Jorge Luis Llopiz, y su hijo Llópiz-Forján de ForjanGallery.com
quien fuese el autor de la portada de Nieblas
Vista parcial de la presentación en Aluna Art Foundation
Denis Fortun y Jorge Luis Llopiz
Nieblas
Novela de Jorge Luis Llopiz
Por Denis Fortún
Por Denis Fortún
Estoy convencido, un par de años
atrás mi elección habría sido diferente. Sin embargo, hoy, si me pidieran un
listado sobre las posesiones más significativas que debemos mantener a como dé
lugar a lo largo de nuestras vidas, circunscribiría sin titubeo alguno a la memoria
como el patrimonio de mayor retribución.
La novela que presentamos comienza
con un exergo de Marcel Proust, y dice: Durante
un tiempo existió en mí un yo que
deploró perder esas riquezas, y pronto me di cuenta de que la memoria, al
retirarse, se llevaba también aquel yo.
Leer Nieblas (Editorial
Nosotros, 2015) de Jorge Luis Llopiz, ha sido para mí una acción que por
momentos se me antojaba complicada, y que ha terminado siendo una experiencia
gratificante. Hablo de una historia conmovedora, que del mismo modo me
corresponde pugnar, y que como toda
historia con zonas sobradamente intensas, duele; que como toda historia que se somete a escudriñar la vida
misma, también nos roba una sonrisa, nos invita a la compasión; implícito el
acto de reflexionar, molestarnos y hasta estremecernos.
Nieblas para mí fue una suerte de desafío debido a una realidad desgarradora con la
que tuve que lidiar durante casi dos años, drama que no es una prerrogativa
únicamente mía; son muchos los que han padecido este calvario; demasiados los
que quedan por desafiarlo. Y confieso, hubo un momento en que estuve a punto de
cerrar mi laptop (leía la versión en PDF) y decirle a Llopiz que no quería
presentar su novela. Habita en mi memoria, y de manera permanente, la imagen
del deterioro de una mujer imprescindible en mi vida, irremplazable, sufriendo
ella la "enfermedad del olvido", y todos a su alrededor sin saber qué
hacer, qué figurarse, para redimir su alienación, recuperar su buen humor y su
sonrisa. Nada más desgastante, atestado de resentimientos, que la impotencia
que te corroe al ver la angustia de quien uno adora.
Cuán doloroso es no acordarse de un
nombre, de un amor, el rostro de un hijo, dejar de reconocerse uno mismo; no
saber nombrar las cosas; olvidar un minuto, sea de felicidad —el más
socorrido—, o de tristeza, por el que transitamos una vez o más. Y lo peor,
cuan punzante es estar inhabilitado para incorporar nuevos recuerdos, y prime
esa predisposición a aislarnos; que la mirada ocupe una franja que otros ojos
jamás lograran descifrar donde se ubica; perder la noción del tiempo y el
espacio.
Y es que la memoria, de naturaleza
intangible su uso a pesar de sustentarse en hechos perceptibles, experimentados
—que reitero, es de los tesoros a los que se le ha de rendir mayor tributo— aun
cuando hay pasajes de nuestras vidas que escogeríamos dejar a un lado, no hay
dudas que viene a ser la certeza de que hemos existido, no ya como quisiéramos,
pero si para probarnos que formamos parte de algo que finalmente valió la pena,
trascendental.
Haciendo mía la reflexión del
protagonista, si Dante al escribir su Divina
Comedia, en el primer cántico, Inferno, hubiese agregado un círculo, el décimo, describiendo el
castigo que representa la pérdida total de la retentiva epistémica y emocional,
sería este el más terrible de los tormentos y sólo con narrar la enfermedad del olvido, horrorizaría a los perversos,
miserables y lujuriosos.
Sin embargo, la trama, aunque me
lacera aún, conquista lo mismo y no podía quedarme conforme. El neurólogo
Andrés Romero —hijo de cubanos exiliados—pretende encontrar la cura de una
enfermedad que se estima la padecen sólo en este país más de cinco millones de
personas. Que se calcula, para el año 2050 el número en los Estados Unidos, alcanzaría los dieciséis millones.
Quien narra es el mecanógrafo de un juzgado que estudia
abogacía y hace las veces de secretario de Sala; documenta un supuesto crimen
con un desmerecido castigo. Sujeto aparentemente dispuesto al desacato por
salvar esta historia, y otras, todas condenadas por ley a un incinerador: Ninguna debería ser borrada —asegura
sabiendo que iría a prisión de incumplir—. La
nacida merece la eternidad aunque sea truculenta y aborrecible. En cada una de ellas,
estamos presentes...
Estar, ese dilema ancestral de Ser y luego No, va ligado fuertemente a la evocación. Cada segundo, que de
inmediato nos deja, se funde en el pasado. Y la regresión sólo podemos
conseguirla por medio de la remembranza. Llámese de diferentes formas,
etimología aparte, se reduce al evento de volver sobre nuestros pasos
mentalmente, que no queda de otra. Y el Dr. Romero se propone encontrar la
cura, el modo de revertir el miserable proceso y disfrutar esa jornada, la
época que con los años y la piedad que desarrolla la memoria cuando
envejecemos, llegamos a dulcificar —quién no ha dicho alguna vez, todo tiempo pasado fue
mejor—. Su empeño, su enérgica obstinación, contagia al lector y uno siente
que va a alcanzar su objetivo; de hecho lo hace y los resultados son
alentadores en un inicio.
Su terapia se fundamenta en el uso de una de las más
sublimes manifestaciones del arte: la música. Su temor, no consiga materializar
este plausible proyecto y rescinda, atrapado en su propio sufrimiento; al
capricho de su propia omisión.
Llopiz recrea una mente
privilegiada, con sus atajos relucidos y trochas herméticas, y lo hace con una
prosa sin ademanes, pero contundente; cimiento del drama que bien se describe.
Cuenta el autor sobre la capacidad de un médico que se sabe al borde del abismo,
porque vienen señales que él reconoce como alertas, de que igual irá a perderse en esa
madeja de bruma y misterio; hombre que padece ese vértigo impulsado por la
testarudez, la falta de tiempo, y la deuda de una promesa hecha a su padre.
Llopiz
solaza un viaje interior onírico y casi cinematográfico por intervalos, cargado
de referencias universales y una innegable naturaleza poética. Llopiz permite
que su personaje convide a varios alucinados a que compartan su entelequia.
Comparecen ante el Dr. Romero, entre otros, el Marqués de Sade; Nietzsche;
Nicolás II de Rusia; hasta una novia de Lee Harvey
Oswald que sabe quién disparó a Kennedy; por supuesto, aparece Castro —dije al inicio, no por
gusto, el Dr. Andrés Romero es hijo de exiliados cubanos— y unos le aconsejan,
otros le advierten, profetizan; uno en especial le irrita, lo odia y piensa
en sus padres. Isabel, la esposa, al tanto, cuidando que regrese de su viaje con un disco de Los Beatles como puente;
huida que presupone rematar sin importarle los riesgos, ganando elementos
suficientes que puedan revelar una calzada confiable hacia el remedio.
Nieblas es
eso, la transferencia involuntaria del YO; la deserción inconsciente que no
permite rescate; el cuerpo —léase templo— que se devasta paulatinamente. Es
además la complicidad del lector porque el médico pertinaz consiga el triunfo
en medio del enfrentamiento que presentan los parcos, aquellos que temen lo
novedoso, que sospechan y además sacan cuentan y consideran mermas; un entorno
controvertido que oprime la voluntad más férrea.
Nieblas, estructurada en cuatro partes, de practicable repaso,
muestra el oficio de su autor y ofrece un juego para quien lee que no adelanto,
que me complace, que atrapa y que resulta además vivificante por la exploración
que propone, posible quizás. Entonces, mi recomendación, lean la novela.
Denis Fortun
Palabras de la presentacion de Nieblas, novela de Jorge Luis Llopiz
Festival de Arte y Literatura Independiente de Miami VISTA 2015
Diciembre 14
Aluna Art Foundation
Este post es primicia de Neo Club Press