Por Ernesto Ravelo.
Tomado de La Terraza Azul
Manuel Cachimba era considerado por muchos de sus amigos como un mentiroso. Pero yo, que tuve la oportunidad de escuchar algunas de sus historias,
creo que se trataba de un tipo simpático, imaginativo, con una astucia natural que le brotaba de sus pequeños y sagaces ojillos.
Manuel se casó con Felita, dueña junto a su hermano, de una pequeña finca y tuvieron cinco hijos, todos rubios y pecosos. No sé de dónde surge el apodo de Cachimba. El hombre fumaba únicamente tabaco, al menos en el tiempo que lo conocí. Lo mismo era muy trabajador y se dedicaba a la faeneas de campo y a fabricar enormes hornos de carbón, que luego le vendía al gobierno. En sus ratos libres, se entregaba a su gran pasión: la pesca.
Una tarde Manuel llegó a la casa del abuelo de mi esposa, que lo había contratado para que lo ayudase a matar y pelar un puerco de más de cien libras. Después de picada la carne, Cachimba se puso a freir chicharrones y nos comentó a los presentes que él era el único cristiano que comía chicharrón sin tener dientes. Y sacando uno con la espumadera, hirviendo, se lo llevó a la boca y lo trituró con las encías. Todos quedamos boquiabiertos mientras Manuel reía con su boca desdentada y devoraba chicharrones.
Fue esa tarde, bajo el ateje y golpeados por el fuerte aire del sur, que me contó su famosa historia de su viaje a Honduras. Pues resulta ser - me dijo muy pausadamente- que un amanecer me voy al Pesquero del Tamarindo donde estaba picando el parguete, engoo, tiro el anzuelo, y cogí un peje como de tres libras que enganché con un cordel de quinientas. Lo tiré por una banda y le puse una lata.
Ya había subio más de diez parguetes cuando la lata salió volando y cayó al agua. Agarré el cordel, había clavado a un peje inmenso, que halaba como un toro. Claro que le di cordel, pero cuando trataba de frenarlo para virarle la cabeza, me quemaba los dedos; así que amarré el cordel de la proa y aquella bestia me fue arrastrando mar afuera.
A punto estuve, más de una vez, de cortar el cordel con mi cuchillo, pero me dije. Lo que sea tendrá que cansarse y entonces lo arrimo al bote, le doy unos palos en la cabeza, y me lo llevo a tierra. Pero no sucedió así, y el enorme peje me remolcó hasta que perdí la costa de vista.
Durante tres días con sus noches estuve navegando hacia el sur, topándome con peces damas y enormes ballenas. Al fin, al amanecer del cuarto día, descubrí tierra y pude ver al animal. Era un enorme jaquetón de ley, que asustado como estaba, se varó en una playa solitaria. Salté del bote y terminé matándolo con un remazo fuerte en la enorme cabeza, mientras que en la orilla un grupo de indios guerreros me observaban.
Salí a la orilla bañado con la sangre del tiburón, y los asombrados nativos me consideraron un heroe y cargándome en hombros me llevaron a la aldea que estaba cerca. No pararon hasta que me dejaron en presencia del cacique, todo cubierto de oro y vistosas plumas, que me dijo, yo estaba en el pais de Honduras y que pidiera comida y cuantas mujeres quisiera.
Imaginete-continuaba contándome Cachimba- las indias estaban desnudas, eran jovenes, y muy bellas además. Esa noche organizaron una fiesta en mi honor con carne de venado y licor hecho por la tribu. Y esa noche dormí con quince indias, incluida la princesa y mujer del cacique, que me aseguró el hombre, si no le hacía el amor a su hembra, lo consideraría una ofensa y me mandaría a cortar la cabeza al día siguiente. Y así estuve como huesped ilustre hasta que la hechicera de la tribu, vieja y más fea que un sijú, se quiso acostar conmigo y yo, ni que fuese loco, me negué. La vieja se quejó entonces al cacique y este decidió echarme de la aldea.
Se queda en silencio contemplando el bronce del océano.
-¿Y qué hiciste, Manuel?- le pregunto divertido.
-Pues fácil -me responde bien serio-, regresé a casa con Felita.
-¿Pero cómo lo lograste?
-Lo mismo. Me fui a pescar cerca de la costa hondureña y al rato enganché un peje que me trajo a esta misma playa- sonríe y agrega-. Esta ves fue una guasa como de 8000 libras, pero tuve le lástima y la dejé volver a las profundidades por el favor de regresarme.
Se pone de pie y ahora él me pregunta a mi.
- ¿Crees en mi historia?
Serio, le clavo la mirada en sus ojillos, y le respondo.
-Claro que si, Manuel- y le palmeo la espalda. Me estrecha la mano y pensativo se despide. Desaparece en una curva del camino.