La utilidad de un Tabla
Por Denis Fortún
A mediados del año ochenta y nueve -del siglo pasado- Armando de Armas me confesó en Cienfuegos que estaba escribiendo una novela. Luego de saberlo, no dejaba de sorprenderme su cambio y creía yo se iba poniendo muy “raro” mi socio de las andadas. Lo que pasaba a su alrededor, sin preocuparle el sitio o la hora, se empeñaba en escribirlo ya fuera en una servilleta, un cartucho, una hoja o hasta un pedazo de cartón. Simplemente, me aseguró semanas atrás entre vinos y buena mesa en casa de Idabel y Añel -en lo que celebrábamos su publicación en España-, tomaba notas porque no quería olvidarse de lo que sucedía en su entorno más inmediato. Dos años más tarde –y de ese mismo siglo-, para ser más exacto en el “Café Cantante” que está en Prado y San Fernando, le escuché decir a otro amigo que se leyó en su totalidad una de las primeras versiones del manuscrito de La Tabla, que ésta podía definirse como la novela de la revolución cubana. Claro que entendí las buenas intenciones o el “trecho local” que este “ecobio ilustrado” pretendía darle de manera apasionada al enorme mamotreto que escribió De Armas en medio de una clandestinidad surrealista, con las herramientas más increíbles y a bolígrafo puro. Sin embargo, aunque no estuve conforme con la denominación al intuir en aquel entonces que tal “alias” podía prestarse a confusiones, un exceso de “sentido común” -algo no muy común en mí- me hizo que no refutara abiertamente la opinión de este amigo por el hecho, adicional, de yo no haber empezado a leerla siquiera e, igualmente, por la cantidad de cervezas que nos habíamos bebido.
Pero casi veinte años después (con permiso de Dumas y Gardel), al leer su versión impresa del otro lado de la orilla, pienso en los personajes que la componen, reales su gran mayoría, dispersos ahora por el mundo una buena parte; en los escenarios en que se desenvuelve y asumo, o subrayo en todo caso, que se trata de una crónica que nos muestra la realidad más representativa de aquellos que son considerados marginales dentro de esa revolución por el único acto de no simpatizar y comprometerse con esa “cantera forjadora de hombres novísimos” a los que les anularon su personalidad y convirtieron en un ente monolítico de apariencia independiente, pero colectivista y repetitivo en la práctica.
De La Tabla se puede hablar mucho desde la perspectiva de su redacción y, como otros que la han reseñado antes, no quiero dejar de mencionar que no conozco de antecedentes en la Isla. Considero se desmarca del contexto literario cubano al componerse de dos enormes párrafos de cuatrocientas y tantas páginas que se dividen asimismo en dos aparentes capítulos -que no lo son- en los que el punto y coma, la coma, la retrospectiva y el juego irreverente, ponen al lector en la encrucijada de practicar el ejercicio de la memoria por la obligación de no dispersarse en lo que aparenta ser una constante conversación del personaje, o la opción de renunciar al libro si se carece de interés o paciencia. La primera opción nos obliga a una tolerancia que se agradece al finalizar la novela, por encontrarnos con una especie de “collage” al transitar desde el ensayo hasta la ficción más desgarradora y enconada; lo que presupone un viaje que se asume como un acto que habremos de recorrer, pues “allí” todo es posible.
Ahora, al leerla, reconozco que, mientras me sentía ir loma abajo y sin frenos en una destartalada bicicleta y a una velocidad poco aconsejable, o peligrosa, no podía sustraerme a redescubrir cada “espacio de la ciudad y sus gentes”, en los que se desarrolla una buena parte de la historia de Amadís. La historia de un tipo cualquiera cuya vida transcurre en otra suerte de “velocidad” muy dada al vértigo, que resulta al final un mentís morbosamente lento, cruel, al representar la carencia de un destino. Lo cual se traduce en una falta total de alternativas porque las oficiales, las únicas, carecen de su completo interés.
Armando se nutre de lo vivido en el “noche a noche” de un Cienfuegos provinciano con sus “mayores revolucionarios” sentados en los portales, o aceras de las puertas de sus casas, para refrescarse con la brisa de la bahía y disfrutar también de la poca luz de las farolas de la calle, en lo que se mecen en sus sillones y saludan a cualquiera que les pase por delante con refinada (o afrancesada) cortesía. Pero no se queda ahí, en esa superficie de aparente tranquilidad o sumisión. Debajo del fardo de esas calles rectas y en perfecta simetría habitan “los hijos” repletos de frustraciones, vicios que se suponen erradicados, y una sola esperanza: la de escapar. Así nos “inventa” una novela que recoge su adolescencia, su niñez, su juventud, la primera adultez y, sin orden, escribe lo ya “escrito” por esos que habitan junto a él en un pequeño emporio decimonónico bien retorcido, inmersos todos en una realidad “kafkorrevo” -un adjetivo que me he inventado y con el que pretendo describir a Cuba en general- en la que Amadís se mueve preparando siempre el anunciado escape al amparo de un círculo estrecho y de confianza, pues los “chivas” acechan. Ello deriva en un comportamiento obseso, lo cual “marca” al personaje como un marginal; o mejor para “ellos”, en figura más utilitaria y legislativa, como un animal contrarrevolucionario.
Hablo de una novela que para nada canta al patriotismo exacerbado o pretende ser una denuncia, cuando en efecto lo es por lo que nos narra. Una novela que enseña muy desde la catarsis, por las propias vivencias del autor, las de un joven que decide apartarse de esa forja que no comparte sus “criterios” porque sus aspiraciones están lejos de la epopeya, son simples y personales, y esa patria vampira a la que ha de entregársele la vida si es preciso, sin recibir nada a cambio, que se resume en la figura de su líder, es un ente deformado, intangible, nada afín a su cosmogonía personal. Por lo que el camino que le queda es esa marginalidad en tránsito a la que hacía referencia y se relata en la novela con definida imagen.
Un viaje que empieza en La Habana con destino a Cienfuegos, en el que Amadís va al lado de una puta con marcado gusto por “hacerlo en un tren”, y que finge concluir en el cabaret Guanaroca del Hotel Jagua -digo finge porque esa innegable escapada espera-, se me antoja una foto mural que recoge los vicios, los supuestos alientos, de una juventud para nada revolucionaria, que ha aprendido desde muy temprano que la dualidad es un modo de supervivencia. Una juventud que después de finalizado “el show” se mueve muy distante -con cierta “libertad” pudiera decirse irónicamente- de ese espectro de simulaciones que, de mostrarse sin hipocresía, tal y como sucede en ese espacio cerrado, sería estigmatizada cual lacra por sus actitudes muy contrarias al proyecto. Todos en medio de la oscuridad y recreando luces estroboscópicas como única opción de burla a quien los margina y pretende le obedezcan y les prohíbe vayan a sitios sólo para el disfrute de extranjeros, “capitalistas repudiables” que vacían sus carteras, lo que al final es lo que importa.
Un lugar repleto de lentejuelas y ron es el pretexto entonces para “robarse” una novela que imagino Armando descubrió en sus paredes, en sus cortinas, en el sudor abundante de sus habituales –no se encienden los aires acondicionados si no hay turistas-, en la libido de hombres deseando a mujeres que a su vez desean a otras mujeres, y todos deseando no estar. En los porteros que hay que sobornar –o agredir- para que te dejen disfrutar un buen rato. En la piel de las bailarinas cómplices de una rutina repleta de malolientes y zurcidos trajes, gastada coreografía por el cansancio de noche a noche marcar los mismos pasos, con poco salario, mirando siempre con “coqueta postura” a las mesas donde esté sentado un “yuma”, pues el “pepe” representa una esperanza. En los atriles de una orquesta en ocasiones desafinada acompañando a cantantes que te piden a través de señas o chistes les guardes un vaso de ron para bebérselo al finalizar el “espectáculo”, entre las piernas de “jineteras informantes”. O en los uniformes negro y blanco, y con lacito, de camareros dispuestos siempre a robarte en lo que te señalan con el dedo a unos oficiales del MININT a los que para nada les preocupa se sepa su identidad: su desfachatez es, según ellos, un gancho para la “conquista” en cada una de las dimensiones de una sociedad como esa.
Una novela que me atrevo a apostar -a pesar de no ser yo muy atinado en pronósticos- se ha ganado un espacio dentro la literatura cubana contemporánea por lo que representa, y que bien puede marcar la diferencia al darnos una probabilidad distinta. Su estructura literaria, reitero, la hace completamente novedosa en medio de un paisaje desgraciadamente preventivo, avisado en muchas ocasiones. En medio de una literatura cubana que está divida a todas luces por lo que cuenta: la de “allá”, muy tibia cuando otros la resumen como atrevida y excepcional, que apenas si llega al borde de lo contestatario (ciertamente una letra edulcorada, mayoritariamente apologética, y mutilada en su generalidad al caer en manos de las editoriales oficiales); y la de acá: cruel, desgarradora, por desgracia veraz y muy poco publicitada, pues para muchos no es “políticamente correcta”.
Una Tabla utilitaria por la historia misma que cuenta, que en cada cubano que sale de la Isla es personal y a la vez común. Una realidad que lacera, desarraiga y merece ser denunciada incluso con las herramientas de la ficción, que inevitablemente se alimenta de la existencia.
En la foto que ilustra este post aparecen Armando de Armas y Denis Fortún en la época de la escritura de La Tabla.