En lo que saboreo una taza de café en El Versalles, y enciendo un tabaco, una joven periodista del The Huffington Post en español –muy hermosa, por cierto- se me acerca para preguntarme qué pienso sobre el barco que zarpó recientemente desde Miami con destino a Cuba. Se refiere ella al “Ana Cecilia”, primera embarcación en arribar por mar a la isla en cincuenta años, al menos dentro la legalidad que presuponen las regulaciones actuales de flexibilización.
Confieso que la pregunta me toma por sorpresa y me percato además que no estoy muy empapado del asunto; en realidad no me importa. Sin embargo, a un rostro bonito es muy difícil negarle una respuesta, y con lo poco que sé, finalmente doy mi opinión. Que para el caso tampoco se precisa de muchos elementos, la escena ya es repetitiva.
Creo, fue más o menos así, lo que le dije: "este tipo de operaciones no me despierta ningún entusiasmo. Lo que se encuadra dentro de lo que asumo como un gastado eufemismo de ayuda humanitaria, en Cuba la mayoría de la mercancía que toca tierra al amparo de esta figura termina en las tiendas recaudadoras de divisas. Quien asegure lo contrario, que exponga una ruta -que hasta hoy no conozco- en la que esa ayuda alcanza al más desvalido de manera expedita, directa; la otra minoría igual va a parar a manos no consideradas por quienes preparan el envió".
Mi réplica a Hirania Luzardo concluye en que, por lo que conozco, el show se me antoja como una ambiciosa empresa para sacarle el dinero del bolsillo a los que vivimos aquí. Ruego que perdone mi escepticismo.
Y es que, irónicamente ahora no somos “mafiosos”, ni “mercenarios del imperio”. Se habla de respetados comerciantes de La Pequeña Habana, gente emprendedora dispuesta al auxilio de los nuestros, que están muy jodidos allá. La retorica troca su desgastada palabrería y se renueva en una suerte de conciliación. Se dice asimismo que el barco ha venido a sustituir el “bregar de la mulas”. La carga también cuenta con destinarios precisos, no todo es “al garete”. Hay personas que saben lo que les mandan sus familiares, amigos, y esperan por lo suyo. Luego entonces, el negocio por una parte se propone competitivo y ofrece mejores precios que “los usuales transportistas”, y por otra se manifiesta el acto con carácter filantrópico.
Por fin vuelvo a casa. Atrás queda la linda muchacha que, acompañada de su pequeña hija, pretende un reportaje sobre temas candentes en la cubanidad miamense. Y no dejo de pensar en lo que dije –y en su cara bonita-, y concluyo que somos rehenes y “primera industria”. Un rubro que a La Habana no le interesa que desaparezca: la familia es la propulsión que usan para movernos y ellos saben cómo manejar esa fuerza. Llevan cincuenta años jugando con el pecho ajeno en beneficio del propio, y en este segundo, un barco viene a darles otro pretexto en medio de un apócrifo contexto novedoso donde los más “naif” apuestan que los cambios son un hecho irrevocable, sin reconocer que se trata de un pálido colorete que intenta rejuvenecer a un desvencijado rostro.
Todo vale con tal de que una suerte de “consejo de sabios” se perpetúe en el poder.