El sábado 30 de
agosto conocí a Gabriel Cartaya, es decir, personalmente. Ya tenía
referencias de él y de su obra a través del amigo común Ángel Velázquez
Callejas. Fue justo en casa de Callejas donde coincidimos, y luego de las
presentaciones de rigor, sin mucho rigor, que fue diáfana, conversamos sobre lo
humano, lo divino, de Cuba, de Tampa, de Miami, y sobre su novela "El secreto de la Andaluza", a presentarse esa noche. Finalmente, Cartaya me dijo que le gustaría
hacerme una entrevista para el semanario “La Gaceta”, fundado en 1922. Y, así
las cosas, Cartaya me envió las preguntas, yo las respondí, y queda agradecerle
la oportunidad…
Gabriel Cartaya: Denis, aunque
no te iniciaste muy temprano en el mundo de la escritura, hoy tienes ya varios
libros publicados. ¿Cómo descubriste e impulsaste al escritor que hay en ti?
Denis Fortún: Escribir, puedo asegurarte que se
trata de una pasión que traigo conmigo desde niño. Recuerdo que, en la escuela,
la enseñanza primaria específicamente, en particular el quinto grado, mis
mejores notas eran en español —a los número siempre les he tenido antipatía,
excepto a los números de la Lotto, pero estos al parecer sí me tienen fobia—. Disfrutaba hacer composiciones que a
veces mi profesara me decía que resultaban demasiadas largas, más de dos
párrafos, que por lo general era la norma. Ya en sexto, a los once años, mi
madre me regaló “Los conquistadores del fuego”, de J. H. Rosny. Leer era otra
pasión, igual con sus momentos de pausa al no dedicarle el tiempo suficiente,
pero tuve la suerte de crecer con un par de libreros enormes en la casa, con
autores todos de lujo, universales, de asiento de palco, que nómbratelos
representa un lista inmensa, y siempre acababa yo atrapado por alguno, ya fuese
por mi voluntad o por sugerencia de mi abuela, que era una lectora empedernida.
A esto súmale que en el aula existía la costumbre entre un grupo de alumnos que
a la hora de almuerzo nos dedicábamos a leer. Aunque te confieso, yo no me
entregaba con la fuerza y pasión de los otros muchachos, que sí se pasaban las
dos horas del receso embobecidos con sus libros. Siempre estuve propenso a
disociarme cuando de jugar y jeringar su poquito se trataba, lo que le costaba
a mi madre ir a ver a la maestra más de las veces que ella y yo hubiésemos
gustado. Ahora bien, aquella novela de Rosny me cautivó —siguiéndole
“El león de las Cavernas” —
y recuerdo que al terminarla me dije que alguna vez iría a escribir historias,
y te reitero, “me dije”, porque igual jamás se lo comenté a nadie, por varios
años fue mi mejor secreto. Sin embargo, después del entusiasmo que me provocara
las aventuras de Naoh,
Nam y Gau en busca del fuego,
esa suerte de asignatura pendiente o fantasía dejé de tomármela en serio, otras
prioridades más terrenas en mi adolescencia me atrapaban, aún sin olvidarme que
lo de escribir no tenía dudas que me atraía muchísimo. Claro, existe un detalle
importante, este un ejercicio que precisa de soledad, y a esa edad adoraba yo
el bullicio, la compañía de los amigos del barrio, los de la escuela y, llegado
el momento —y qué momento—,
la compañía de la novia.
Pero por fin pasó, a la edad de treinta y
seis años, un vicio que hasta hoy me persigue, eso sí, sin mucha disciplina, la
que merece realmente. Coincidieron por esa época varios momentos que marcaron
mi vida, y amigos que me impulsaron a hacerlo. En poesía, la confianza y saber
de Jesús Candelario y Alberto Sicilia; en narrativa, la pasión, la manera de
contar sus historias, y la admirable disciplina de Armando de Armas —irónico,
¿no?, yo que te he dicho en más de una oportunidad que no lo soy lo suficiente—.
Y quien me dio el impulso final para llegar hasta acá en cuanto a las letras se
refiere, impulso que le voy a agradecer siempre, la que fuese mi mujer en esa
época, Helen Ochoa, asegurándome ella que, más que poder, debía intentarlo de
manera seria y sin temor a críticas y traspié, que los habrá siempre. Y así, con
una que otra piedra en el camino, digamos que más piedras de las que deseas o
supones, con gente que me veía como un advenedizo, mucho más aquellos que
“gozaban” de un nombre, conseguí publicar algunos poemas y uno que otro cuento
en revistas impresas y digitales de Cienfuegos, y un buen día vino la noticia de
que quedaba finalista en un importante concurso nacional de narrativa, cuentos
cortos propiamente, donde recibí mención especial, y el cuento se publicó en
una antología que hiciera Letras Cubanas y la Editorial Liminar, de Santi Spíritus, —fue
este el segundo cuento que publicase en Cuba, hubo uno anterior antologado en
un volumen que hiciera Atilio Caballero, un cuaderno que trae por título “Como el
aire en la orejas”, título tomado de un cuento de Juan Francisco Pulido, y lo
más curioso, los dos cuentos salieron viviendo yo en Miami—.
Sin embargo, estando fuera de la Isla es que llegué a desarrollar una obra que
por suerte ha sido publicada en buena parte, tal y como mencionas en la
siguiente pregunta.
DF: Por supuesto, y
la primera razón es la censura que aún persigue a muchos en la Isla, y que yo para
ellos no era lo suficiente confiable. Mi “resumé” estaba muy lejos por aquel
entonces de que me consideraran un escritor, y mi “proyección” política les
preocupaba demasiado. Igual venia de un mundo diferente en apariencias para que
los “consagrados” me diesen su visto bueno, y no contaba lo mismo con las
relaciones adecuas para el gran salto, y de conseguirlas representaba una
genuflexión que no estaba dispuesto a practicar. Estando acá todo se presentó
diferente y tuve la suerte de que al llegar a Miami mi viejo amigo Armando de
Armas me ubicara en la zona donde lograse yo conseguir un espacio, lo mismo en
la literatura que en programas de televisión —luego vinieron España y México, en
antologías y revistas—. Siempre le voy a agradecer a Mandy que estuviese
delante abriéndome puertas. Pero fue justamente en Miami donde comencé a
publicar cosas que traje de Cuba, casi todas inéditas: poemas y cuentos, y otras,
la mayoría, escritas acá, como crónicas, novela, reseñas… Entonces, retomando
tu pregunta, vivir fuera de Cuba me dio la oportunidad de no solo continuar
escribiendo, sino de hacerlo por primera vez con total libertad; publicar sin
preocuparme que lo que fuese a contar tuviese connotaciones que pudiesen
censurarse. La autonomía es fundamental para ejercer la escritura, a pesar de que
todavía ves a algunos escritores que se “cuidan” y hasta se autocensuran, que es la
peor de todas las formas de reprobación y crítica.
GC: Eres poeta
y narrador. ¿Se complementa, o se excluyen esas manifestaciones en la elección
expresiva?
DF: Digamos que
cada una, en mi caso, en apariencia cuentan con su motor impulsor propio, lo
que ofrece la imagen de una supuesta exclusión al instante de elegir, pero en
realidad pasa sin mucha diferencia para cada forma. La narrativa, al momento de
crear, en un principio es menos visceral que la poesía, aunque no por eso le concedo
menos pasión y termina cargando su “toque poético”, porque si bien prosa y
verso se apartan en ocasiones, no llegan a establecer una ruptura evidente
porque la prosa (la historia), carga también con esa proporción que nace de los
sentimientos. Es acaso “el yo poético”, ese que me asiste y más que desplazar
al narrador, lo disfraza. Ahora bien, reconozco que el poema en sí es
otra manera o lenguaje al segundo de manifestarse, entre otras razones porque
se me antoja como si alguien, alguna “entidad”, me dictase versos, una especie
de posesión, aunque ese poema cuente una historia; soy de los que piensa que la
poesía puede narrar al amparo de su lenguaje; sin embargo, esa poesía tiene que
ver más con mi estado de ánimo. Ahora bien, tengo textos en narrativa que han
sido desarrollado a partir de una idea que tuve para poemas, y poemas con los que
ha sucedido algo similar desde la otra perspectiva: la inspiración me ha tocado
a través de la prosa. Luego entonces, como soy yo el que las escribe, las
manifestaciones expresivas a las que haces referencia, más que fragmentarse se
complementan. Tengo un poema, por solo citarte un ejemplo, publicado en
“Noticia en desarrollo” (ediciones Exodus),
que en un inicio fue una crónica que escribí luego de una viaje a New Orleans.
GC: ¿Cómo se
entrelazan ficción y realidad en tus novelas?
DF: Mis novelas,
tengo dos escritas, una ya publicada —324 Mendoza—, y otra terminada que vengo revisando por mucho
tiempo —Cueros
contemporáneos—. El caso es,
esta última toca un tema muy recurrente en la literatura cubana después de
1959: la dictadura, sus muertos, sus miserias, su drama, el exilio, el
desgarramiento de dejar atrás a los afectos, los amores, la gente que quieres,
que al final es eso a lo que se reduce la percepción de Patria.
Mucho se ha
escrito sobre ese tema, muy bueno y muy malo, lo que lo convierte en uno
demasiado recurrente, y eso es justamente lo que me hace dudar, y mucho, y
hasta hoy no sale. Por supuesto, no puedo dejar de mencionar a mi editora
Yovana Martínez —CAAW Ediciones,
con quien publiqué 324 Mendoza—, que en ese sentido me ha ayudado enormemente al
momento de revisar y cambiar, incluso desechar; hablo de un libro con más de
400 páginas. Pero respondiendo a tu pregunta, la ficción y la realidad, más que
entrelazarse, para mí se funden, son una sola. Quien escribe y no va a buscar
en su vida, revisar su existencia como una suerte de archivo, a mi modo de ver
no resulta honesto, y es precisamente la honestidad la que le da el color
definitivo a una historia. La ficción llega como un bordado, sea enjundiosa o
ligera, es una suerte de envoltura que has de ir rompiendo para descubrir la
verdad que pretende contar el autor. En fin, como lo veo, la realidad viene a
ser la masa del pastel, la ficción el merengue que lo envuelve. Y se sabe, lo
que se disfruta en el pastel es lo que trae dentro.
GC: Si tuvieras
que recomendar solo uno de tus libros, ¿con qué argumentos lo elegirías?
DF: Pues lo
haría con la misma recomendación para todos: soy yo en la mayoría del textos, o
los versos, y en cada una de sus palabras está mi verdad, mi vida. Si te
interesa, claro está, —le diría al lector—, abre el libro.
GC: ¿Escribir
para vivir o vivir para escribir?
DF: Vivir, y si
escribir forma parte de tu vida, entonces escribe lo que vives con la
credibilidad como estandarte, que ya te dije, se reduce a tu honestidad y a tu vida,
no importa que sea invención. Te lo mencioné antes en la pregunta que me haces
sobre la ficción y mis novelas, la primera herramienta es vivir, después narrar
o hacer versos con la desvergüenza de contarle a la gente que no te conoce.
Disfrutar de ese ejercicio impúdico de mostrase uno, aun envuelto en la fábula
más inflamada, entiéndase un merengue más espeso para el pastel, que siempre lo
habrá y digamos que la ficción da su toque especial; que, parafraseando a
Armando de Armas, escribir no es una pose, se trata de un acto de fe, de
ser uno lo que es, y hasta lo que no. Y digo yo, todo acto precisa
de entrega, y porque vivir, insisto, es la columna vertebral de ese trance y
eso presupone otorgar, todo se reduce a un desembolso provechoso que conlleva a
ser honesto. No dudo que Julio Verne haya ido a la luna, o viajado 20000 leguas
en la profundidad del mar; que Kafka fue testigo de una metamorfosis real; que
Poe hablase con los cuervos; que Saint-Exupéry se hubiese
tropezado con aquel chiquillo que se decía Príncipe. En fin, aun contando
historias fantásticas, tu verdad debe estar siempre presente y con ella lo
vivido, que es lo que corrobora finalmente. Si, mi estimado Cartaya, vivir y
observar, estar pendiente a todo lo que nos ofrece ese lapso que llamamos
existencia.
Gracias miles…
Fotos tomadas del PDF. Seminario "La Gaceta". Gabriel Cartaya