lunes, 8 de agosto de 2011

No me engordes, muchacha...

Fue una noche de Feria Internacional cualquiera en Miami, en un café de la calle Ocho, donde el plato fuerte se resumía en cuatro buenos poetas presentando sus libros. A ver si me acuerdo. Creo recordar que estaban Carlos Pintado, Manuel Sosa, Gerardo Riverón, Heriberto Hernández.

Llegué temprano, cosa improbable en mi, pero que esa noche logré, tal vez porque me quedaba cerca de donde yo vivía. Me senté en una mesa con varios amigos, pre clásicos locales todos de nueva ola, y a mi derecha, en otras mesas, a pesar de la oscuridad descubrí lo mismo a varios famosos de nuestras letras en la diáspora, más bien “europeos”.

El lugar, reconozco que me resultó agradable. Buena vibra y camareras despistadas con hermosas nalgas en su mayoría; chicas con muy poco hábito a recitales como estos y que algunas sudaban todavía el salitre de un viaje en medio de un Estrecho repleto de riesgos. Ninfas luchadoras que cuando menos lo esperabas, se te atravesaban en el medio para cobrarte una botella y tú habrías de ladear la cabeza para escuchar, con pésimo audio, los versos que me cuadran. Claro, saqué mi cámara y comencé a tomar fotos para Fernandina.

Movía mi barato instrumento cazador de imágenes de un lado a otro, cuando te descubrí. Una flaca vestida de rojo, muy sensual la chiquita. No puedo negar que el lente y el obturador hicieron de las mías; me obedecían para que yo me quedase con aquella imagen. Los simpático fue, tú pensaste que yo estaba retratando a otra flaquita, muy famosa por cierto, bonita sin dudas, de buena y prosa y poemas, que estaba justo detrás de tu huesuda pero sensual espalda con otro amigo famoso venido de Paris.

Luego en una galería vecina, en una exhibición de fotos de una americana loca, te me acerqué en lo que los dos buscábamos una copa de vino; preferiblemente una botella. No sé ahora de qué hablamos, pero sí que supe tu nombre y que además escribías. Y yo te presenté a un editor que andaba con los pre clásicos que mencioné al principio, y te pedí también un cuento que después me mandaste por email. Yo, impúdico y deseoso de subir algo bueno al blog -porque lo era- publiqué tu historia.

Tiempo después me olvidaste. Quizás nos olvidamos mutuamente con cortesía: reconozco que tampoco te presté mucha atención. Si acaso un par de correos electrónicos nos mantuvo al tanto el uno del otro. Sí, creo igual que me diste tu número de teléfono y conversamos un par de veces; finalmente lo perdí. Supe por otros que varios tiburones te acechaban; lógico, se trata de una huesuda carne talentosa. Renuncié entonces a un plato que me hizo aguas la boca en su momento, asumiendo con dignidad que me estoy poniendo viejo. Silencio.

Una vez te hice una entrevista y las respuestas aún las estoy esperando. Más tarde te comenté de la presentación de mi libro, el de Los Cocozapatos, y supe que estaba lejos, no sé dónde en medio de esta hermosa Norteamérica, dándome únicamente tus mejores votos.

No me acuerdo a menudo de ti, lo que no quiere decir que te olvido. Pero -que siempre los hay-, como te tengo en mi blogroll, hoy he descubierto un post que me ha motivado a escribir estas cuartillas. Mucho más, porque debido a tu linda fragilidad, no te imagino cortando en pedazos a un hombre peludo, que gritas lo extrañas. Dichoso el oso.

Nada, concluyo entonces que debo tener más cuidado cuando leo un texto que me entusiasma y termino escribiendo bajo la batuta de Baco. Que el vino es bueno, me “antioxida”, pero me convierte en un tipo un tanto desfachatado, capaz de confesarle al público lo que debería callar - que lo mismo no me avergüenzo-, y que a lo mejor alguien después me reprocha o me acusa de vaya a saber usted qué...