jueves, 8 de marzo de 2012

José Lorenzo Fuentes. Entrevista de Armando Añel.


La contagiosa serenidad, y la elegancia, de José Lorenzo Fuentes, constituyen una escuela, y su literatura no necesita presentación. Autor de varios clásicos de la cuentística cubana, escritor de múltiples intereses, ha publicado, entre otros libros, Después de la gaviota, El hombre verde, Brígida pudo soñar y Meditación. Su última entrega, Las vidas de Arelys, novela que se lee de un tirón, confirma otra vez que estamos en presencia de uno de los escritores más relevantes de Cuba y su exilio.

La siguiente entrevista, que José Lorenzo Fuentes tuvo la gentileza de concedernos, gira precisamente en torno a sus múltiples intereses y la excelencia de su escritura.

Armando Añel. Permítame hacerle directamente la pregunta que una vez formulé en una reseña sobre sus relatos: ¿Cuál es la función de la buena literatura, si la hubiera? ¿Enternecer? ¿Entretener? ¿Enseñar? ¿Una mezcla de todo ello?

José Lorenzo Fuentes. Responder a la pregunta de por qué una obra literaria no envejece, por qué sigue apasionando a los lectores con el paso de los años, es una tarea difícil, a la que William Somerset Maugham no pudo encontrarle una explicación convincente en su libro “Diez novelas y sus autores”, publicado en 1954.

A pedido del editor de la revista Redbook, Somerset Maugham hizo una lista de las que para él eran las diez mejores novelas del mundo. Más tarde un editor norteamericano le sugirió la idea de reeditar esas diez novelas en una forma abreviada, con un prefacio que él debía escribir. Entonces cayó en la cuenta que no era desafortunada la idea de relatar sucintamente la trama de cada una de esas novelas, prescindiendo de aquellos pasajes que el tiempo ha despojado de su valor. Al escribir el prefacio del libro, Somerset Maugham se explayó en describir todas las variantes del arte de novelar, pero insistió en su idea fundamental: la novela no tiene como fin instruir sino agradar, entretener. Por esa razón incluyó en su libro “Orgullo y prejuicio”, la encantadora novela de Jane Austen, porque ningún lector, cautivado por el interés que provocaba su lectura, podía saltarse alguna de sus páginas. En cambio, desestimó a “En busca del tiempo perdido”, la fastuosa novela de Marcel Proust, de gran perfección formal, porque a menudo se tornaba aburrida.

Los escritores latinoamericanos más significativos, desde García Márquez hasta Rulfo, no se han apartado de esa fórmula mágica: entretener. Julio Cortázar comenzó su novela “Rayuela” con una pregunta: “¿Encontraría a la Maga?”. Cuatro palabras para electrizar la curiosidad del lector a fin de conocer a la Maga, por saber quién era, si en realidad estaba perdida, si la encontraría, qué historia iba a urdir Cortázar alrededor de la Maga. Esa sola pregunta de Cortázar desataba un proyecto narrativo capaz de entretener al lector durante toda la novela.

AA. En su literatura usted ha mezclado acertadamente el realismo y lo fantástico, como en su relato “Ya sin color”, del libro “Después de la gaviota”. ¿Con cuál de esos discursos, el realista o el fantástico, se siente más cómodo? ¿Cuál puede resultar más fértil?

JLF. “Ya sin color” siempre me ha parecido el cuento más logrado del libro “Después de la gaviota”, aunque el relato que le da título al volumen es el que más ha gozado del favor de los lectores. De visita en Cuba, José Caballero Bonald me solicitó autorización para incluir “Ya sin color” en su antología “Narrativa cubana de la Revolución”, que publicó Alianza Editorial, de Madrid, y desde entonces ha sido reproducido en otras muchas muestras de la cuentística cubana.

Yo empecé a escribir al amparo de quienes cultivaban el realismo: de Balzac y Flaubert, de los grandes escritores rusos: Chejov, Dostoievski o Gogol. Entre los latinoamericanos, no me separaba de Horacio Quiroga, cuyo “Decálogo del perfecto cuentista” me sirvió de brújula en la adolescencia. Al amparo de sus consejos escribí “El lindero”, un cuento rabiosamente realista, con el que obtuve en 1952 el Premio Internacional “Hernández Catá”, que entonces era el galardón literario más importante que podía ceñirse un escritor cubano. Pero un día afortunado me encontré con los libros de Felisberto Hernández, con sus fascinantes cuentos fantásticos, y a partir de ese momento mi vida literaria cambió. De mi primera incursión en lo fantástico debo mencionar el volumen de cuentos “Después de la gaviota”, cuya aparición en 1968 fue saludada con palabras de Jorge Edwards: “Después de la gaviota se impone por su fantasía auténtica y manejo del lenguaje. Porque crea un mundo muy personal y variado”.

Actualmente cuando me enfrento a la cuartilla en blanco (es un decir, en realidad a mi computadora), en mi trabajo se mezclan las dos opciones: lo fantástico y lo realista.

AA. Hay quien tacha a la actual narrativa cubana de repetitiva en su realismo quejumbroso… ¿qué opinión le merece esta afirmación? ¿Goza de buena salud la literatura nacional?

JLF. Es cierto que muchas personas opinan que entre los escritores cubanos de hoy no existe un relevo para mitigar la ausencia física de una pléyade de novelistas como Alejo Carpentier, Lino Novás Calvo y José Lezama Lima, o de grandes poetas como Eliseo Diego, Dulce María Loynaz, Nicolás Guillén y Fina García Marruz, entre muchos otros.

Aunque es cierto que actualmente existe entre nosotros (desiderátum del realismo socialista) una “narrativa repetitiva en su realismo quejumbroso”, como usted señala, también están surgiendo en las dos riberas, en la Isla y en el exilio, obras prometedoras, de apreciable fuerza y esplendor. Y para nuestro regocijo, entre los eximios de la “etapa anterior” todavía está vivo, y creando, uno de los grandes: Lorenzo García Vega.

AA. Usted es un ejemplo de lo que el narrador Manuel Gayol Mecías ha llamado “la imperiosa humildad” de la grandeza, en un ámbito (el cubano) en el que precisamente no es común la moderación. También es usted un espiritualista, si cabe el término. ¿Cree que afecte la vanidad o el ego desmedido de un escritor la calidad de su obra, o por el contrario la fortalece?

JLF. Todos tenemos ego, a veces desmedido: los políticos más que nadie; algunos escritores mediocres también. Pero lo imprescindible es amordazarlo para no caer en el ridículo. Existe un antecedente histórico para evitar el pecado de la desmesura: al emperador divinizado de Roma siempre lo acompañaba un esclavo para recordarle que era mortal.

AA. Krishnamurti me parece un pensador clave en estos tiempos de desorientación referencial, y usted lo ha leído exhaustivamente. ¿Cree que sigue vigente?

JLF. Hablando de ego, Krishnamurti es un buen ejemplo de haber evadido el pecado de la desmesura. Casi como en una leyenda, se dice que, de niño, Jiddu Krishnamurti vagaba por una playa de Telugu, el pueblo de la India donde nació, cuando fue divisado por Charles Leadbeater, una de las cabezas visibles de la Sociedad Teosófica Mundial, quien advirtió que el aura de aquel niño tenía el esplendor del aura de un Mesías, “el aura más maravillosa que jamás había visto”. En consecuencia, Leadbeater le solicitó al padre del pequeño Jiddu el permiso para ocuparse de la educación de su hijo, a lo que éste accedió. Años después, Leadbeater y Annie Besant anunciaron que Krishnamurti era el “vehículo” que utilizaría a nivel planetario el Instructor del Mundo, y comenzó a ser reverenciado como una encarnación de Maitreya, el Mesías cuyo advenimiento aún se sigue esperando.

Pero un día, para sorpresa de todos, Krisnamurti, visiblemente incómodo con la publicidad desplegada en torno a él, declaró que no quería ser motivo de veneración, que no quería seguidores, porque –subrayó-- “en el momento de seguir a alguien, las personas dejan de seguir la verdad”.

Una escritora que se entrevistó en numerosas ocasiones con él, dijo que Krishnamurti nunca había dicho en su presencia una sola palabra de sí mismo, nunca se había referido a ninguna experiencia personal, nunca había manifestado un solo movimiento del “yo”. ¿No tiene una enorme vigencia aleccionadora en nuestros días la actitud de un hombre que no se dejó endiosar?

AA. Seguramente… Para un escritor de las características de José Lorenzo Fuentes, además un metafísico, se impone la pregunta de las preguntas: ¿Quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos?

JLF. Durante años he estado formulándome esas mismas preguntas. Ahora, con el paso de los años y después de infinitas lecturas, me atrevo, abusando de su paciencia y de su tiempo, a intentar algunas opiniones, fertilizadas por la versión bíblica de los ángeles caídos. En el principio de los tiempos, ya se sabe, ocupábamos un lugar alrededor del Trono de Dios: por desobediencia o por arrogancia fuimos despojados de ese privilegio, y mientras descendíamos éramos sólo energía que buscaba transformarse en materia para empezar a extinguir nuestras culpas. ¿Y cómo la energía se transforma en materia durante la involución? Incorporando sentimientos y emociones a nuestro ser. Los campos morfogenéticos –es decir, las plantillas que hacen visibles nuestros próximos cuerpos, tal como un arquitecto elabora los planos de un nuevo edificio-- representan la fuerza formativa que a partir de un embrión crea la forma biológica destinada a diseñar la singularidad del nuevo ser. Ése es el momento en que el ángel caído al adoptar la materia –un cuerpo físico-- empieza su largo proceso evolutivo, transitando (y aquí concordamos con la teoría hindú) todos los chakras. En esos chakras, en efecto, se acumulan todas las informaciones hereditarias que debemos modificar para volver a ser lo que fuimos y ocupar de nuevo, mediante sucesivos saltos cuánticos, el sitio que nos corresponde, con todos los atributos de la divinidad.

Y en esa etapa estamos ahora, estimado Añel, usted y yo, y según el filósofo indio Sri Aurobindo, todos los habitantes de este planeta. Hacia ahí vamos, hacia una expansión de la conciencia que permita la comunión íntima con Cristo, o el acceso a la Unidad, a la Trascendencia de los Sufis, o hacia el estado supramental, para recuperar la carne imperecedera de los dioses.

En efecto, Sri Aurobindo enfatizó que la fase actual de la evolución humana está investida de la capacidad para hacer representaciones físicas de lo supramental. Aurobindo definió la etapa de la involución como “el descenso de los dioses”, es decir, de los arquetipos (Zeus, Atenea, Neptuno, etcétera), hasta manifestarse en el plano físico. Cuando a todos nos sea posible hacer una representación física de los arquetipos supramentales --del amor, de la justicia, de la belleza, de la sabiduría-- habremos dado el salto cuántico hasta nuestra perfección espiritual y --¿por qué no?-- hasta ocupar un cuerpo físico no sólo capaz de experimentar la longevidad sino también la inmortalidad.

Texto y foto que tomo de Neo Club Press.
Entrevista de Armando Añel a José Lorenzo Fuentes