Tomado de La Terraza Azul

creo que se trataba de un tipo simpático, imaginativo, con una astucia natural que le brotaba de sus pequeños y sagaces ojillos.
Manuel se casó con Felita, dueña junto a su hermano, de una pequeña finca y tuvieron cinco hijos, todos rubios y pecosos. No sé de dónde surge el apodo de Cachimba. El hombre fumaba únicamente tabaco, al menos en el tiempo que lo conocí. Lo mismo era muy trabajador y se dedicaba a la faeneas de campo y a fabricar enormes hornos de carbón, que luego le vendía al gobierno. En sus ratos libres, se entregaba a su gran pasión: la pesca.
Una tarde Manuel llegó a la casa del abuelo de mi esposa, que lo había contratado para que lo ayudase a matar y pelar un puerco de más de cien libras. Después de picada la carne, Cachimba se puso a freir chicharrones y nos comentó a los presentes que él era el único cristiano que comía chicharrón sin tener dientes. Y sacando uno con la espumadera, hirviendo, se lo llevó a la boca y lo trituró con las encías. Todos quedamos boquiabiertos mientras Manuel reía con su boca desdentada y devoraba chicharrones.
Fue esa tarde, bajo el ateje y golpeados por el fuerte aire del sur, que me contó su famosa historia de su viaje a Honduras. Pues resulta ser - me dijo muy pausadamente- que un amanecer me voy al Pesquero del Tamarindo donde estaba picando el parguete, engoo, tiro el anzuelo, y cogí un peje como de tres libras que enganché con un cordel de quinientas. Lo tiré por una banda y le puse una lata.
Ya había subio más de diez parguetes cuando la lata salió volando y cayó al agua. Agarré el cordel, había clavado a un peje inmenso, que halaba como un toro. Claro que le di cordel, pero cuando trataba de frenarlo para virarle la cabeza, me quemaba los dedos; así que amarré el cordel de la proa y aquella bestia me fue arrastrando mar afuera.
A punto estuve, más de una vez, de cortar el cordel con mi cuchillo, pero me dije. Lo que sea tendrá que cansarse y entonces lo arrimo al bote, le doy unos palos en la cabeza, y me lo llevo a tierra. Pero no sucedió así, y el enorme peje me remolcó hasta que perdí la costa de vista.
Durante tres días con sus noches estuve navegando hacia el sur, topándome con peces damas y enormes ballenas. Al fin, al amanecer del cuarto día, descubrí tierra y pude ver al animal. Era un enorme jaquetón de ley, que asustado como estaba, se varó en una playa solitaria. Salté del bote y terminé matándolo con un remazo fuerte en la enorme cabeza, mientras que en la orilla un grupo de indios guerreros me observaban.
Salí a la orilla bañado con la sangre del tiburón, y los asombrados nativos me consideraron un heroe y cargándome en hombros me llevaron a la aldea que estaba cerca. No pararon hasta que me dejaron en presencia del cacique, todo cubierto de oro y vistosas plumas, que me dijo, yo estaba en el pais de Honduras y que pidiera comida y cuantas mujeres quisiera.
Imaginete-continuaba contándome Cachimba- las indias estaban desnudas, eran jovenes, y muy bellas además. Esa noche organizaron una fiesta en mi honor con carne de venado y licor hecho por la tribu. Y esa noche dormí con quince indias, incluida la princesa y mujer del cacique, que me aseguró el hombre, si no le hacía el amor a su hembra, lo consideraría una ofensa y me mandaría a cortar la cabeza al día siguiente. Y así estuve como huesped ilustre hasta que la hechicera de la tribu, vieja y más fea que un sijú, se quiso acostar conmigo y yo, ni que fuese loco, me negué. La vieja se quejó entonces al cacique y este decidió echarme de la aldea.
Se queda en silencio contemplando el bronce del océano.
-¿Y qué hiciste, Manuel?- le pregunto divertido.
-Pues fácil -me responde bien serio-, regresé a casa con Felita.
-¿Pero cómo lo lograste?
-Lo mismo. Me fui a pescar cerca de la costa hondureña y al rato enganché un peje que me trajo a esta misma playa- sonríe y agrega-. Esta ves fue una guasa como de 8000 libras, pero tuve le lástima y la dejé volver a las profundidades por el favor de regresarme.
Se pone de pie y ahora él me pregunta a mi.
- ¿Crees en mi historia?
Serio, le clavo la mirada en sus ojillos, y le respondo.
-Claro que si, Manuel- y le palmeo la espalda. Me estrecha la mano y pensativo se despide. Desaparece en una curva del camino.