domingo, 14 de abril de 2019

Quién le tiene miedo a quién...



En absoluto, yo era la personita de ojos azules, la niña de pelo rubio, que se ha convertido en un estereotipo, y que sublima a una pequeña buena, obediente; y de capucha roja, muchísimo menos. Mientras conversaba conmigo, él se comportó como el más seductor de los lobos, y me provocó siempre una satisfacción morbosa, que me calentaba, provocándome verlo, en todo caso, como a un semejante y no esa fiera terrible a quien debía temerle; sin dudas, el acto de encontrármelo en medio del bosque, me resultaba excitante. Y me pregunto ¿Por qué la abuela no vino a nuestra casa a curarse el resfriado? ¡¿Mamá?! Ella bien que pudo ir a cuidarla. Y no, con su fariseísmo constante ¿Lo hizo con toda intención? ¿Fue una madre insensible y despreocupada? ¿Debía temerme por alguna razón que, además, yo desconocía? El hecho de mandar a una menor, y sin compañía, por el bosque, creo que habla por sí solo. ¿Vale la pena a estas alturas una respuesta?

Recogiendo flores –un fino detalle sin dudas en la historia, que desvirtúa lo sucedido realmente– trataba de ordenar mis ideas. Las descabelladas fantasías que se enredaban en mi cerebro, aunque me tomaron por sorpresa, no me molestaban. Algo ancestral se apoderó de mí desde el inicio y aquel último encuentro, intuía que iba a ser el prólogo de un suceso más intenso que los anteriores y que, sin saberlo, irrespetaba a mi madre.

El Leñador sonríe con malicia. Su vista resbala por mis piernas –y más arriba y al centro también–, con la evidente intención de cobrarme un rescate que nada tiene que ver conmigo; qué remedio. Claro, un acontecimiento así afecta a cualquier familia, y la mía no podrá superarlo, a pesar de los rumores que han empezado ellos mismos a correr, intentando falsear lo sucedido por la memoria de mi abuela, fallecida luego de mi rapto; y por compasión con mi padre, que se hunde en medio de una depresión lastimosa, borracho siempre, sin importarle si estoy viva o muerta.

Hoy mi madre no permite me vaya lejos. Yo, en cambio, le imploro me deje mudar sola a la casa que fue de mi abuela. Su respuesta es la misma siempre, un no rotundo. Hay momentos en que necesito descargar todo el odio y la tristeza que me corroe, y a veces mi ambivalencia emocional la conmueve, pero únicamente a veces. Se sabe culpable y no tiene la menor idea de cómo manejarlo. 

Portadora sana fue su diagnóstico. “Cada cuatro años será víctima de sus padecimientos –le dijo el doctor a los abuelos–, y aun cuando el tiempo restante aparente ser una muchacha normal, va a ser inevitable su recaída. Hasta que un día, de una vez por todas, se ‘convierta’. Ella fue contagiada lo mismo que sucede con una enfermedad venérea y, por tanto, no puede tener descendencia”.

Pero ellas dudaron. Primero, demasiado increíble. Después, demasiado tarde. “Con un padecimiento así, la niña va a convertirse en un ser marginal y el pueblo en su totalidad la va a rechazar –le repetía la abuela al abuelo–. Hay que esconderlo a como dé lugar, sino ningún muchacho la va a querer”. Y el abuelo, idéntico a papá, borracho a toda hora, esperando, el pobre, cada cuatro años irse al bosque hasta que Mamá se recuperara de su “transformación”.

El encierro es absurdo, y no comprendo el comportamiento de mi madre. Alega que aún falta, y me lo dice con odio. Ella no sabe qué sé, a las dos nos tocó el mismo Lobo. Tal vez ese es su sufrimiento mayor, sentirse traicionada por él y por mí. Yo no tenía idea en ese entonces qué le pasó. Sin embargo, cuando su sentimiento de madre florece por encima del de la mujer, he oído como culpa a “mi” Lobo, y en voz baja, con la intención que no la escuche. Total, es por gusto, mis sentidos se agudizan cada día más, lo mismo el olfato como los otros.

Fue por el Leñador que supe la verdadera historia, que con tal de congraciarse terminó por confesar el secreto. Una historia que al parecer se repetirá de yo tener una hija, algo improbable, creo. Dice que ocurrió por mi abuela obligar a mi madre a que le llevase comida a mi bisabuela, una vez que la pobrecita estaba enferma con un terrible resfriado, y que Mamá se fue irritada al bosque, sin ganas de cumplir con el encargo. Me asegura el Leñador, mi madre demoraba demasiado en regresar y los abuelos se preocuparon, hasta que finalmente pidieron ayuda a los vecinos más confiables para buscarla. Gracias a Dios, para evitar la vergüenza, los abuelos la encontraron primero. El Leñador me cuenta, ella dormía plácidamente sobre un colchón de hojas, desnuda, y en uno de sus muslos se notaba claramente la marca de una mordida; y en sus caderas, el Lobo recostaba su cabeza, con una expresión que solo refleja el contentamiento que produce el verdadero goce. La abuela, presa del terror, tomó un enorme madero y comenzó a pegarle al Lobo –a mi Lobo– y éste, en vez de atacarla, se marchó con una cínica sonrisa, moviendo su cola, hasta perderse entre los árboles.

El Leñador no me permite que hablemos del pacto que le propongo. Me responde que es mi madre quien toma las decisiones. Imagino lo hace por suponer que es ella la que únicamente tiene experiencia en estas cosas. En cambio, él me jura que no, que todo es más complicado, que tenga paciencia, que ella y yo vamos de estar juntas en su momento, y en igualdad de condiciones. 

El Leñador me promete que no va a abandonarme nunca, y me asegura con sobrada inocencia, quizás con la supuesta intención de tranquilizarme, esta vez no pretende matar al Lobo. Tonto enamorado, no sabe que mi Lobo nos vigila, que ha estado pendiente de mí todo el tiempo; que mis ganas de morder su regordete cuello de leñador van en aumento, mientras el muy imbécil no deja de mirarme a las piernas, y más arriba, y al centro, con esa cara de cretino que únicamente puede tener un leñador. 


El libro de Los Cocozapatos
Cuentos 
Editorial Silueta 2011