por Armando de Armas
Cuando mi hijo Andy arribó de la isla a Miami, apenas un adolescente, la primera película que me hizo rentar fue Scarface y en Milán, recientemente, el periodista que me entrevistó para el noticiario de la televisión ruso-búlgara, un joven búlgaro, se me presentó a la manera de un saludo que, virando la boca en un rictus matonesco, no era otra cosa que el antológico parlamento del famoso marielito, I'm Tony Montana! You fuck with me, you fuckin' with the best!
Y es que Tony Montana y José Martí serían los nombres más universales ofrendados por la isla, personaje ficticio sustentado en la realidad el primero, personaje real sustentado en la ficción el segundo, entelequias atemporales ambos, perverso el uno, patriótico el otro, una y la misma cosa quizás, opuestos que se complementan, obnubilados ambos, por la cocaína el uno, por el romanticismo decimonónico el otro, matadores, dadores de la muerte ambos aunque, a fuer de sinceros, Martí más que Montana, las muertes emanadas de la guerra de Montana serían una bicoca, si las comparamos con las muertes emanadas de la guerra de Martí. En fin, tampoco es para quejarse, que de Martí y Montana estamos hechos, deshechos, que Martí y Montana somos o, al menos, que por Martí y Montana estamos representados y, ya sabemos, vivimos más en la representación que en la presentación, en la imagen que en la cosa imaginada, en la virtualidad que en la vida; con Internet hemos topado.
Ese triunfo de la imagen, de Montana en el imaginario no ya isleño sino internacional, vendría a explicar que treinta años después, Scarface, un verdadero hito de la cultura popular no en Cuba sino en Estados Unidos, vuelva ahora para estremecer nuevamente no a las pantallas, sino al público ávido de emociones fuertes frente a la pantalla, público anodino en una era anodina, en crisis pero anodina; en busca de adrenalina. Scarface regresa a las salas de los cines estadounidenses desde el 31 de agosto y lo hace, por primera vez, en el sistema Blu Ray.
Pero, para hablar de Sacarface debemos hablar de la menos famosa, pero más fidedigna, Cocaine Cowboys, un filme documental, dirigido por Billy Corben y producido por Alfred Spellman, un filme que ningún residente del sur de la Florida debería perderse; pero especialmente no deberían perdérselo los cubanos. El documental aborda la sangrienta guerra entre los jinetes de la droga en los años setenta y ochenta del siglo anterior en Miami; mediante entrevistas a periodistas, políticos, policías, abogados, fiscales, traficantes de drogas y sicarios de los carteles, participantes todos, desde sus disímiles ángulos y ocupaciones, en los hechos narrados.
De las secuencias del filme sale la realidad de un Miami a un tiempo oscuro y luminoso, un sitio inusitado; una ciudad que muchos no conocieron y que muchos más prefieren olvidar. Unas historias escabrosas y sangrientas, en verdad como las historias de todos los mitos fundacionales, que situaron a la otrora soñolienta ciudad en el mapa del mundo y la dotaron, para bien y mal, de una indeleble identidad.
Pero, decía que es un filme que especialmente no deben perderse los isleños y es que el mismo, involuntariamente, hecha por tierra al menos dos de los más socorridos mitos, estos no fundacionales sino propagandísticos, acerca del Miami cubano. El primero hablaría del control del tráfico de estupefacientes por grandes y despiadados capos cubanos, tal como lo recrea el mencionado Scarface de Brian De Palma, escrito nada menos que por ese fan de Castro y Chávez que es Oliver Stone, con la actuación de Al Pacino, Steven Bauer y Michelle Pfeiffer. Pero la realidad que muestra Cocaine Cowboys es otra, el ego nacional isleño llorando y por el piso, pues ni uno solo de los duros y señeros sicarios, capos y transportistas de la droga serían cubanos, sino norteamericanos y colombianos bajo la égida de la familia Ochoa de Medellín; no es que no hubiesen sicarios, capos y transportistas de la droga cubanos, que los había y buenos, pero ninguno se acercaría siquiera a la excelencia de los aparecidos en el documental; mucho menos a la excelencia del marielito nombrado Scarface.
De hecho, el único cubano medianamente destacado en Cocaine Cowboys es un psicópata negro, recién llegado por el éxodo del Mariel, que a sueldo de una brutal baronesa colombiana de la droga, conocida por la Madrina, asesina a bayonetazos a un capo, también colombiano, nada menos que en la zona de Aduanas del Aeropuerto de Miami a plena tarde y ante los asombrados, asustados ojos de todo el mundo, pobre diablo sin clase, como le define un ex oficial norteamericano de la DEA al compararlo con otro sicario originario de Colombia, pero criado en Chicago.
El otro mito echado por tierra es el de la violencia implantada por los cubanos en Miami, específicamente por los marielitos, y no es que los cubanos no hayan aportado su dosis de violencia a Miami (desde la generada por los grupos revolucionarios desovados de la isla por obra de Fidel Castro, éste sí revolucionario y violento, en los años sesenta y setenta, hasta la generada por las huestes del Mariel en los ochenta), es que no se puede comparar a la guerra desatada en Miami por los jinetes de la cocaína bajo las órdenes de los capos colombianos. Y no es que los cubanos, mayoritariamente marielitos, no mueran y maten en esta guerra por el control del polvo blanco, es que ellos vienen a sumarse, casi siempre como matones de fila, a una escabechina que ha empezado mucho antes de desembarcar ellos en Cayo Hueso. La primera gran balacera de esa guerra tiene lugar el 11 de julio de 1979 en el Dadeland Mall de Miami y los primeros refugiados del Mariel llegarían a Miami el 23 de abril de 1980, es decir, nueve meses después de la carnicería del Dadeland Mall.
Acá se impone una pregunta: ¿y si ello es así por qué Sacarface es un cubano marielito y no un colombiano espalda mojada? La verdad, no sé. Pero se me ocurre que tal vez la propaganda machacona de los órganos de difusión castristas, más sus ecos conscientes e inconscientes en el exterior, tuvieron que ver en la decisión. No olvidemos que desde 1959 Castro ha venido calificando a los cubanos que huían de su paraíso proletario al infierno de Miami como lumpens, delincuentes, drogadictos, escorias y gusanos, de hecho ese humanista y tolerante que dicen que era el poeta Mario Benedectti llamó, poco antes de morir, gusanos a los cubanos de Miami y, por si fuera poco, otro tanto hizo unos meses atrás, en relación con el affair Juanes, ese otro humanista y tolerante, cómo sino, el cantante español Víctor Manuel. Se me ocurre también que tal vez la ideología imperante en Hollywood tendría algo que ver en el asunto. Por lo pronto, no sé me ocurre una película de Hollywood cuyo protagonista sea un mafioso judío recién escapado de la Alemania nazi, o un mafioso chileno recién escapado del régimen de Augusto Pinochet.
Y ya que entre filmes de mafiosos andamos, en Gomorra, la más reciente y probablemente mejor película sobre el hampa de Scarface para acá, una descarnada historia sobre la índole y la intríngulis de la Camorra Napolitana, dirigida por Matteo Garrone y basada en un libro del joven escritor Roberto Saviano, vemos que los matones adolescentarios de la Camorra, mucho más violenta y despiadada que la Mafia Siciliana y, por supuesto, muchísimo más violenta y despiadada que la Mafia Italonorteamericana, tienen como ideal de héroe nada menos que al antológico marielito conocido como Scarface. La realidad que alimenta a la ficción, pero también la ficción que alimenta a la realidad. Interacción entre la una y la otra hasta arribar al punto en que nunca sabremos que determina qué; si la ficción a la realidad o la realidad a la ficción.
¿Es eso malo para los cubanos? ¿Debemos los cubanos enfurecernos por eso? Probablemente no sea ni lo uno ni lo otro, sino que es; es y punto. Y por tanto, no queda otra que asumirlo, vivir con ello. Y, pensándolo mejor, pudiera ser hasta bueno. Muchos cubanos de Miami se habrían salvado de ser asaltados, o muertos, por obra de un hampón gracias a la mala, buena fama que le otorgaría el personaje de Scarface. ¡No te metas nunca con un cubano!, dicen que dicen los afroamericanos duros desde Scarface para acá. Yo mismo, hace muchos años, sobreviví como secuirity gard en uno de los más violentos barrios negros de Miami gracias a Dios y a mi suerte, primero, pero gracias también, quizás, a los réditos de la fama que me corresponderían por formar parte de la orgullosa tribu de Scarface.
El mítico actor Al Pacino ha dicho recientemente a la prensa, con motivo de la vuelta victoriosa de su personaje, que “Tony Montana es como Ícaro. Lucha y se esfuerza por alcanzar el sol, se atreve a ello, y eso es algo que vive en el interior de todos nosotros. Nos representa de alguna manera. Nos da algo con que identificarnos”. Acá, en esta frase, vuelven a interrelacionarse Montana y Martí en el sentido de que ambos apuestan por una utopía, personal la de Montana, colectiva la de Martí, individualista la del uno, gregaria la del otro, empresarial la primera, socialistoide la segunda, y si Montana pretende fundar un imperio sobre el polvo níveo, Martí pretende fundar una nación sobre el polvo de callejones sin cuento. Ambos mueren a balazos. El uno disparando la metralleta sostenido por un montón de cocaína en su luminosa, lujosa mansión. El otro disparando el revólver sostenido en su caballo en un oscuro, pobrísimo rincón de su país. El uno porta un grueso anillo de brillantes. El otro porta un grueso anillo de hierro. El uno apuesta por la vida y no teme a la muerte. El otro apuesta por la muerte y en ella se regocija. Pistolero el uno. Poeta el otro. Tristes, trágicas existencias ambas. Imagen de familia. Montana y Martí mueren, matan cada día enfurruñados, envueltos en el humo de la pólvora y en sus negros trajes de blancas pecheras manchadas de sangre, Miami y Dos Ríos unidos en la ficción del tiempo.
artículo que tomo de Martí Noticias