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Por supuesto, ellos -algunos con refinada sutileza- minimizan el valor y el empeño de los que, al final de cuentas, consideran actores de reparto en medio de un drama que, si ha de tener un final feliz, se les debe únicamente a su gestión conciliadora. El hecho de que un mulato de pueblo haya muerto de inanición sólo por reclamar de sus opresores el respeto a su dignidad y libertad íntegra; que otro mulato lo mismo esté dispuesto a morirse por conseguir la liberación de un grupo de hombres que cometieron el único delito de no subordinar su materia gris a la gran materia roja, y que sus mujeres fuesen lo suficiente corajudas como para salir los Domingos a pedir por sus esposos, hijos, hermanos, amigos, lo intepretan cual gestión que, si bien pudo ser el pretexto para que se sentasen todos en una mesa rodeado de incienso, mojitos y partido de futbol, no es un recurso lo suficientemente fuerte como para que desde La Habana oficial y rectora llegue la noticia de una excarcelación de la que aún ha de guardarse reservas: los que conocen como se mueven los hilos del retablo revolucionario, saben que un día un porta voz puede aparecer por la TV e “informar al pueblo”, con una tranquilidad espantosa, que “donde dijimos digo, ahora decimos Diego…”; y culpables para sustentar su nueva postura sobrarán sin dudas, sobre todo al norte y a occidente
Por otra parte, si bueno es alegrarse de que los cincuenta y dos prisioneros han de salir de su calvario -Dios quiera que sea pronto-, no se debe olvidar que aún habitan en las cárceles cubanas una gran cantidad de hombres que, nada más por pensar diferente y hacer pública su inconformidad con el régimen, les esperan largas condenas; y muchos de ellos, desgraciadamente, sin reconocimiento internacional, lo que los hace padecer la peor de las humillaciones en medio de tantas que sufren a diario: la de que le importe al mundo un carajo su suerte.