La historia, que escuché de pequeño en reiteradas ocasiones en voz de mi abuela, sucedió antes de yo nacer, allá por el año sesenta y dos del siglo pasado, en diciembre, a escasos dos meses de enfriarse un poco la Crisis de los Misiles que a punto estuvo de provocar un verdadero holocausto. Mi familia, luego de fallecer mi abuelo, tal y como dictaban las normas por aquel entonces, guardó luto por un tiempo prudencial y tal retiro en memoria del “viejo” hizo que ellos se desconectaran de la realidad y ni siquiera encendieran su antiguo televisor Motorola para ver las noticias. Vivían ya por aquella época en el barrio donde crecí, en un estrenado apartamento en “Los Pastoritas de Nuevo Vedado”, bien cerca de la otrora Plaza Cívica, que a principios de la Revolución era pasto favorito para la efervescencia revolucionaria más radical y multitudinaria, casi fundamentalista.
El caso es que, en lo días del riguroso luto, en la Plaza hubo de celebrarse uno de esos actos tan habituales donde al comienzo se tiraron 21 cañonazos de salva. Y me aseguraba mi abuela que mi madre, mi tía, ella y un sobrino y la mujer venidos del campo por la novedad, salieron corriendo del apartamento con algunas cosas, a penas lo necesario, y el perro pues pensaron que los americanos estaban atacando.
Por supuesto, después de conocer realmente lo que acontecía y que los cañonazos eran tirados por nuestros milicianos como homenaje a no sé qué, con cierta vergüenza todos regresaron. Sin embargo, ese miedo de ser agredidos por el imperio, mi abuela no lo perdió nunca y los años en que se mantuvo aquella tradición de pólvora y casquillos enormes -que terminaron únicamente removiendo las puertas de sus marcos, rajando la estructura de los edificios cercanos a los terrenos donde se emplazaban estos cañones-, al escuchar aquellos estruendos no conseguía sosegarse por completo y siempre recordaban ese aciago día y el fantasma de una invasión del enemigo, tan cacareada y jamás vista, la agobiaba un tanto.
Recuerdo lo mismo que, en la segunda mitad de la década de los ochenta, en Cienfuegos un polvorín del ejercito ubicado por la zona del aeropuerto comenzó a explotar por la madrugada, a eso de las cinco de la mañana, y en medio de unos carnavales. Yo recién llegaba a la casa medio en “nota” y me disponía a acostarme cuando empezaron las explosiones. Al sentirse los primeros bombazos, mi madre amarró a la perra Mocinha, despertó a mi padrastro y, me gritó con horror, que los americanos ahora sí nos estaban atacando. Eran los meses en que se desarrollaba la guerra de Irak, y de todos es sabido las declaraciones del gobierno cubano en voz de sus líder y el carácter apocalíptico de sus discursos, con su irresoluta decisión de “hundirnos en el mar antes de traicionar la gloria…”.
Yo a lo único que atiné fue abrir la puerta, en lo que sentía como el cristal del cuadro de un enorme Sagrado Corazón de Jesús que colgaba en la sala se rajaba, caía al suelo, provocando el sonido de su derrumbe un terror enorme en mi madre, que ya se disponía a salir; contrariada además ante la paciencia de su marido, que sólo reía, deseando que de una vez resultara cierto el acto de que fuéramos invadidos y finalmente los americanos nos liberaran del comunismo.
Afuera el caos y el desorden se mostraban con ese bordado tan peculiar y caótico de nuestro criollismo. Por la avenida Castillo corrían ambulancias, carros de policías y de bomberos, todos en dirección a la Calzada de Dolores, tomando luego el rumbo como quien va para Caonao. Nadie sabía en realidad lo que pasaba y algunos de los borrachos que aún se empecinaban en seguir bebiendo por los portales -ya a esas alturas yo no recordaba ni siquiera el estado de ligera
embriaguez con que había regresado; la “notica” desapareció por completo al primer bombazo-, maldecían el hecho de que los americanos hubiesen escogido la semana del carnaval para venir a fajarse con “esta gente”.
Al descubrir tanto desorden decidí cerrar la puerta, intenté tranquilizar a mi madre, y puse la radio para escuchar la emisora local a ver si decían algo. Gracias a Dios, Radio Ciudad del Mar estaba transmitiendo como en una especie de letanía la información al pueblo de que “debido a un accidente, un almacén de logística que pertenecía a la Milicias de Tropas Territoriales en la provincia estaba sufriendo algunas explosiones, pero que ya todos los factores controlaban la situación y no existía peligro potencial, y menos había que lamentarse de pérdidas humanas.”. Se le ordenaba además a la ciudadanía que se mantuviera dentro de sus casas para evitar accidentes o daños colaterales.
Por estos días La Habana, en voz de su retirado líder, y a pesar de que las evidencias demuestran lo contrario, por enésima vez predice una confrontación global, la que al parecer, lamentablemente no se acaba de materializar. De nuevo el viejo fantasma de que Cuba puede verse incluso envuelta en el conflicto internacional -y en este momento no sé bajo qué pretexto sucedería, pues no hay nada allí que represente una amenza para el mundo como no sea lo que publica el diario Granma- aún cuando ya no goza de la credibilidad de ataño recorre de una punta a la otra la Isla. Claro, se sabe que se trata de una cortina de miedo que se lanza para que no se hable de los verdaderos problemas que van aplastando la existencia del cubano, y que, peor aún, no se avizoran como resolverse.