En
el apartamento donde crecí, en La Habana, Los Pastoritas de Nuevo Vedado para ser más exacto,
muy próximo a los cuartos existía una abertura de unos ochenta centímetros de
ancho y unos ocho pies de altura, que no era visible desde la sala. Para muchos
de los que vivíamos en ese tipo de edificio, a los adultos me refiero, el
espacio finalmente se convertía en un closet, algunos cerrados con una puerta, estos los mas “sofisticados”, y otros, los más sencillos, con una simple cortina. Un
lugar que sugería una utilidad poco común, como no fuese la de guardar un
secreto por lo disimulado de su posición, y que cada vecino le daba el uso que
mejor consideraba.
En
mi casa, debido a la cantidad de libros y revistas, se colocaron varios
entrepaños y el susodicho punto se convirtió inicialmente en un librero con
una funcionalidad anexa: en el piso se guardaban zapatos sobre una parrilla de
madera que hacia las veces de base para dejar el calzado, el mío, mis "colegiales", que
regresaban diariamente sucio, llenos de fango, debido a la construcción de los
nuevos edificios de doce plantas que proliferaron como una virosis alrededor de
“Los Pastoritas”, una época donde los fieles revolucionarios amantes de su venerado
líder, en su desafuero daban por hecho que la Isla iba a convertirse en una suerte de milagro japonés, y sí que se lo creían estos fervientes revoulucionarios. Y ya en la cima, pegadito al techo, en mi caso, y en mi casa, existia una suerte de extension muy pequeña de una iglesia, era el sagrado y clandestino espacio de la casa para la veneración de La Santa. Y es que, luego de una buena cantidad de libros, que
hoy agradezco haber conocido en mi primera infancia, que después me acompañaron
hasta mi juventud, y que lamentablemente no me los leí todos, al tope de este paréntesis de concreto, como quien busca estar así más cerca
del cielo, se coronaba con un altar a Santa Bárbara.
Una imagen de yeso de la venerada Santa, una vela que se le encendía en reiteradas ocasiones, los 4 de diciembre especialmente, una linda copa roja llena de agua, fueron para mí los primeros atisbos de cierta desobediencia civil en una sociedad supuestamente materialista y atea; o mejor dicho, la primera y gran confabulación que establecí con mi abuela.
Ella,
mi abuela, me decía que le pidiera cosas buenas para nosotros, cuando yo
observaba a la Virgen no sin cierto temor; que le mostrara respeto, amor, pero
que no podía comentar de su presencia con ninguno de mis amigos. Por supuesto, para un niño de
siete u ocho años aquello resultaba fascinante. El misterio que una mujer
poderosa y bella, que por si fuese poco cargaba con una espada y estaba junto a Dios, y mejor aún,me protegía, me daba esto la
seguridad que nada malo iba a suceder.
Por otra parte, la responsabilidad de guardar
aquel secreto, que me invitaba asimismo a que abriese la cortina que
funcionaba como puerta, más para evitar miradas indiscretas que por seguridad,
y pedir por las más increíbles cosas que pretende un niño, representaba igual
un peso enorme.
Recuerdo que sentía como La Santa me miraba desde la altura que ocupaba, que en ese entonces se me antojaba inmensa, en lo que yo rogaba por cosas buenas para mi familia, como me había enseñado mi abuela, y cosas buenas para mi, lógicamente, que un niño puede desear. Y así fui creciendo, también repleto de complicidades con la hermosa virgen, intentando guardar el secreto -decir que tenía una Santa que me cuidaba no era lo suficiente revolucionario, incluso resultaba peligroso-, asumiéndola como un miembro más de la familia, disfrutando como mi abuela conversaba con ella todos los días muy dulcemente, y otros, le peleaba reclamándole algún milagro pendiente; eso sí, siempre con sumisión, con respeto, y por supuesto, su velita encendida.
Sin embargo, una vez, y no recuerdo hoy por qué razón, finalmente no guardé el secreto como debía, hermético, incumpliendo así la promesa a mi abuela, y le confesé muy orgulloso a un amigo del barrio -negrito para más señas-, que yo gozaba de la protección de una Santa con una espada enorme, de nombre Bárbara, la Bendita.
Su respuesta para mí fue una ventana por la que descubrí la mágica dualidad que nos asiste como nación, y
para bien, de la que, además, hoy yo participo con fe y orgullo. En su apartamento, en el mismo
sitio, cerrado igual con una cortina, a él lo protegía un negro fuerte y temerario, con un hacha, que se llamaba Changó.
Hoy, 4 de diciembre, ya sea Espada o Hacha -no importa si en La Habana o Miami-, el día le pertenece a ellos. Y mientras escribo estas líneas contemplo con regocijo, encima del librero que está justo a mi derecha, como la llama de una vela roja brilla alumbrando su hermosa imagen, acompañada por una manzana roja.
Post que escribiese para FJ en diciembre del 2009
Hoy igual la vela está encendida...