El banquillo es enorme. Apenas si logro ver sus extremos. Estamos sentados prácticamente uno encima del otro y cada cual defiende su pequeño espacio con pésimo humor y olvida la cortesía que debe primar entre nosotros. Sólo mejora nuestra comodidad a medida que nos llaman. Sin embargo, esta comodidad aparente es momentánea, siguen llegando más acusados. Por supuesto, el proceso está falto de toda cordura y lo que puede parecer insólito en otro juicio, aquí resulta común.
Cuando se conoce la decisión del tribunal, la gran muchedumbre reunida en este lugar gigantesco, el que no puedo definir si es un coliseo, o una plaza enorme al aire libre, aplaude con delirio al acusado de turno y abuchea a los fiscales, que testarudos, los muy infelices, no renuncian a demostrarnos cuánta insensatez hay en los que dicen llamarse escritores. Según ellos, para una gran mayoría, el único acto de contar una historia o inventarse un poema, los hace pensar que serán condenados a la inmortalidad (pobres “inocentes” nos llaman) y gracias a la defensa, mostrando un manoseado un libro, se deja bien claro que una idea así no es tan descabellada, y mucho menos, que los fiscales sean capaces con sus retorcidos argumentos de comprometer el prestigio de nombres tan ilustres y evitar así la condena: la posteridad absoluta.
¡Imbéciles! ¿No se dan cuenta? ¡Se trata de gigantes! Es el caso de Chaucer y Shakespeare (claro, ingleses viscerales: se retiran indiferentes a la cerrada ovación que les tributan) y lo mismo pasa con Balzac, Stendhal, Verne, Dumas, Vargas Llosa, Kundera, Goethe (estos al marcharse sí saludan a sus admiradores con declarada cortesía). Les siguen Cervantes, Martí, Bulgakov, Hemingway, Saramago, Kafka…
¡¡¡¿¿¿Lázaro Roberto???!!! El silencio se hace espeso literalmente al escuchar mi nombre; pero igual es un silencio frágil y un discreto murmullo se convierte en un abejorreo insoportable hasta volverse un escándalo. Los abogados buscan entre sus papeles una prueba, una señal siquiera que logre salvarlos del ridículo. Nada, la frustración los atrapa. Los fiscales, por el contrario, al notar que el desconcierto domina a la sala en su totalidad, saborean muy a gusto la segura victoria: tienen al fin al individuo que vindica su peculiar tesis.
El acusador principal, sonriendo con manifiesta procacidad, se adelanta al juez, manda a callar a la sala, y en medio del bullicio que va cediendo arremete con su alegato… “Es un apóstata –y me mira con un odio que no entiendo– en busca de gloria y se deja arrastrar por un ego enfermizo que lo hace inventarse un sueño donde se reúne, lo reconozco, con personajes en extremo difíciles de condenar a lo caduco y finito para así él trascender a lo eterno. No serán necesarias largas intervenciones con tal de desenmascarar a este advenedizo. Y no es atrevido asegurarles que, un juicio en su contra, sería una verdadera farsa. Sabemos que escasamente una mención en nimios y nada claros concursos de provincias es cuanto lo distingue; y además, con poemas de muy dudosa calidad”.
-A lo mejor su prosa, o su verso, un día nos provoque algún entusiasmo –dice el juez pensativo y no puedo evitar sentir una vergüenza enorme– pero ha de coincidir usted con mi desición, de que debe presentarnos pruebas que hablen a su favor. Y si no hallo elementos evidentes para juzgarlo, al menos un libro que se vea, ha sido leído hasta el cansancio, recordado por alguien, debo fallar entonces a favor de su inocencia.