Fue en el cumpleaños de Santiago Alpízar, de Chago, y verlo fue bueno, estaba más sosegado, y también más viejo. Vino el abrazo en el parqueo, le pedí un cigarro, conversamos, jaraneó con Ailer “y su lucha eterna”, y concluimos hablando de Delio Regueral, todavía nos debía una lectura de poemas y una buena descarga. La anterior, que preparó con Rolando Jorge, no se hizo, hubo un “desenchuche” -Pero Delio es un buen tipo- me comentó riéndose, y agregó -yo lo quiero-. Le dije que sí, sin duda alguna Delio es un buen tipo, un buen amigo, y hay que quererlo.
Luego vino la foto en la barra, una cerveza en su mano que le duró toda la noche, apenas si la probó, y finalmente cuando nos fuimos le pedí que viniese conmigo y con Ailer, a mi casa, y dos amigos más de Santiago -y no solo de Chago, sino del Santiago de Cuba, que de allí son-; "vamos a beber un poco, como hacíamos en Mendoza". Pero riéndose, me recordó, él era un “tipo trabajador” que tenía que “pinchar” al otro día, y quedamos entonces que fuese en otra oportunidad.
Hoy la noticia de su ida se me antoja una patada fuerte donde duele duro, y recuerdo cuando conversábamos sobre su historia, un hecho insólito que le sucedió en el edificio de Mendoza, un encuentro con una presencia fuerte, extraña, ajena, enigmática y de otro mundo, que yo debía “poner en mi novela…
A tu memoria, Alcides, y por la tristeza que tienen hoy "los científicos dominicanos"
(Fragmento de 324 Mendoza. Novela. CAAW Ediciones 2018)
Tampoco supe que la
vecinita participó en la pasarela, y
me entero en el apartamento estudio del dueño cuando fui a pagarle la renta.
Allí estaba ella, skinny and delicious, y me soltó
un hello bien nice. Yo, un poco por la resaca, balbuceando casi, le respondí un hola seco, sin quitarle los ojos de
encima. Traía un short demasiado
corto mostrando las puntas de sus lindas nalguitas, o los bordes, o lo que
sea, pero se veían sublimes eso pedacitos de carne que revelaba con inocente desvergüenza. Para arriba, una
camiseta ancha que regalaba los bordes de sus apetitosas teticas, mostrándolas
por completo cuando se agachaba a acariciar a Dante, que me movía su corta cola
pretendiendo jugar conmigo, muy amoroso el perrito, muy bellas sus teticas –las
de la vecinita, que el perrito es macho–. Así es todo en ella, sin esa
amplificación corporal que distingue a las criollas, con mucha sensualidad,
buena estatura, y madurita, porque me ha confesado el dueño del edificio: la modelo ya está en los cuarenta.
La vecinita sonríe al
notar que no me concentro en otra cosa que no fuera su adorable osamenta, y
curiosea con cierta suspicacia si estoy bien. Me dispongo a responderle, sin
embargo, no me permite que hable y me jura que el viernes a eso de las doce y
media de la noche sintió un ruido fortísimo en mi apartamento. Con su linda y
desvergonzada sonrisa de vuelta, la joven
termina su monólogo dejando claro el temor que se desplome su techo, que
viene a ser mi piso, aprensión que me ha picoteado más de una vez cuando estoy en
la bañadera. Pero la miro sin hallar una respuesta coherente, que no me
interesa, además, y termino por permanecer callado, aún sufro el malestar de la
borrachera con vino barato y eso de piso y techo, techo y piso, me confunde.
Le quito un cigarro al
dueño y bebo de su vaso un sorbo de whisky,
necesito matar la resaca que traigo. Finalmente le contesto a la chica, que
pasé la noche hasta muy tarde en la fiesta del vecino de enfrente a su
apartamento. Si oyó ruidos pesados, debió venir de allí. La fiesta estuvo
buena y miro al dueño de Mendoza buscando su aprobación, él se quedó hasta
última hora en casa del vecino, lo que no recuerdo cuándo se fue y con quién.
El dueño sonríe sin mirarme y permanece contando mi dinero, que ya no es mío –nunca lo ha sido– como si se tratara de
miles de dólares. Tal vez lo hace para ver si aumenta.
—Regresé a mi apartamento
como a las cinco de la mañana— le repito a la vecinita—. El ruido debió ser un
fantasma —concluyo riéndome sin muchas ganas.
El dueño, hasta ese
minuto ausente, comenta que nunca se sabe.
—Ya ni sé las quejas que
he recibido. La vecina pared con pared a tu cuarto… —el dueño habla sin que
esta vez asome en su rostro su mueca favorita, la de burla— jura que en el
edificio habita un fantasma muy antiguo. Incluso, la señora del 5, la subcontinental,
como tú le dices, afirma que ha visto a una mujer embarazada caminando de
noche, por el pasillo del segundo piso, con un quimono blanco muy largo, que
arrastra por la alfombra hasta que desaparece por la ventana que da al patio, y
que definitivamente es japonesa porque le ha visto los ojos. —Y pienso yo: así
ha de estar sucia la susodicha bata de la aparecida asiática, que lo mismo
podría ser china o coreana. El dueño continúa—: Y está lo que le sucedió a
Alcides, cuando vivía en el apartamento que tiene ahora la pintora.
Jura el dueño que el
flaco Al, una noche, escuchó según sus propias palabras, un ruido urgente, magno, como si fuese una
chicharra cantando frente a un micrófono, y vio una luz intensa que entraba a
su cuarto por debajo de la puerta. En la sala una esfera muy brillosa, del
tamaño de un balón de básquetbol, se movía como una montaña rusa, haciendo una
bulla enorme y golpeando cuanto mueble o adorno tropezara en su recorrido,
rompiendo los más frágiles y atravesando los más pesados. Alcides distinguió la
presencia de una energía maléfica que, de acuerdo a su experiencia, se trataba de un rayo esférico venido desde la lejana
Siberia, nacido en las entrañas de un contador eléctrico, parido por una fuerza
maléfica, una aberración aterradora, endémica de países comunistas, y que le
destrozó la mano a una pobre koljosiana. Alcides se paró de un tirón de la
cama, corriendo se puso unas gafas oscuras, y completamente desnudo, con su
barriguita de canica empinándola hacia adelante y sus brazos abiertos en cruz, empujaba
la luz hacia la ventana, moviendo la pelvis adelante y atrás, repitiendo una y
otra vez en voz alta, como una letanía, un conjuro, según él, infalible para
casos aterradores como ese: «pinga, pinga, pinga, sal lucecita mandinga», hasta
que consiguió sacarla por la ventana que da a la avenida Mendoza.
Lo que sí asustó a
Alcides, indudablemente, al regresar al cuarto descubrió que su amor eterno no
estaba. El dueño jura que Al, con esa sobriedad muy suya, sobre todo cuando
está volao, le dijo que su chica
bomba tocó la puerta media hora más tarde cantando un bolero de Tejedor y Luis, y en arameo, tal y como lo hablaban los fenicios, con esa voz preciosa que le
regalara Dios, y en un estado muy parecido al sonambulismo, y que él no tuvo claro
jamás cómo salió ella del apartamento. Su endless
love tampoco tiene la menor idea, hasta hoy, de lo sucedid. Conoce del
supuesto incidente X File por lo que
cuenta el que fuese durante mucho su adorado y circundante trovador.
La vecinita ríe a
carcajadas. Conoce bien a Alcides y a la que una vez resultó ser su amada
preponderante, pero no cree una sola palabra. Aunque termina dudando segundos
más tarde, y como si reflexionara en algo específico, asiente que sí, con Alcides cualquier cosa puede ocurrir..