Un ómnibus escolar lleno de estudiantes trata de abrirse paso; los muchachos, asomados a las ventanillas, se meten con los poco peatones que les pasan cerca. Los autos apenas se mueven; la guagua amarilla en el medio, casi ni avanza. La gran mayoría de los clientes de la cafetería ni cuentan se dan de lo que, a diario sucede en la calle 8, a la altura de la 36 avenida -no les importa la insoportable aglomeración de carros mientras estén sobre sus dos piernas-, ni que los muchachos dentro de la guagua comienzan a impacientarse.
Casi en la esquina de esta intersección, el chofer de la guagua amarilla estuvo a punto de golpear a un Mercedes negro, que lo maneja una mujer mayor, bien elegante, que no se entera. El chofer de la guagua amarilla frena en seco, maldice discretamente y los muchachos gritan y hacen bromas. La guagua se queda parada por varios segundos enfrente de la cafetería. Un jovencito, tal vez de unos trece años, saca la cabeza por una de las ventanillas y grita. ¡Viva Fidel!
Los de la cafetería miran con desprecio a la guagua, sin embargo no comentan nada; parecen cansados. Sólo un señor mayor interrumpe su conversación y dice. “Miami está perdido”.