Por Michael Sixto
Salpicada de rocío la vi arrastrarse por entre la densidad de la noche a punto de fenecer. Cargando su sabiduría de padeceres y glorias, de palabras cojas y frutos a punto de pudrir, la encontré con frio pero sin miedo. Allí, en el lugar al que solía acudir cuando su hambre de rebeldía no era saciada por el pan a medio hacer (que como un pergamino viejo y mohoso recordaba la musiquilla de antaño) la descubrí con la única pieza que luciera en el baile: hermoso collar hecho de conchas y caracoles.
Decidí pues recoger su mismo polvo, su misma noche en su misma plaza, esa que abandonara un día pero que fija en su lugar de estar la recibiera siempre, brazos abiertos, con esa sabia contemplación de una buena madre hacia su hijo desvalido. Me prendí a su mirada suplicante y desnuda, aticé mi espíritu humano y le topé su mitad flaqueante.
Allí, clavada como un testimonio olvidado en aquel amasijo de botellas vacías, ángeles desnudos y fotos borrosas que era su corazón (único cómplice de la locura) juró silencio y se dejó llevar.
Descubrí entonces humedad en su mejilla, temblor en su cuerpo, resequedad en sus labios… ocultos padeceres; huellas que la lluvia o el tiempo no son capaces de borrar; manchas de sangre que con falsos besos, vanas riquezas y momentáneo poder no desaparecen de las cuarteaduras de unas piernas tan perfectamente moldeadas que ahora sufren por llevar sobre ellas el peso de una muralla recién derrumbada.
Las torres se alejan, el banco continúa siendo cómplice y el barro de moldear se compacta reseco en la nada del desconsuelo. Ya es tiempo; sin miedo, como los mendigos, tu alma debe ser devuelta a los hombres… mañana recordarás cómo se ofrece la vida a la muerte.
Su voz amarilla o rosada (todo lo que recuerdo) ha dejado de alborotar la ciudad en noches vestidas de negro y salpicadas de rocío, mas su aliento, su desesperación, su desatino, sus pies como cansados y aquel soplo de brisa fría, han quedado incrustados en las paredes porosas y jadeantes de aquella habitación marchita en la que, a cambio de nada, había bailado para mí
Salpicada de rocío la vi arrastrarse por entre la densidad de la noche a punto de fenecer. Cargando su sabiduría de padeceres y glorias, de palabras cojas y frutos a punto de pudrir, la encontré con frio pero sin miedo. Allí, en el lugar al que solía acudir cuando su hambre de rebeldía no era saciada por el pan a medio hacer (que como un pergamino viejo y mohoso recordaba la musiquilla de antaño) la descubrí con la única pieza que luciera en el baile: hermoso collar hecho de conchas y caracoles.
Decidí pues recoger su mismo polvo, su misma noche en su misma plaza, esa que abandonara un día pero que fija en su lugar de estar la recibiera siempre, brazos abiertos, con esa sabia contemplación de una buena madre hacia su hijo desvalido. Me prendí a su mirada suplicante y desnuda, aticé mi espíritu humano y le topé su mitad flaqueante.
Allí, clavada como un testimonio olvidado en aquel amasijo de botellas vacías, ángeles desnudos y fotos borrosas que era su corazón (único cómplice de la locura) juró silencio y se dejó llevar.
Descubrí entonces humedad en su mejilla, temblor en su cuerpo, resequedad en sus labios… ocultos padeceres; huellas que la lluvia o el tiempo no son capaces de borrar; manchas de sangre que con falsos besos, vanas riquezas y momentáneo poder no desaparecen de las cuarteaduras de unas piernas tan perfectamente moldeadas que ahora sufren por llevar sobre ellas el peso de una muralla recién derrumbada.
Las torres se alejan, el banco continúa siendo cómplice y el barro de moldear se compacta reseco en la nada del desconsuelo. Ya es tiempo; sin miedo, como los mendigos, tu alma debe ser devuelta a los hombres… mañana recordarás cómo se ofrece la vida a la muerte.
Su voz amarilla o rosada (todo lo que recuerdo) ha dejado de alborotar la ciudad en noches vestidas de negro y salpicadas de rocío, mas su aliento, su desesperación, su desatino, sus pies como cansados y aquel soplo de brisa fría, han quedado incrustados en las paredes porosas y jadeantes de aquella habitación marchita en la que, a cambio de nada, había bailado para mí