El mundo observa desde hace mucho --y con sobrada indolencia-- como funciona la Revolución cuando asume que sus siervos le contradicen. Los sucesos de 23 y G demuestran, para aquellos que aún persisten en verle un lado “romántico” al proceso, lo que bien se dijo una vez y que espantó a Virgilio: dentro de ella todo, fuera nada; ni siquiera un atisbo de dialogo en el que uno pueda exponer otras ideas.
Hoy muchos recuerdan los ochenta, década prodigiosa en “mítines espontáneos de un pueblo enardecido”, en los que, para darle soporte a esa espontaneidad, el régimen garantizaba desde pipas de refresco a granel; pancartas; camisetas con caricaturas de Nuez insultando al imperio; congas, orquestas y trovadores; hasta el transporte en que habría de moverse a esa masa dispuesta a defender “sus conquistas”.
Por supuesto, nadie que tenga sentido común se cree el cuento de la “frescura” de estas concentraciones de reafirmación. Todos saben que son convocadas a “nivel de base” y sin la posibilidad de negarse los “convocados” y, obedecen a una estrategia que la gobernatura criolla no le importa refinar, sino que más bien la muestra en su burda y agresiva esencia para amedrentar a los que piensen en disentir, y sobre todo inculcarla al punto que un día llegue a ser un comportamiento inherente en el cubano comprometido y temeroso de esa dictadura, que los hay en número considerable.
Recuerdo una vez, vi desde la ventana de mi casa la espontaneidad de un mitin, lo que habla por si sólo del daño antropológico que sufre la sociedad criolla. Fue en el año 93, en la calle San Pedro esquina a Marino, Nuevo Vedado residencial y militante, cuando un negrito escuálido y borracho -habitante de la Timba- intentaba orinar al amparo de un sol de mediodía dominguero, detrás de unos latones de basura, a escasos cien metros de los edificios MINFAR Uno y Dos. Y en lo que evacuaba plácidamente, confiado, no darse cuenta que detrás de él un “vecino” vestido de uniforme verde olivo se le acercaba para propinarle un golpe por la espalda.
Lo increíble fue, acto seguido de recibir el piñazo que lanzó sobre el deteriorado asfalto al pobre curda, su agresor comenzó a vociferar “esta calle es de los revolucionarios“ e inmediatamente se le unieron otros vecinos, muy disgustados, gritando consignas de corte político. Ninguno le reclamaba de manera civilizada al infeliz que, orinar en plena vía era una actitud inmoral que no se justificaba con su estado deplorable, pero nada que ver con ideologías. Todo lo contrario, para ellos, los "revos...", las ganas de mear de este pobre curdita representaba un ataque abierto contra la Revolución, sus líderes, y habría de pagar este "negrito de mierda" su atrevimiento de la peor forma.
En minutos más de cincuenta personas, incluso niños, rodeaban al sujeto, insultándolo, golpeado su rostro, todo su cuerpo, y desde luego, gritando una y otra vez, “esta calle es de los revolucionarios” --como si los revolucionarios no mearan, ya fuera o dentro de sus casa y mucho menos se emborrachan. Finalmente vino la policía, pero no intervino enseguida. Los agentes del orden permitieron que durante diez minutos más se le siguiera propinando una terrible paliza al infeliz, hasta que ya en suelo, viendo que el tipo estaba ensangrentado, desmayado casi, fue que muy amablemente le pidieron a la jauría que parase el escarnio para montarlo en el carro patrullero y, chillando gomas, sonando sirenas, sacarlo de aquel infierno. Claro, eso no obligó a que los “manifestantes” se dispersaran, y el acto de reafirmación continuó por más de media hora.
Hoy muchos recuerdan los ochenta, década prodigiosa en “mítines espontáneos de un pueblo enardecido”, en los que, para darle soporte a esa espontaneidad, el régimen garantizaba desde pipas de refresco a granel; pancartas; camisetas con caricaturas de Nuez insultando al imperio; congas, orquestas y trovadores; hasta el transporte en que habría de moverse a esa masa dispuesta a defender “sus conquistas”.
Por supuesto, nadie que tenga sentido común se cree el cuento de la “frescura” de estas concentraciones de reafirmación. Todos saben que son convocadas a “nivel de base” y sin la posibilidad de negarse los “convocados” y, obedecen a una estrategia que la gobernatura criolla no le importa refinar, sino que más bien la muestra en su burda y agresiva esencia para amedrentar a los que piensen en disentir, y sobre todo inculcarla al punto que un día llegue a ser un comportamiento inherente en el cubano comprometido y temeroso de esa dictadura, que los hay en número considerable.
Recuerdo una vez, vi desde la ventana de mi casa la espontaneidad de un mitin, lo que habla por si sólo del daño antropológico que sufre la sociedad criolla. Fue en el año 93, en la calle San Pedro esquina a Marino, Nuevo Vedado residencial y militante, cuando un negrito escuálido y borracho -habitante de la Timba- intentaba orinar al amparo de un sol de mediodía dominguero, detrás de unos latones de basura, a escasos cien metros de los edificios MINFAR Uno y Dos. Y en lo que evacuaba plácidamente, confiado, no darse cuenta que detrás de él un “vecino” vestido de uniforme verde olivo se le acercaba para propinarle un golpe por la espalda.
Lo increíble fue, acto seguido de recibir el piñazo que lanzó sobre el deteriorado asfalto al pobre curda, su agresor comenzó a vociferar “esta calle es de los revolucionarios“ e inmediatamente se le unieron otros vecinos, muy disgustados, gritando consignas de corte político. Ninguno le reclamaba de manera civilizada al infeliz que, orinar en plena vía era una actitud inmoral que no se justificaba con su estado deplorable, pero nada que ver con ideologías. Todo lo contrario, para ellos, los "revos...", las ganas de mear de este pobre curdita representaba un ataque abierto contra la Revolución, sus líderes, y habría de pagar este "negrito de mierda" su atrevimiento de la peor forma.
En minutos más de cincuenta personas, incluso niños, rodeaban al sujeto, insultándolo, golpeado su rostro, todo su cuerpo, y desde luego, gritando una y otra vez, “esta calle es de los revolucionarios” --como si los revolucionarios no mearan, ya fuera o dentro de sus casa y mucho menos se emborrachan. Finalmente vino la policía, pero no intervino enseguida. Los agentes del orden permitieron que durante diez minutos más se le siguiera propinando una terrible paliza al infeliz, hasta que ya en suelo, viendo que el tipo estaba ensangrentado, desmayado casi, fue que muy amablemente le pidieron a la jauría que parase el escarnio para montarlo en el carro patrullero y, chillando gomas, sonando sirenas, sacarlo de aquel infierno. Claro, eso no obligó a que los “manifestantes” se dispersaran, y el acto de reafirmación continuó por más de media hora.