no teje
su leyenda ni remotamente
como la cuentan
y al viejo estambre no le
pertenece más sus lágrimas y
espera
no debe
tanto viaje ajeno le agota la
garganta
tantos pretendientes consumen
sus sandalias
tantas horas de desvelo modifican
la huerta de su pelvis
no puede
asumen sus agujas la evasiva
la artritis persigue doblegar
sus dedos
no hay más trenzas y puntadas
que salven la imagen de un
marinero terco
y quieta observa la
alucinación que padecen aquellos que
insisten
ella
que se me antoja una amable
alegoría profanada
nunca se ha dicho
en su cintura cuelga un instrumento
capaz y punzante
como lo es cualquier hierro
filoso y caliente dispuesta a usar para cuidarse
impedir la marca en su piel
por la ida y la vuelta
burlando al miedo como lo
haria esa sangre japonesa
que de ningún modo coagula y se derrama en el
trayecto
no quiere
gana el pez de aleta frágil
gana la ausencia de aquel
hombre movedizo
ganan las paradojas que
maltratan a sus manos y no hay labor que conjure al hechizo
pobre hembra
la consumen
agotada de tanto entreverar y
luego deshacer en las noches
y no es halcón ni mariposa ni
un animal nocturno
sólo pretende no tener que
manosear esa madeja de fraudes
no teje
y por el asueto de sus agujas
asoma la causa
rebeldía que propone cálculos
insinuaciones tales como un
viaje a Lesbos
una nueva silla
—al día de hoy sin un hilo
entre sus manos—
y tampoco ser víctima de otro
poema frecuente
menos una canción de
apeaderos y trenes