El Viejo es de esas persona que antes de contarte una historia hace un prólogo que aparentemente nada tiene que ver. Sin embargo, cuando uno asume que él está bien lejos del asunto sobre el que conversamos, que divaga, un punto en común enlaza dentro de ese, a veces extenso preámbulo, con lo anterior y entonces retoma con entusiasmo el tema que comentábamos. Así supe de El Coronel.
El viejo se reía, en lo que me juraba que era cierto. Resulta que el susodicho Coronel, al que no conoció personalmente y que un amigo suyo si lo hizo y fue quien finalemnte le contó todo, era el jefe de un departamento muy poco promocionado, un tanto misterioso en cuanto a funciones, y muy popular entre las esposas de los ministros; dicho sea de paso -me subrayaba El Viejo-, a las que no se les podía llamar de “compañeras”.
El Coronel guardaba bajo su mando una repleta plantilla de “buscadores de tesoros”. Sus funcionarios radicaban, lo mismo en Europa, incluso en Estados Unidos, y el grueso del resto en la Zona Franca del Canal de Panamá, el sitio más recurrido para satisfacer las necesidades de las “esposas ministras”.
Pero El Coronel calló en desgracia, según El Viejo, el día en que una señora -la mujer del Ministro de Cultura de la época en que aconteció la tragedia-, pidió una cortina de baño azul, con pájaros de colores, y que los bordes tuviesen un filo dorado. La señora, que antes se conocía como una compañera de probada trayectoria revolucionaria, redecoraba su estrenada mansión en Nuevo Vedado y una de las cosas con la que siempre soñó en su juventud, era la de tener un baño impecable donde colgase una cortina azul con pajaritos de colores y los bordes dorado.
La mañana en que el Coronel visitó a la “ministra”, prometió concederle su deseo lo antes posible y para eso le dio la misión a uno de sus mejores agentes en Ciudad Panamá. Sin embargo, “el agente”, por mucho que recorrió tiendas de lujo, almacenes enormes y hasta de minoristas, jamás halló la susodicha cortina.
Una tarde llamó el hombre a la oficina del Coronel, informándole que la cortina, tal y como la querían, no se veía por ninguna parte. Claro, en cambio el tipo consiguió una algo similar, de color azul, con la sóla diferencia que los pajaritos eran blancos y sin el filo de oro. El Coronel, por agotamiento tal vez, o por considerar el asunto de muy poca monta, cometió la imprudencia de ordenar que le mandasen esa cortina y no la otra, que para su infortunio no aparecía.
La noche en que destituyeron a El Coronel, se le comunicó solemnemente que su trabajo no rendía lo que se esperaba de un oficial de su rango. Se recibían quejas de su incompetencia, que además no iban a permitirse. Su lamentable desempeño generaba preocupación entre las esposas de los ministros.
El pobre Coronel -terminó diciéndome El Viejo- en lo que firmaba su despido recordaba como horas antes, en la puerta de la casona de Nuevo Vedado, la “ministra” lo golpeó en la cara con la cortina, gritándole que era un imbécil, lo menos daltónico, y que muy pronto sabría de ella.