Para muchos “preclásicos de talleres”, confesarles que uno gustaba de la poesía de José Ángel Buesa, a pesar de que se reconociera, sus imágenes eran en su mayoría comunes, podía devenir en un acto peligroso. No por la postura política del poeta: esa era admirada -por supuesto, a baja voz. Lo terrible radicaba en que, los hubiese capaz de declarar sin pudor alguno que tan “cursis y sensibleros versos resultaban de su agrado”. Y es que, como bien escribiese Manuel Sosa en el post sobre el centenario del crucense (publicado en Gaspar El Lugareño), el hombre a quien no han sabido rescatar o hundirlo del todo, además de que sus versos sean cuestionados por la simplicidad de su estética, asimismo por años la oficialidad practicó una refinada “estrategia metodológica” para minimizarlo, desprestigiándolo incluso, y que llegó a prender de tal forma que cuanto verso suyo se escuchara en voz de uno del gremio, quien se atrevía a tanto era tildado de mediocre, o en el mejor de los casos, un neófito irresponsable, desconocedor total de las nuevas y originales formas de la lírica criolla.
Sin embargo, sé de una historia que ilustra la hipocresía y lo mal sano que ha rodeado siempre a la figura de Buesa. Un poeta joven, de prestigio y de vanguardia, premiado en innumerables ocasiones en concursos nacionales, considerado una de las voces renovadoras que hoy día abundan y detractor del universal guajiro, le avisaron que estaba invitado a una feria del libro en México, pero que lamentablemente los gatos de pasajes debían correr por su cuenta. Pues bien, el sujeto, ni corto ni perezoso, con recursos, y asimismo con contactos los suficientemente buenos como para lograr su propósito, realizó una edición clandestina de más de cien ejemplares de lo “mejorcito” de Buesa, y claro que los vendió todos…
La imagen que ilustra este post nada tien que ver con el susodicho libro que menciono y fue tomada de Google