Una gran mayoría de los mortales alrededor de este mundo migratorio, cuando deciden irse del sitio en que han nacido, crecen, y en ocasiones envejecen un poco -si no es que la experiencia que sufren es lo suficientemente terrible como para no considerar este carril jamás- pueden practicar el genuino acto de reaparecer en su terruño sin temor alguno. Ahora bien, en Miami al menos, los que por una u otra razón se atrevan a la realización de tan frágil episodio, les toca llevar una carga extra en los equipajes que durante meses preparan y con muy pocas cosas para uso personal: se trata de un silencioso y diversificado miedo.
Primero, que después de pasar el filtro de aceptación que presupone “no te has portado mal”, por lo que cuentas con el “permiso” emitido por la Oficina de Intereses Cubanos en Washington para ver a los tuyos, al llegar te nieguen el derecho de salir otra vez bajo cualquier pretexto, como le ha sucedido últimamente a una considerable cantidad cubanos, y hasta termines en prisión por los delitos más insospechados, previstos además en la legislatura criolla.
Segundo, lo que has de encontrarte, que en nuestro criollo caso siempre genera un mal presagio. “Los cambios” que habremos de tropezarnos son más dramáticos aún que cuando nos fuimos; más horripilantes, si ya llevamos tiempo suficiente en la piel del extranjero, como para no conseguir habituarnos a la escasez, recortes de antaño, y sobre todo, a la opción de elegir, de hablar sin tapujos, de movernos, que nos da la libertad que tenemos y que, contrario al buen juicio, a veces maltratamos.
Tercero, descubrir que ya no perteneces a ese entorno -aún cuando das por hecho que el actual tampoco lo es- y corrobores lo que vienes sospechando desde hace tiempo: ya no es tuyo por toda una retahílas de hábitos, prejuicios, y hasta conceptos muy sociológicos que conforman lo que varios versados en el asunto definen como identidad, y que en ti se ha vuelto un tanto porosa al asimilar costumbres y modos de vida diferentes. Luego entonces, la experiencia te provoca el dolor de saberte que no ya no eres de ninguna parte, de un lado por la no pertenencia, del otro porque no hay opciones para reintegrarse, y que de hacerlo, presupone un precio elevado que idéntico a los restantes, amargos, te han de dejar un pésimo sabor, no sólo en la boca, sino en las entrañas mismas.
Ahora bien, no por eso una gran mayoría renuncia a ese derecho, definitivamente inalienable, amén de que genere legítimas polémicas. Lo que representa entrar a tu país de origen, las oportunidades que quieras, y mucho menos, pedir permiso para que te acepten de vuelta por unas escasas semanas, es un ejercicio que únicamente le compete al que lo practica. Incluso si se trata de ir a Cuba, lo que no sin razón algunos, en casos específicos, lo ven como una patología de cuidado, al menos por ahora. Reitero, que ha de llegar el día en que este asunto no importe y sea visto como merece: una decisión personal. Por cierto, a la pregunta que me hago al inicio, la respuesta es sin dudas que si.
Imagen del aeropuerto de La Habana tomada de Google (Cubamatinal)