Pero demasiado desborde de divinidad y encanto, de refinada sensualidad, lógicamente provocaba que lo mismo aumentaran sus enemigos, y las mujeres restantes, repletas de resentimiento y envidia, una noche de brillo enorme se reunieron en consejo con el Cacique, los Ancianos más sabios y el Behique mismo, y presionándolos a que tomaran una desicion, juntos acudieron en consulta al todopoderoso Cemí, que les habló de este modo.
— Aycayia encarna para ustedes el pecado de la belleza, del arte y del amor. Proporciona a los hombres placer con su voz, su danza y su esplendoroso cuerpo; pero les hace sus esclavos, robándoles la voluntad. Su fuerza está en que, satisfaciendo a todos, no se entrega a ninguno. Virgen es y virgen morirá. Si pretenden vivir tranquilos, arrojadla de vuestro seno.
El consejo del Cemí fue seguido. Aycayia, condenada a vivir aisladamente en compañía de una anciana llamada Guanayoa, la llevaron a un apartado sitio llamado hoy Punta Majagua. Desgraciadamente, no por ello mejoró la situación. Su imperio era tal sobre los hombres, que a diario acudían a Punta Majagua los siboneyes, abandonando trabajos y hogares, con el único objeto de ver a la preciosa bailarina ejecutando sus danzas maravillosas, en las que hacia prodigios de agilidad y destreza, y oírla cantar con su voz dulce y acariciadora. Como es natural, todos rivalizaban en obsequiarla, llevándole frutos, plumas, conchas, laminillas de oro y otros adornos propios para satisfacer la vanidad de preciosa india; y ella a todos por igual sonreía y de todos aceptaba el obsequio, sin que ninguno pudiera jactarse de ser el preferido. Las mujeres restantes de Jagua se sentían abandonadas: las casadas de sus esposos; las doncellas de sus novios, quienes nada más tenían ojos y oídos para la incomparable Aycayia.
De nuevo acudieron las ofendidas mujeres en queja al Cacique, y este la trasladó al Behíque principal, que intentaba en vano que las descarriadas ovejas regresaran al redil. La divina desterrada podía más que todas las amenazas y conveniencias. Fue cuando el Behíque acudió al medio supremo infalible: consultó por segunda vez al Cemí de la diosa Jagua, quien le entregó unas pequeñas semillas de color negro, a la vez que le daba las siguientes instrucciones:
— Estas semillas, son un amuleto contra el olvido y la infidelidad. Entrégalas a las mujeres, encargándoles que las siembren en sus huertos. Cuando florezcan, cesaran sus inquietudes y congojas y obtendrán de nuevo el cariño de sus novios y esposos.
Las semillas, con solícito cuidado fueron plantadas por las celosas mujeres y dieron origen al árbol conocido hoy como La Majagua (o Demajagua), que significa de Madre Jagua, cuyas hojas, flores y madera son consideradas desde aquel entonces como amuleto, o fuerza preventiva para la infidelidad conyugal. Y crecieron los árboles, sin embargo, al brote de sus primeras flores sobrevino un violento huracán que barrió la barbacoa o casa alta sobre el agua que ocupaban Aycayia y su anciana acompañante. Las olas enfurecidas arrastraron a las dos mujeres al mar. La joven fue transformada en ondina o sirena, y la vieja en tortuga, terminando así el avasallador dominio de la lindeza sin igual de nombre Aycayia, que ejercía sobre los siboneyes de Jagua, anulándolos por completo.
No está claro en la tradición la vida de Aycayia en el mar. Unos la suponen ondina solitaria, vagando dentro de la bahía, soplando en la noches cerradas y oscuras un enorme y nacarado cobo, gran caracol, cuyo bronco sonido se confunde con el ruido que hace Caorao, el dios de la tempestad. Otros, en cambio, la creen acompañada de delfines, cabalgando sobre la anciana Guanayoa, convertida en enorme tortuga, también soplando en el cobo, condenada eternamente a vagar por el mar abierto embravecido, purgando el pecado de haber sido en la tierra la más linda y seductora virgen.
"Tradiciones y leyendas de Cienfuegos"