Leyendo con retraso una entrevista que le hicieran en un portal de la Red, me vino a la memoria mi reciente visita a su casa. Y es que hará un par de semanas, cual aparente y pausada persecución policial, seguí a Ena Columbié por toda la calle Ocho al arrimo de una bella madrugada miamense; en un auto, que aclaro, no manejaba yo.
Ella, compartiendo minutos antes con un grupo de amigos en casa de otra amiga, con ese desprendimiento que la marca, me dijo en lo que chupaba con placer un grueso tabaco: -Chico, no compren nada. Si ya no tienen más vino y lo que quieren es extender la fiesta, vamos a mi cueva y te doy unas cuantas botellas que guardo y nadie se las bebe.
La invitación, además de ahorrarnos unos cuantos dólares, representaba para mí conocer su espacio, por lo que acepté la aparente cacería en que me vi envuelto. Finalmente allí, en un pequeño apartamento de La Pequeña Habana para más señas –confortable, pero muy lejos de la disposición dogmática a la que se debe una casa-, descubrí en cambio que en las paredes de este inmueble rentado reina la belleza.
Ena cuelga en esa suerte de muralla que la cobija retratos hermosos que una vez hizo. Una mulata divina vestida a la usanza Orisha se ubica como soberana. Sin embargo, amén de la referencia marcada a Oshún, el sepia asimismo gobierna con otras propuestas y, por sólo citar una figura, Ena recrea con fuerza la expresión taciturna del indio con el ocre y celebra, con la formidable hechura de varias fotos que son merecedoras de cualquier zona donde la fotografía sea protagonista, su talento.
Sé de su labor como promotora, de su amor por la literatura, no por gusto es graduada de filología. Reitero, sé que Ena escribe, y lo hace bien. Sin embargo, a riesgo de que me contradiga con esa pasión guantanamera que la distingue, me atrevo a asegurar que las letras no le dan la oportunidad de deleitarse con lo que descubre a través de su ojo foco, y que trasciende luego por su lente.
Siento –al menos lo intuí esa noche con sólo mirar una parte de su obra en medio de su diminuto caos -, que ella se regocija mucho más al instante de eternizar la realidad en forma de icono. La palabra no le da lo que precisa cuando su vista se concentra. Un acto que después recrea a su antojo y, sobre todo, al arrimo del buen arte.
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