¡Ah! Vivo
con Aliusha, “Mi qué linda Aliusha”. Chica de estos tiempos que no se
publicitan, por diferentes. Mi Ali, la de cabellos rubios, largos, suaves, mujer
inconveniente en ocasiones, sencilla lo
mismo, amorosa y con la que me conecto sin importarme las distancias porque es
vital para mi espíritu, porque me hace un personaje terreno. Aliusha, que vino a cauterizar tu nombre, desaparecerlo
de mi pellejo —al menos eso pensaba hasta hoy; que verte de nuevo me
provoca cierto “desangramiento emocional”, puta—, y que me instiga
asimismo a detenerme en lo hermoso de lo abstracto, de lo etéreo; compartir
con ella el goce de escucharla cuando habla horas y horas desde sus proposiciones
sociológicas e intelectuales más complicadas, y a veces tengo la impresión que
vuela, y me lleva a amarla de una manera
pura, como adulto, para recrearme desde mi perspectiva de suelo, saborearla
como la hembra “multiorgásmica” que disfruto ya sea en la tierra como en el
éter, tanto en la guerra como en la paz, y que el sólo hecho de besarla
me hace le vea la ropa interior a Cristo, y me perdone el Señor por tal imagen.
Mi bella Ali,
la que me invita a redescubrirme, siendo además
la mujer que me confirma, que me avisa y provoca la certeza de otra
necesidad que se resume en crear con la palabra. Un estado que para nada me
pasaba contigo; lo nuestro, Mi Marinita, fue un “amor” entrecomillado que
siempre será palmario por la carne, aun cuando me propuse refugiarlo en la
poesía que te escribía por imaginar un ideal del amor; lo que esto último no te
lo digo para no contrariarte.
Ali, mi
chica aun traumatizada en su adultez, porque de niña juró no cumplir más de
siete años y decidió además no crecer, lo mismo que Oscar, con la
diferencia que no tenía un tambor de hojalata, no escudriñaba al mundo, y
menos contaba con la falda de una abuela donde esconderse. La suya sólo usaba
pantalones de milicianos y es hoy día una obsesionada anciana que sufre por un
sueño recurrente y terrible: un día su nieta, todavía pequeña, va a ponerle una
pañoleta a su adorado numen de la montaña y en el momento en que le amarra el
trapito rojo al pescuezo de “nuestro invencible líder”, esa muchachita
impertinente y problemática que es su nieta se cuelga de las barbas de su jefe
supremo por el morboso placer de estirarlas hasta que termina por arrancárselas
dolorosamente. La pobre vieja revo,
despierta agitada, casi llorando, y Ali las veces que coincide no puede menos
que reírse y darle un beso.
Mi Ali,
que no se vio en medio de una guerra global y declarada lo mismo que Oscar,
sino fría, silenciosa, más sucia a pesar de ser aquella tan sangrienta, y se
obsesionó con no crecer, llegando hasta jorobarse cuando veía que su esquelética
osamenta no cesaba de aumentar y ya tenía más de los años permitidos para tomar
leche. Un esfuerzo irracional con tal de que no le quitaran ese derecho de su libreta.
Y empezó a caminar por el barrio pidiendo que le dijesen cómo podía quedarse chiquitica;
cómo podía detener el tiempo; haciendo preguntas que a muchos les daba miedo
escucharla y a muchos más responderlas al considerar su actitud un tanto
subversiva —me asegura Aliusha, este fue su primer trabajo
como socióloga, buscando refutaciones en la colectividad—. Y se
inventó su propio instrumento para llamar la atención, y en vez de un tambor de
hojalata se hizo de un silbato y una banderita blanca con el rótulo en rojo de
“NO”, y cada vez que pitaba agitaba la susodicha banderita; silbato que también
usaba como alarma cuando alguien trataba con insistencia de averiguar los años
que tenía o simplemente la regañaban por el escándalo que provocaba “el pito”.
Acompañándose, por si fuera poco, de un perro amarillo, en extremo flaco, que
siempre que oía la pregunta sobre la verdadera edad de su dueña, como si
entendiese el idioma, intentaba morder al curioso que se atrevía a
cuestionarla, y que aún hoy nadie sabe de dónde —y ella
obstinada guarda el secreto con el pretexto de no acordarse— sacó perro
y nombre: Raskolnikov áureo. Aventura que acabó un día, al padre botarle
el raro pito con la banderita, matar al perro amarillo —muerto el
perro, se acaba la rabia amarilla y se tranquiliza a la roja—, y
prohibirle que se quedara chiquita porque en el Núcleo del Partido le habían
hecho una crítica debido al comportamiento de su hija. Si no crecía normalmente
la muchachita dentro de los rangos de la mujer cubana revolucionaria, lo mismo
de alto que de ancho, incluyendo las caderas, los senos y las nalgas, podría
tomarse tal acto como un franco ataque al proceso.
Por
supuesto, había que vigilarla entonces, la familia en pleno, el barrio en
pleno, la circunscripción en la plenitud total a la que se deben los “revos…”.
Todos bien cerquita porque se puede mucho juntos. Vigilancia envuelta en
solapados consejos, para nada dignos de publicitarse y marcados por la dualidad
de la supervivencia —porque está bueno de tanta jodedera por nada—, y que
se resumían en: Ay mijita, trata de crecer y estate tranquilita pa’que no te
busques problemas y menos se los busques a tus revolucionarios padres ¡No seas
boba! ¿Tú crees que la única que se quiere quedar chiquita eres tú? Lo que
pasa, es que muchos se deciden a no quedarse pequeños para que los dejen
tranquilo y finalmente irse cuando sean grandes. A lo mejor en lo que estás
creciendo cambian las cosas y un día vamos a tomar leche sin miedo a cumplir
los siete años.
Cueros Comtemporáneos
Denis Fortun