.
Abajo está Amalia, desnuda, dándoles de comer a las gallinas un pan sumamente negro que huele delicioso, y un sujeto que no conozco, vestido con chaqueta amarilla y pantalón verde, descalzo, la abraza por su espalda, lo que me molesta. Sin embargo, saludo a Amalia con cariño y les pido a Carmen y a Ela que lo hagan. Amalia ríe, se marcha, y el tipo que la abrazó desaparece. Acompañan a Amalia, detrás de ella y en fila ordenada, las gallinas, los huevos rodando, y el gato que Carmen me jura es gata, va en la punta con su cola empinada, como líder de las gallinas y los huevos, caminando todos con marcialidad al ritmo del bolero de Ravel. Noto con sorpresa que la vecinita de abajo, mi deliciosa flaquita modelo, marcha a un costado de la hilera, más despacio, vestida de negro, muy sobriamente, como ejecutiva de un banco, y diciéndome adiós con la mano derecha, se adelanta y con la izquierda abraza a Amalia por la cintura, caminando todos hasta una playa que la alumbra una luna enorme, y que recién me doy cuenta estuvo siempre al final de jardín, llena de sombrillas y sillas, todas vacías. Mi cuarto se alumbra únicamente con la luz azul que irradia de la rama del cocotero. El de la vecina de enfrente, igual está azul, más claro y más intenso, y solo un detalle contrasta entre tanto añil: la bandera canadiense a su espalda, The Maple Leaf, I’Unifolié, ahora de un blanco y rojo iridiscente, y la hoja de arce brillando más roja aún.
La vecina de enfrente nos hace señas, agita sus manos con delicadeza, las mueve como si se tratara de un lenguaje para sordos, asumo que menos complicado por la simpleza de sus movimientos, pero no sabemos qué intenta decirnos. La vecina de al lado, pared con pared, mientras la mulata gesticula con elegancia, le unta una crema en su cuerpo que la hace brillar considerablemente. Luce espectacular la mulata, con su piel canela pálida fulgurando. Ela me susurra que desea besarla de pies a cabeza y se pregunta cuál será el sabor de la crema. Carmen pretende subirse a la rama para cruzar el jardín, y el puente, como si fuese levadizo, comienza a retirarse y no se lo permite. Antes de alejarse la rama, mi gata –a estas alturas del sueño asumo que es mía– regresa corriendo y salta para unirse a nosotros. Ya en mi cuarto pega su boca a la oreja de Carmen, maúlla muy bajo, y aunque ahora consigo escucharla, igual no la entiendo. Carmen asiente con la cabeza y la acaricia. Como si obedeciera una orden me mira sin decir una palabra, llevando a Ela al hueco donde estuvo la ventana. Carmen regresa sus ojos a mí, con mucha serenidad, y me comenta que la vecina de enfrente quiere vernos haciendo el amor.
Puse a Ela de espalda a mí, de frente a la chiquita de enfrente –deliciosa redundancia– de pie, y le abrí las piernas. Carmen se pega a mi espalda, me aprieta, intenta fundirse a mi cuerpo, me besa el cuello, y veo como sus brazos se estiran a mí alrededor más de lo normal para manosear con una mano los senos a Ela, y con la otra la masturba. Cuando comenzamos a amarnos, la vecina de enfrente empieza a masturbarse también, y la vecina de mi lado continúa untándole crema por sus senos, su vientre, sus muslos, con una expresión en su rostro que no consigo descifrar. Al terminarse la crema, la vecina de al lado nos muestra el pote vacío, y el látigo, que se lo enreda en el cuello; luego, se acuesta en la cama de la vecina de enfrente, desnuda claro está, con las piernas abiertas, empinadas, como si se tratara de una mujer en trabajo de parto, fumando la pipa de la vecina de enfrente, acariciando a mi gata blanca, que increíblemente aparece echada sobre su estómago, y que nos observa con mis anteojos.
Al retirarse la rama azul de mi cuarto quedamos en penumbras. Ela me pide que encienda la luz para que la vecina de enfrente nos vea mejor, lo que no hubiera hecho porque cierto pudor me asiste, incluso en sueños, si no es que Carmen se adelanta. La muy loca no lo pensó dos veces y antes de yo rumiar siquiera la idea, dar mi consentimiento, nos vimos los tres como en un estadio en pleno juego, sin importar cuál. De hecho, sentía que nos aplaudían y el dueño fotógrafo nos tiraba fotos. Margaret, no muy lejos, sentada en una silla majestuosa en medio de un salón inmenso repleto de fotos con la imagen de Papucho, me pedía que la invitara a la orgía levantándose de la silla para mostrarme sus nalgas, provocándome para que se las cogiera. Total, el vecino de enfrente no las aprovecha como ella merece, cómo lo desea, y no sabe lo que se pierde. A punto de hacerlo, dejando a Ela con Carmen, muy próximo a Margaret, descubro con horror que se transforma en Papucho y trae consigo el arco con que la hechicera pretendía atravesarme, apuntándome. Ela y Carmen ríen a carcajadas al notar que regreso asustado.
Ela ladea su rostro y lo pega junto con sus senos a los cristales de la ventana, que ha vuelto a su forma original, apoyándose con la mano derecha, pidiéndome más, y más, mientras con la otra mano le aguanta por la muñeca el brazo a Carmen, que no para de mover los dedos entre sus muslos, pegada otra vez a mi espalda como ventosa, con sus brazos largos con tal de no soltar la fresa y los senos de Ela. Y se hizo el milagro, el cuarto quedó oscuro por segunda vez, la ventana se transformó en un andén, y regresa la rama azul del cocotero para alumbrarnos, con la vecina de enfrente sentada encima, desnuda, brillando, bella como una estatua del renacimiento italiano, y ahora se escucha el Concierto de Aranjuez. Carmen y Ela la ayudan a bajar de la rama, y cada una la besa en el rostro y la acuestan en la Kon-tiki, que se transformó en balsa, tal y como era la de Thor Heyerdahl en su expedición por el Pacífico, repleta de flores hermosas y mariposas blancas revoloteando encima, flotando mansamente sobre un lago de aguas claras, azuladas por supuesto, con la vecina de al lado haciendo de timonel, marinera experta, que con un remo largo comienza a empujar mi cama balsa. Y el gato, que es gata, reitera Carmen, se une a nosotros, con mi paloma blanca posada encima de su lomo, sosteniendo en su pico una ramita de cannabis, y nos alejamos todos sobre el agua, que ahora es rio, y nos acompaña la paz que nada mas puede ofrecer un violín que canta el adagio de Albinoni.
Hoy en la tarde, parqueando justo en el espacio que lo hace la vecina de enfrente, sin darme la oportunidad siquiera de bajarme del Chrysler, el vecino de abajo se aproxima. Me dice, sin esperármelo y muy parco, que la mulata de enfrente se ha mudado de madrugada –quién si no, el vecino de los bajos, para saber todo lo que acontece en 324 Mendoza Avenue–. Le pregunto la razón, y agrega que únicamente sabe que se ha ido al Canadá.
El vecino me da la espalda, se marcha por el pasillo del primer piso, más oscuro que de costumbre, y por un segundo no supe si yo estaba despierto o si alucinaba aún. Y ahora que lo pienso, lo ideal, y que me ha faltado en el sueño, es que nos hubiese acompañado Zoe Saldana sin su maquillaje de mona azul. Lo habría disfrutado.


Avatar, locura azul, capitulo de 324 Mendoza, de próxima publicación por

CAAW Ediciones, 2018
Foto: unknow photographer. From Facebook