La bronca, no tengo la menor idea de por qué comenzó. Sólo supe después de aplacarse, que el detonante para que la atmósfera se caldeara lo suficiente, a tal punto que tuviesen que interceder otros para “que la sangre no llegase al río”, fue una jodedera que para algunos representa un insulto, y que al menos en Miami, veo que lo utilizan muy a menudo con los cubanos y en ocasiones de manera despectiva: balsero.
Lo curioso es que, los dos principales involucrados en la trifulca, recién salieron de Cuba por avión, lo que declaran con cierto orgullo. El que se atreva alguien a decirles que son “marineros ilegales”, al parecer es ultrajante para ellos. Pero, como asegurara uno de los intervinieron para conseguir la pacificación de un conflicto de pasillo intrascendental, penoso igualmente, ¿por qué habemos de avergonzarnos por el hecho de haber venido a Miami en una balsa, barco robado, cámara de tractor, o lo que sea, que pueda flotar lo suficiente como para poder secarse los pies luego de tocar orilla?
Alguien no cubano me preguntó hará un par de semanas, tal vez más, cómo es posible que seamos capaces de arriesgar la vida a través del estrecho de la Florida al practicar un acto tan riesgoso y del que se precisa de un valor inmenso y, no hallamos antes luchado de alguna forma para reivindicar nuestras existencias allá. Confieso que mi respuesta -la que dejó en claro que si hay gentes luchando-, lejos de aclarar, enredó mucho más los legítimos cuestionamientos de mi amigo, el que se limitó a comentar. -Entonces, hay que vivir allí para saberlo.
Recuerdo la historia de Arlé, un sujeto que estudiaba conmigo en la secundaria, dos grados más que el mío. Eran los años de la segunda década de los setenta, cuando lanzarse a la mar, además de peligroso, como lo ha sido y será en todo momento, de no ser recogido por una embarcación segura o llegar por los medios propios al destino final, de pillarte Guardafronteras representaba una larga condena al aplicarse la figura delictiva implementada por la legislación revolucionaria de “salida ilegal del país”. El caso es, que Arlé y un pequeño grupo de amigos se lanzaron por Santa Fe y navegando varios días al fin divisaron tierra. Lo que veían les parecía el paraíso: una playa hermosa a lo lejos con arenas muy blancas, casa lindas y bien confortables, mansiones algunas de ellas; edificios grandes que aparentaban ser hoteles... Sin dudas, contaba luego mi compañero de escuela, habían llegado a La Yuma. Sin embargo, la excitación que los obnubilaba casi por imaginarse que pisaban las costas de Miami, se vino abajo en segundos cuando uno de ellos divisó un camión termo amarillo que en uno de sus costado podía leerse el rótulo de “Doña Beatriz. Leche pasterizada y homogenizada”.
El regreso de Varadero a La Habana no fue menos complicado. Sin dinero, con sus ropas deterioradas casi por completo, finalmente llegaron a Nuevo Vedado y, gracias a Dios, sin que se tropezasen con “agente del orden” alguno. Recuerdo lo mismo que Arlé, medio loco como era, cada vez que narraba su historia, concluía siempre de la misma forma, muy solemne. -Oiga, compadre, hay que tener unos cojones del carajo pa’ tirarse al mar ¡Hay que ser guapo de verdad!
¿Balsero? ¡Sí, y a mucha honra…!
Lo curioso es que, los dos principales involucrados en la trifulca, recién salieron de Cuba por avión, lo que declaran con cierto orgullo. El que se atreva alguien a decirles que son “marineros ilegales”, al parecer es ultrajante para ellos. Pero, como asegurara uno de los intervinieron para conseguir la pacificación de un conflicto de pasillo intrascendental, penoso igualmente, ¿por qué habemos de avergonzarnos por el hecho de haber venido a Miami en una balsa, barco robado, cámara de tractor, o lo que sea, que pueda flotar lo suficiente como para poder secarse los pies luego de tocar orilla?
Alguien no cubano me preguntó hará un par de semanas, tal vez más, cómo es posible que seamos capaces de arriesgar la vida a través del estrecho de la Florida al practicar un acto tan riesgoso y del que se precisa de un valor inmenso y, no hallamos antes luchado de alguna forma para reivindicar nuestras existencias allá. Confieso que mi respuesta -la que dejó en claro que si hay gentes luchando-, lejos de aclarar, enredó mucho más los legítimos cuestionamientos de mi amigo, el que se limitó a comentar. -Entonces, hay que vivir allí para saberlo.
Recuerdo la historia de Arlé, un sujeto que estudiaba conmigo en la secundaria, dos grados más que el mío. Eran los años de la segunda década de los setenta, cuando lanzarse a la mar, además de peligroso, como lo ha sido y será en todo momento, de no ser recogido por una embarcación segura o llegar por los medios propios al destino final, de pillarte Guardafronteras representaba una larga condena al aplicarse la figura delictiva implementada por la legislación revolucionaria de “salida ilegal del país”. El caso es, que Arlé y un pequeño grupo de amigos se lanzaron por Santa Fe y navegando varios días al fin divisaron tierra. Lo que veían les parecía el paraíso: una playa hermosa a lo lejos con arenas muy blancas, casa lindas y bien confortables, mansiones algunas de ellas; edificios grandes que aparentaban ser hoteles... Sin dudas, contaba luego mi compañero de escuela, habían llegado a La Yuma. Sin embargo, la excitación que los obnubilaba casi por imaginarse que pisaban las costas de Miami, se vino abajo en segundos cuando uno de ellos divisó un camión termo amarillo que en uno de sus costado podía leerse el rótulo de “Doña Beatriz. Leche pasterizada y homogenizada”.
El regreso de Varadero a La Habana no fue menos complicado. Sin dinero, con sus ropas deterioradas casi por completo, finalmente llegaron a Nuevo Vedado y, gracias a Dios, sin que se tropezasen con “agente del orden” alguno. Recuerdo lo mismo que Arlé, medio loco como era, cada vez que narraba su historia, concluía siempre de la misma forma, muy solemne. -Oiga, compadre, hay que tener unos cojones del carajo pa’ tirarse al mar ¡Hay que ser guapo de verdad!
¿Balsero? ¡Sí, y a mucha honra…!