El pasado 11 de septiembre recordamos que hace dieciocho
años este país fue víctima del ataque más sanguinario que sufriera en su propio
suelo, por obra y gracia de un fundamentalismo que no se reduce a una confrontación de religiones, en un mundo que, por su apego hipócrita
a “lo correcto”, permite lo sigan golpeando en sus zonas más vulnerables. Ayer se
evocó un acto perpetrado con sobrada crueldad, cobardía, una barbarie que
definitivamente no puede olvidarse, mucho menos permitir que se repita. Ayer intenté
escribir la crónica de un momento, que si bien no sucedió precisamente en New York, está
ligado a ese infausto día, y al final terminé por dejar el texto guardado en una carpeta, para otra ocasión. Hoy, luego de ver algunas noticias, lo retomo.
La gente caminaba la mañana de aquel martes 11 de
septiembre como es habitual, sin apuro. Imagino, iban a sus lugares convencidos
que la rutina de la ciudad se mantendría así de terca, de cara al mar y sin casualidades,
seguros que ningún hecho interesante sucedería, al menos no tan temprano; y es
que la vida en provincia, por las mañanas, repudia las sorpresas. Las casas,
como es frecuente en Cienfuegos, y en particular alrededor del Parque Martí, en
su mayoría tienen sus enormes ventanas abiertas, a la espera del aire fresco que no
llega suficiente, buscando esa claridad amable y necesaria que tanto favorece,
y en su interior los televisores encendidos, muchos de ellos ubicados de manera
que puedan verse desde afuera; ni sé las veces que me tropecé en la noche a
un grupo numeroso de personas detenidos en las aceras, frente a las
ventanas, para disfrutar de la telenovela de turno en su horario estelar,
ventanas en su mayoría majestuosas, con hermosas rejas, siempre de
par en par hasta que tocara cerrarlas para dormir, ya fuese en la calle San Fernando, en la calle Arguelles, en
cualquier calle.
Ahora bien, este martes, si mal no recuerdo, serian
las once de la mañana, o tal vez rallaba el mediodía, cuando a través de una de
esas ventanas, de casualidad descubrí la terrible noticia. Pero no se trataba de una
casa afable, donde sus habitantes se corrían su poquito para que los del otro lado consiguieran ver sin obstáculo alguno. El ventanal enorme, y el televisor que trasmitía la tragedia americana, estaba
en el "lobby" de la enorme casona que se conocía como “Juventud Provincial”. Por
supuesto, con tales imágenes, muchos de
los que pasábamos por allí nos quedamos clavados literalmente frente a las rejas, enterándonos
de lo terrible que acontecía, asustados unos más que otros, incluso especulando
que se avecinaba el tan sonado Apocalipsis. El mundo en pleno se mantenía al
tanto de la desdicha; el mundo entero lamentaba la caída de Las Torres, los
miles de muertos, los heridos; el mundo lamentaba el saldo horrible que figuraba
el ataque, y no sólo a Manhattan, sino a otros espacios importantes de la
geografía de este país; el mundo entero estaba cagándose del susto y además mostraba
respaldo a las víctimas. Bueno, todo el mundo menos un grupo de jóvenes militantes comunistas, que celebraban el ataque, aseverando para justificar su desafuero, Estados Unidos hizo mucho daño en Vietnam, en Afganistán, en Corea, incluso
en Cuba; que los americanos eran unos hijos de putas, unos imperialistas desalmados, y "por tales acciones les estaban
pasando la cuenta".
Al escuchar tantas sandeces, tuve ganas
de defecarme en la totalidad de las madres que trajeron al mundo a este piquete
de imberbes tarados, pero me faltó el valor suficiente, y mi sentido común se
hizo mayúsculo. Y es que lo dicho por aquella sarta de imbéciles, que
representaban justamente “al hombre nuevo” que tanto deseara el argentino
resentido y sádico de Guevara, si bien mantuve mi silencio, me provocó una
enorme repulsión por todos ellos, por esa Isla y lo que representa, y me fui hastiado de tanto odio y manipulación, suponiendo, además, lo peor. Hoy, después de casi dos décadas, mis dudas con
este mundo persisten, unas más que otras, y también las hay que por
suerte desaparecen. Sin embargo, continúo profesando por los comunistas, y con idéntica pasión,
el desprecio de esa vez, de ese martes 11 de septiembre del 2001.