A quienes les toque en un futuro la difícil tarea de escribir la historia de estos cincuenta años de exilio y revolución, aunque que sea de manera escueta, tal vez en dos párrafos han de dedicarle su espacio al tema de las comunicaciones entre la Isla y Miami. Confieso que hace días llevo dándole vuelta al asunto, luego de que el martes compré una tarjeta para hablar con mis dos hijos en Cuba –por suerte, la mayor vive en territorio USA y no sufre estos avatares surrealistas- y pase las de Caín, la de Abel, la de Chacumbele, al robarme en su totalidad el dinero y jamás poder hablar con mis hijos a través de ese “medio”.
Hoy leo en Tu Miami Blog una crónica de Ingeborg Portales, donde cuenta la odisea que pasa cada vez que intenta llamar a su familia; y ya, exploto, la catarsis no aguanta, y escribo también mi historia, para ver si en ese expectante lejano de la historiografía criolla, nuestros testimonios son de alguna utilidad.
El caso es que, el martes pasado compre una tarjeta azul, de diseño agradable, marca LOCUS -para mayor descripción, con una S en el centro; sirva esto de alerta, y no caigan otros incautos lo mismo que yo- con un fondo de diez dólares, lo que para nosotros representa a secas diez minutos –y que después de lo sucedido, me hizo concluir, hay que estar LOCUS para comprarla- con un sello certified real value, con la debida promoción de que se trataba de lo mejorcito en el mercado, practicada con mucha soltura y fineza por la muchacha del licorería donde hube de adquirirla en una special offer que estaba dando la compañía sólo por nueve.
Pues bien, por la noche me senté a tratar de comunicarme con Cuba, y cada vez que marcaba, y la voz grabada me decía “a usted le queda diez minutos” -una información que asusta-, lo único que escuchaba era un silencio increíble y nada de timbre o atisbo de que estaba comunicándome. Por supuesto, con cierta experiencia en estos asuntos, a los diez segundos colgué. Si en ese espacio de tiempo no consigues comunicarte, es mejor que lo hagas, de lo contrario te “tumban”. Y así lo hice. Sin embargo, en el segundo intento, cuando me dice esa terrible y burlesca voz que el saldo que me quedaba era de solo seis dólares, ya la irritación –y ciertas muecas nerviosas- dominaban mi rostro. Mi mujer, al verme, me preguntó. Mi respuesta: ya me jodieron estos cabrones. No obstante, intente de nuevo con el precario fondo que me dejaban, y después de ocho segundos de silencio, corte de nuevo y, al tercer intento, mi saldo sumaba la cantidad de dos con ochenta y siete. Claro que intenté una reclamación, y ya cansado de marcar números y más números para que fuese clasificado correctamete mi pedido, descubro que estas se hacen por correo electrónico. Sumamente encabronado, fui de nuevo al liqour, y allí la amable muchacha, muy apenada, aclarando asimismo que no se admitían devoluciones, me recomendó otro cartón de cuyo nombre no quiero acordarme, y la historia, pavorosa sin dudas, frustrante, se repitió. Finalmente, al perder veinte dólares, termine en una cabina de llamadas, y con un ruido ensordecedor en la “línea”, gritando, fue que pude hablar con mis hijos.
Por cierto, ellos también quieren que les mande un celular, pero al leer a Ingeborg, no creo que esa sea la mejor solución. Y para aquellos que, asombrados, digan que esto no tiene nombre, sepan que sí.