‘Mendoza 324’ se titula la novela de Denis Fortun, que con tanto deseo y expectación he leído, más que leído, gozado y habitado. Mendoza es una calle en Miami, y el número corresponde al inmueble situado en esa calle de Coral Gables. El personaje, el novelista, supongamos que es una novela autobiográfica, desembarca en esa dirección, como un náufrago en un destino incierto e innoble, con la intención de instalarse sólo por unos meses, como inquilino asombrado y a veces precavido, observa franqueando el lente de su amigo fotógrafo e injertándolo en el latido de su córnea.
A su alrededor merodean vagos los recuerdos de un viejo amor, y también se turnan las visitas apasionadas y libertinas de dos iluminadas anhelantes, al estilo antiguo y refinado de las ninfas y danaides, rociadas por la lluvia dorada de Zeus. Hasta que por fin emerge de una visión fortuita la amante elegida, indescifrable en su ligereza. Y la esperma deja de ser lluvia dorada para transformarse en fluidos coloridos de semen, emanaciones ópticas pigmentadas con las que juguetea sedienta la Aparecida, que al filo y desenvolvimiento de suculentas cenas y perentorias soledades se convertirá en el alter ego de la Albertina desaparecida de Marcel Proust.
Fortun construye su casa, o sea, su novela, como mismo esculpió Paul Gauguin, allá en Atuona, en Islas Marquesas, su ‘Mansión del Goce’ (Maison du Jouir), o para decirlo en cubano, su Casa de la Venida (eyaculación). Desde esa majestuosa casa-novela el autor observa a través de una ventana-pantalla, percibe las respiraciones de sus vecinos, se divierte con los ronquidos o extraños gruñidos de otra mujer empantanada en su sombra.
Es una residencia aérea en la que el personaje además se va edificando a si mismo como escritor, y contempla asido y enternecido a su feriado entorno alternando con las caricias a los diminutos senos o los lamidos en la entrepierna de su joven amante. Es la casa de Gauguin y es también ‘La Casa Verde’ de Mario Vargas Llosa. No hay diálogos cruzados, pero existe una dimensión onírica en perenne intersección con una verdad, que tampoco es realidad, sino realeza de la escritura, del verbo transparente, de la expresión directa aunque siempre elegante: el sexo de la mujer es invariablemente una fresa, la distinguida y lejana fruta europea, y no la suntuosa aunque algo corriente papaya cubana.
No es una novela cubana, por suerte, como tampoco sería una de esas casas por las que el exiliado isleño de vez en cuando siente o presiente (diría Enrique Loynaz) una nostalgia desmedida y hasta impropia, incluso sin haberla morado y mucho menos poseído allá, en la vasta isla imaginaria. Tampoco es una novela archipiélago. Es una novela continental y norteamericana, escrita en español y no en inglés, aunque hubiera podido serlo, sedimentada, firme, pensada por la mente estructurada de un arquitecto, o de un minucioso ingeniero.
Es una novela perfectamente concreta, en pluma y arte, y alzada en “pierre de taille”, repujada en el mismo vientre, firme y específico de su arquitecto que, además, evoca la narrativa melodiosamente reflexiva de la filmografía del cineasta inglés Peter Greenaway, con sus imprevisibles y excéntricos desnudos, y sus festejos suculentos de planos-secuencias interminables, y matemáticos diálogos.
Si Guillermo Cabrera Infante es el más británico de los autores cubanos, Denis Fortun es el más norteamericano y continental de los escritores isleños. Fiel a esa genuina feminidad del bosque nocturno de Djuna Barnes o de la sinfonía inagotable de Paul Bowles, Denis Fortun nos invita a anidar en su tórrida casa-novela. Leyéndolo el fuego desciende del Olimpo y retorna a las manos del hombre, nuestras ateridas manos.
Zoé Valdés
Publicado originalmente en Libertad y Vida