Lo sé, porque lo viví de cerca. Muchos profesores universitarios, investigadores, historiadores, intelectuales en general a los que conocía; trabajadores del llamado polo científico en la provincia; médicos, se desgañitaban todos por conseguir un viaje al extranjero.
Una beca en cualquier universidad alrededor del mundo, preferiblemente en Estados Unidos; una oportunidad en España, Brasil, México. Una misión, ya fuera en África o America Latina -sin importar cuan intricado estuviese el susodicho consultorio-, venia a representar la “consagración de una largamente esperada primavera”.
¿El idioma? No importaba si sabías o no. Cursos de preparación relámpago se conseguían, se mandaban incluso a buscar a Miami. Hasta el sincretismo jugaba un papel importante, y lo más increíble, tratándose de "personas muy cultas" y supuestamente ateas. Lucha que terminaba en uno que otro “trabajo” que habría de depositarse luego al borde de una linea de tren, o al amparo de una ceiba, para “congelar” a esa lengua peligrosa, dispuesta a joderte; o lo mismo, con tal de inmovilizar a un potencial competidor, derrotar a un enemigo declarado, o tal vez a aquel que aún no se conocía su posición, pero que igual no era confiable.
El polvo, la gallina prieta, la oración, la traición y cuanto ayudase al buen desenvolvimiento para materializar el ansiado viaje, muchas veces para no volver, era la primera regla a obedecerse con tal ganar el premio. Vale todo, y no precisamente lo bueno.
Leyendo en Neo Club un artículo de Guillermo Fariñas sobre el triste asunto, me he recordado de muchos que finalmente realizaron su sueño y ahora los sé en Europa, Canadá, o aquí mismo en los Estados Unidos. De otros, que todavía esperan tan siquiera la invitación de un amigo, y se consumen literalmente en medio de la más absoluta desesperanza.