miércoles, 21 de julio de 2010

Pesquisa por un sueco


…inventé cada día lo que iba sucediendo.
Ernest Hemingway.



por Denis Fortun

La señora Hirsch me recibe finalmente.

-Espero que de una vez, me deje saber la verdad sobre el sueco – le digo un poco molesto, al ver que no deja de mirarme con una sonrisa burlona –.

¿No le parece que lo sucedido en Chicago, o al menos aquí en Summit, durante mucho tiempo ha estado envuelto en un verdadero misterio y ya es momento de contarlo? – agrego más sereno pues igual no me favorece irritarla.

La anciana se acomoda en su enorme butacón de gastada piel y sus ademanes dejan bien claro que es la viva estampa de la paciencia.

– Cuando la señora Bell me presentó a Ole, no le miento joven, tuve una impresión desagradable. No me gustaba la idea de hospedar en mi pensión a un sujeto que en su rostro se evidenciaba un oficio que he odiado siempre, dejando claro asimismo que no pretendía nuevas amistades. Lo curioso es que, posterior a ese día, jamás nos separamos hasta que aparecieron esos dos. Recuerdo muy bien la tarde en que sucedieron las cosas. Desde por la mañana Ole estuvo apático, distante, y ya pasadas las cinco yo no soportaba su manera de comportarse y le pedí que no se moviese del cuarto mientras yo no regresara de comprarle revistas deportivas y algún regalo; le fascinaban las sorpresas igual que a un niño. Además, le aseguré que me iba a ocupar de que Sam le trajese su comida favorita del Henry: “puré de patatas y de manzanas, costillas de cerdo, y Silver Beer”. Creo ahora, que su ánimo tenía que ver con la llegada de esos tipos. El negro Sam, infeliz, al regresar yo, me encontré a la señora Bell que intentaba calmarlo y a su vez noté que ella misma mal disimulaba su preocupación. Desde luego que me resultó extraña la presencia del negro, a pesar de haberle pedido que viniese, y todo aquel nerviosismo lógicamente me intranquilizó un poco. Pero las mujeres somos impredecibles y a veces demasiado tontas y la evidente angustia de Sam no fue suficiente para ponerme alerta. Con la esperanza de que Ole esperaba por mí con mejor semblante y que el miedo de Sam, o la inquietud cada vez más visible de la señora Bell, fuese sólo un asunto de poca importancia, exagerado quizás, subí al cuarto llena de revistas, regalos, y la disposición de levantarle sus bríos a como diese lugar; que ya nos venía haciendo falta más de lo otro.

La señora Hirsch hace una pausa, se regodea, enciende un cigarrillo, lo que me incomoda, yo aguanto. Sus ojos, repletos de un azul intenso a pesar de sus años, recorren la sala en que estamos con marcada nostalgia, en lo que me ignoran; sala que no puedo evitar se me antoje sepia. Descubro entonces que en este lugar el tiempo se detiene ¡Que digo detenerse! Se congela: es la definición más exacta, y cada objeto que nos rodea, me propongo asociarlo a un sinnúmero de historias en las que mujeres seductoras y fatales; negros bien dóciles con dientes muy blancos; y blancos en apariencia distinguidos, chicos de vaudeville, con sombreros redondos y largos abrigos –negros también, guardando en su interior armas ruidosas en su tableteo y listas a disparar en plena calle o en el interior de un club de mala muerte para una muerte peor–, sin dudas son los protagonistas.

Ya no soporto su silencio y que al final me observe con evidente burla, como si fuese yo un advenedizo que viene a romper su tranquilidad. Le insisto con mi mirada, no tan discretamente como hubiese sido lo correcto, pero tratando igual de no perder la cortesía que debo mantener y que me molesta sobremanera por mi desespero, por mi enfermiza obsesión, de conocer definitivamente la verdadera historia de Ole Anderson y, por qué Los asesinos querían eliminarlo. Siento que la señora Hirsch no puede negar que goza restregarme su calma, la que raya en el inmovilismo, y sobre todo la complacencia de no haber revelado nunca el secreto. Otra vez, sin pudor, me regala la cínica sonrisa del inicio y por fin retoma la palabra.

– Qué decirle, joven. No será usted el primero ni el último. Ya he perdido la cuenta de los muchos que han intentado descubrir el misterio, desde que vino aquel muchacho de cara cuadrada, repleto de bríos, y se presentó como escritor. Y muy dispuesto, idéntico a usted, a conocer lo sucedido a mi Ole para luego contarlo en un periódico ¿Sabe?, lo curioso es que él se marchó sin saber cómo sucedieron los hechos; la verdad; y mire usted, después se arriesgó a inventar una historia ¿Se atreve a imitarlo?