Hará
una semana y media, quizás dos, que no sé de la vecina de enfrente. Extraño su
rutina de caos y orden, que se alterna una que otra vez con lujuria. Averiguo
con discreción si se ha mudado y nadie consigue responderme. Es como si solo yo
la conociera. Sin embargo, anoche tuve suerte y descubrí las cortinas abiertas,
y he visto al gato encima de su cama, siempre inamovible como un muñeco de
loza. Anoche, la luz de su baño fue la única encendida durante unos veinte
minutos, y alumbraba un poco su cuarto. Pero no era la luz amarilla de
costumbre, incandescente, sino una de un azul tenue. Me quedé vigilando, al
tanto de cuando saliera del baño y regresara acostarse, ese tramo lo hace desarropada,
sin cáscara. En cambio, una mano que
no alcanzo a distinguir si es de hombre o mujer, que no es la suya definitivamente,
supongo que sentado en el piso, desde abajo de la ventana corre las cortinas de
un tirón. Nada más cerrarse los doseles del viejo encaje amarillento, la luz
azul de su baño se apaga.
Estuve
pendiente unos cinco minutos, por si el telón de mi escenario favorito se abre
por segunda vez, y no pasa. Antes de dormir le respondo un mensaje de texto a
Ela y otro a Carmen. Quedamos en encontrarnos la noche del jueves próximo, como
viene siendo usual, y les pido se aparezcan temprano, preferiblemente juntas,
para mirar los tres a la vecina de enfrente, y hasta considero por un segundo
que también podría invitar a mi vecinita modelo, y concluyo riéndome, y me
acuesto de una vez. Siempre he querido hacerlo, pero jamás lo he logrado, ya
sea porque no aparece la vecina cuando Ela y Carmen están, y si ellas no están,
es cuando se asoma la vecina; o simplemente lo olvido, porque los jueves es
noche para fornicar simulando una pasión que compartimos. Así lo prefiere
Carmen, en este juego su ternura aflora más que la de Ela y la mía, señalando
que lo nuestro se trata de un bello acto únicamente disfrutable para corazones
perceptivos al borde de un abismo
en donde un mulo se asoma, los tres al amparo de una lubricidad sensitiva, de un lenguaje
inescrutable, y no se precisa que aflore la palabra, basta el quejido suave
que nos regala la complacencia encima del sofá, que ha venido a ser nuestro templo
favorito; Carmen a veces puede resultar muy lezamiana. Cierro los ojos con intención
de dormirme, y sigo pensando en la vecina de enfrente. Incluso, temo que al
despertar ya no esté viviendo en su edificio, una premonición sin fundamento en
ese instante, una idea que me molesta, y me desvelo, lo que se ha hecho
habitual luego de estar sin trabajo. Para no continuar pensando, busco una película
entre las tantas que guardo. Después de una pesquisa no muy rigurosa, concluyo
eligiendo Avatar, y apenas
si paso los primero treinta minutos. El cansancio, si bien no es mucho, se impone, y termino
por soñar con la vecina de enfrente.
Una
de las ramas del cocotero que queda más cerca de la vecina de enfrente ha
entrado por mi ventana, que ahora es un hueco enorme, sin persianas de cristal
y cortinas. Sus hojas desprenden una luz azul clara que se acentúa en sus
puntas, y el junco que las sostiene cuenta con un ancho enorme, sólido, como si
fuera un puente que me instiga a cruzar de un edificio a otro. Estamos
desnudos, acostados, sin decir palabra, mirando los tres al techo, y escuchábamos el bolero de Ravel. A mi derecha Ela, Carmen
a mi izquierda, y las dos se incorporan al mismo tiempo. Me toman por los
brazos, invitándome a que vayamos al cuarto de enfrente, donde la mulata hermosa
nos espera. Un gato blanco se lanza de la rama del cocotero y se queda con
nosotros, pero no es el sedentario de la vecina de enfrente. Este es delgado,
se mueve con mucha vitalidad, cariñoso, además, y me maúlla muy quedo, mirándome
como si pretendiera confesarme alguna historia de gatos, en su lenguaje de gato
que yo irremediablemente no comprendo. Del mismo modo que no lo escucho, su
intento se me antoja una mueca, y le respondo moviendo mis labios, en silencio,
y no recuerdo qué dije. Como la paloma, el gato sonríe con sarcasmo, y Carmen
lo acaricia, le habla, y no sé lo que conversan. El gato responde maullando de
nuevo y yo intento averiguar de qué trata la plática inusual de ambos, y por
réplica recibo otro maullido, esta vez de Carmen, que sí he oído perfectamente,
aclarándome que es gata. El gato flaco es gata flaca, enfatiza Carmen. El único
macho dominante en el sueño soy yo, detalle que podría prestarse a un
psicoanálisis. Ela pasa su mano, con cariño, por la cabeza de Carmen y esta
hace esa mímica tan gatuna de enroscarse con la mano que le acaricia, y
ronronea, besando a Ela en la oreja, y acaba pasándole la lengua por el rostro.
La
gata se sube a la rama y cruza por encima del jardín, en dirección al
apartamento de la vecina del 326, jardín que luce mayúsculo, repleto de plantas
que jamás he visto, brillando de un modo penetrante por tantas luces de
diferentes colores, de las que no ves sus bombillas, sino el centelleo que sale de entre el follaje, como si
fueran parte de la vegetación, de la tierra misma, y lo alumbran todo. El
jardín está ordenado, sin tanques de basura, mostrando toda su memoria, gente y
hechos que desconozco. El edén en que se ha convertido luce limpio, recién
chapeado, pero no es un trabajo by the
book por jardinero apurado a cobrar, es como si lo pelara un peluquero
exigente, que para engalanar el corte siembra rosas naranjas, verdes, plateadas,
y muchas flores de pétalos cortos, de diferentes formas, coloraciones, tamaños
y, por último, habitado por gallinas violetas de picos amarillos, empollando
unos huevos rojos que parecen de avestruz.
Abajo
está Amalia, desnuda, dándoles de comer a las gallinas un pan sumamente negro
que huele delicioso, y un sujeto que no conozco, vestido con chaqueta amarilla
y pantalón verde, descalzo, la abraza por su espalda, lo que me molesta. Sin
embargo, saludo a Amalia con cariño y les pido a Carmen y a Ela que lo hagan.
Amalia ríe, se marcha, y el tipo que la abrazó desaparece. Acompañan a Amalia,
detrás de ella y en fila ordenada, las gallinas, los huevos rodando, y el gato
que Carmen me jura es gata, va en la punta con su cola empinada, como líder de
las gallinas y los huevos, caminando todos con marcialidad al ritmo del bolero
de Ravel. Noto con sorpresa que la vecinita de abajo, mi deliciosa flaquita modelo,
marcha a un costado de la hilera, más despacio, vestida de negro, muy sobriamente,
como ejecutiva de un banco, y diciéndome adiós con la mano derecha, se adelanta
y con la izquierda abraza a Amalia por la cintura, caminando todos hasta una
playa que la alumbra una luna enorme, y que recién me doy cuenta estuvo siempre
al final de jardín, llena de sombrillas y sillas, todas vacías. Mi cuarto se
alumbra únicamente con la luz azul que irradia de la rama del cocotero. El de
la vecina de enfrente, igual está azul, más claro y más intenso, y solo un
detalle contrasta entre tanto añil: la bandera canadiense a su espalda, The Maple Leaf, I’Unifolié, ahora de un blanco y rojo iridiscente, y la hoja de
arce brillando más roja aún.
La
vecina de enfrente nos hace señas, agita sus manos con delicadeza, las mueve
como si se tratara de un lenguaje para sordos, asumo que menos complicado por
la simpleza de sus movimientos, pero no sabemos qué intenta decirnos. La vecina
de al lado, pared con pared, mientras la mulata gesticula con elegancia, le
unta una crema en su cuerpo que la hace brillar considerablemente. Luce
espectacular la mulata, con su piel canela pálida fulgurando. Ela me susurra
que desea besarla de pies a cabeza y se pregunta cuál será el sabor de la
crema. Carmen pretende subirse a la rama para cruzar el jardín, y el puente, como si fuese levadizo, comienza
a retirarse y no se lo permite. Antes de alejarse la rama, mi gata –a estas
alturas del sueño asumo que es mía– regresa corriendo y salta para unirse a
nosotros. Ya en mi cuarto pega su boca a la oreja de Carmen, maúlla muy bajo, y
aunque ahora consigo escucharla, igual no la entiendo. Carmen asiente con la
cabeza y la acaricia. Como si obedeciera una orden me mira sin decir una
palabra, llevando a Ela al hueco donde estuvo la ventana. Carmen regresa sus
ojos a mí, con mucha serenidad, y me comenta que la vecina de enfrente quiere
vernos haciendo el amor.
Puse
a Ela de espalda a mí, de frente a la chiquita de enfrente –deliciosa
redundancia– de pie, y le abrí las piernas. Carmen se pega a mi espalda, me
aprieta, intenta fundirse a mi cuerpo, me besa el cuello, y veo como sus brazos
se estiran a mí alrededor más de lo normal para manosear con una mano los senos a Ela, y con la
otra la masturba. Cuando comenzamos a amarnos, la vecina de enfrente empieza a
masturbarse también, y la vecina de mi lado continúa untándole crema por sus
senos, su vientre, sus muslos, con una expresión en su rostro que no consigo
descifrar. Al terminarse la crema, la vecina de al lado nos muestra el pote
vacío, y el látigo, que se lo enreda en el cuello; luego, se acuesta en la cama
de la vecina de enfrente, desnuda claro está, con las piernas abiertas,
empinadas, como si se tratara de una mujer en trabajo de parto, fumando la pipa
de la vecina de enfrente, acariciando a mi gata blanca, que increíblemente aparece
echada sobre su estómago, y que nos observa con mis anteojos.
Al
retirarse la rama azul de mi cuarto quedamos en penumbras. Ela me pide que
encienda la luz para que la vecina de enfrente nos vea mejor, lo que no hubiera
hecho porque cierto pudor me asiste, incluso en sueños, si no es que Carmen se
adelanta. La muy loca no lo pensó dos veces y antes de yo rumiar siquiera la
idea, dar mi consentimiento, nos vimos los tres como en un estadio en pleno
juego, sin importar cuál. De hecho, sentía que nos aplaudían y el dueño
fotógrafo nos tiraba fotos. Margaret, no muy lejos, sentada en una silla
majestuosa en medio de un salón inmenso repleto de fotos con la imagen de
Papucho, me pedía que la invitara a la orgía levantándose de la silla para
mostrarme sus nalgas, provocándome para que se las cogiera. Total, el vecino de
enfrente no las aprovecha como ella merece, cómo lo desea, y no sabe lo que se
pierde. A punto de hacerlo, dejando a Ela con Carmen, muy próximo a Margaret,
descubro con horror que se transforma en Papucho y trae consigo el arco con que
la hechicera pretendía atravesarme, apuntándome. Ela y Carmen ríen a carcajadas
al notar que regreso asustado.
Ela
ladea su rostro y lo pega junto con sus senos a los cristales de la ventana,
que ha vuelto a su forma original, apoyándose con la mano derecha, pidiéndome
más, y más, mientras con la otra mano le aguanta por la muñeca el brazo a
Carmen, que no para de mover los dedos entre sus muslos, pegada otra vez a mi
espalda como ventosa, con sus brazos largos con tal de no soltar la fresa y los
senos de Ela. Y se hizo el milagro, el cuarto quedó oscuro por segunda vez, la
ventana se transformó en un andén, y regresa la rama azul del cocotero para
alumbrarnos, con la vecina de enfrente sentada encima, desnuda, brillando,
bella como una estatua del renacimiento italiano, y ahora se escucha el
Concierto de Aranjuez. Carmen y Ela la ayudan a bajar de la rama, y cada una la
besa en el rostro y la acuestan en la Kon-tiki, que se transformó en balsa, tal
y como era la de Thor Heyerdahl en su expedición por el Pacífico, repleta de
flores hermosas y mariposas blancas revoloteando encima, flotando mansamente sobre
un lago de aguas claras, azuladas por supuesto, con la vecina de al lado
haciendo de timonel, marinera experta, que con un remo largo comienza a empujar
mi cama balsa. Y el gato, que es gata, reitera Carmen, se une a nosotros, con
mi paloma blanca posada encima de su lomo, sosteniendo en su pico una ramita de
cannabis, y nos alejamos todos sobre el agua, que ahora es rio, y nos acompaña
la paz que nada mas puede ofrecer un violín que canta el adagio de Albinoni.
Hoy
en la tarde, parqueando justo en el espacio que lo hace la vecina de enfrente,
sin darme la oportunidad siquiera de bajarme del Chrysler, el vecino de abajo
se aproxima. Me dice, sin esperármelo y muy parco, que la mulata de enfrente se
ha mudado de madrugada –quién si no, el vecino de los bajos, para saber todo lo
que acontece en 324 Mendoza Avenue–. Le pregunto la razón, y agrega que únicamente
sabe que se ha ido al Canadá.
El
vecino me da la espalda, se marcha por el pasillo del primer piso, más
oscuro que de costumbre, y por un segundo no supe si yo estaba despierto o si
alucinaba aún. Y ahora que lo pienso, lo ideal, y que me ha faltado en el
sueño, es que nos hubiese acompañado Zoe Saldana sin su maquillaje de mona azul.
Lo habría disfrutado.
Avatar, locura azul, capitulo de 324 Mendoza, de próxima publicación por
CAAW Ediciones, 2018
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