revolución, homosexualidad y muerte
Pareciera también que Casey avanza hacia el suicidio, que ejecuta el 16 de mayo de 1969 mediante una sobredosis de somníferos en su apartamento de Roma, compulsado por lo antitético de su amor por los hombres y de su amor, un tanto masoquista, por la revolución cubana
Fragmento de un artículo de Armando de Armas
publicado en Martí Noticias
“¿Ustedes ven esa escalera magnífica?”, pregunta Calvert obligándolos a mirar y ver una vez más la sabida escalinata del palacio, toda de mármol, amplia arriba y abriéndose ancha abajo, con pasamanos que se hacen volutas pétreas a su término, como conchas coruscantes, y que le dicen que sí, que claro: que no solamente él, Cabrera Infante, se crió a sólo cien metros del lugar sino que Miriam Gómez ha venido a esa parte de La Habana muchas veces, y Calvert que prácticamente los ha obligado no a recordar o a mirar esa escalera ahora sino a memorizarla para siempre. Y cuenta el autor de La Habana para un infante difunto, 1979, que Calvert dijo: “Bueno, tengo que hacerles una confesión. Es más bien una confidencia”. “Una confidencia a un cura es una confesión”, le contesta el Premio Cervantes”. “Bueno”, les dice el homosexual revolucionario, “Considérense curas. No van a creer lo que les voy a decir, desde luego. Pero es la pura verdad. Por favor, les ruego que no digan nada a nadie, pero a nadie”.
Juraron silencio eterno mientras imaginan la sabrosa anécdota amorosa que ocurrió a Calvert en esa escalera. Tal vez escondido debajo de ella masturbaba a un amorcito de antifaz mientras a su alrededor, más ruidoso que el amor, bullía el carnaval en su baile de máscaras conocidas, habitúes, carnestolendos al decir del Infante. Pero repara el autor oriundo de Gibara que la escalinata es maciza, imposible a las penetraciones enmascaradas o no y se pregunta. ¿Qué habría ocurrido a Calvert allí? Pero ya Calvert está contando. Silencio presente pero no futuro al olvidar el juramento eterno: un secreto es casi como un amor: sólo cobra sentido al revelarlo.
Pero no es un cuento lo que cuenta Calvert sino lo siguiente: “El anhelo, el ansia, el sueño de mí vida es bajar esa escalera”. “Nada más fácil”, dice el Infante, “cualquier día o noche que abran el portón, en fiesta nacional o asturiana”. “Pero yo quiero bajarla vistiendo una gran bata de crinolina, con encajes sobre mi escote, los hombros al aire, los senos salientes. Las mangas deberán ser cortas para mostrar bien mis brazos torneados. Llevo un collar de perlas al cuello largo, hermoso ahora al realzarlo el collar, y aretes de rubíes como un punto de sangre en el lóbulo. También tal vez una diadema, si no es muy cargante de piedras preciosas, y el pelo rubio bien peinado en rulos románticos que me caigan sobre los hombros desnudos. ¿Ya dije que llevaba los hombros desnudos? Se verán los hombros y la espalda generosa. Iría maquillado a la perfección: cejas arqueadas, ojos violeta, labios rojo granate y toques de colorete, muy leves, un realce nada más ya que mi cutis se verá transparente. Entonces así ataviada bajaré la escalera, escalón a escalón, lentamente, regia como una reina, todas las luces sobre mi descenso”. ¿Qué les parece?”, insistió Calvert en una opinión.
“Bueno, Calvert, perdona”, dijo Cabrera Infante, “pero, considerando” (no quería pronunciar palabras fatales como Revolución, Ministerio del Interior, policía) “me parece poco posible”. Pero, Miriam Gómez, más comprensiva o tal vez más humanitaria le dijo: “Calvert, ¿quién sabe? Tal vez un día”. Calvert los miró a los dos pero no parecía ni decepcionado ni desalentado. “Es un sueño, claro”, concluyó.
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foto de CC tomada de Martí Noticias