por Denis Fortun
No sé cuantos años han pasado. Tal vez más de diez. El caso es que no estoy seguro del tiempo que ha transcurrido. Sin embargo, si recuerdo el lugar: el estudio de grabación de Cienfuegos, ubicado en la calle Gacel entre San Fernando y San Carlos; y la conversación: la poesía, el campo, el ron, las mujeres (la recepcionista lo traía medio loco) y las peleas de gallos. Meses después supe que se había ido definitivamente, y sentí tristeza por alguien que, en el poco tiempo que tuve el privilegio de conocer, me dio uno de los mejores pretextos para amar a la Décima, y respetar sobre todo el “acto de la improvisación”, que en su programa “La Hora de Luis”, hacía un verdadero alarde de maestría al responder los pies forzados que le daban los oyentes a través del teléfono que lo conectaba con la innumerable audiencia con que contaba el espacio radial.
Y es que Luis Gómez, el poeta, era un ser extraordinario. Y el hombre, que a punto estuvo de ser olvidado, un jodedor de altura, simpático, buen amigo, con mucho mundo corrido y con una modestia increíble. Además, sin medias tintas para decir la verdad, como aquella que me comentó una tarde al mencionarle yo, con inmenso pudor, que comenzaba a dar mis primeros pasos en la composición de una estructura tan difícil como la del octosílabo en diez versos, y además, con cierto irrespeto. Su respuesta, más o menos así, fue contundente, clara. “Hijo, cualquier cosa que tú le hagas a la décima, será mejor que lo que le sucede ahora, que la tienen secuestrada y sólo se usa para canturías de política”.
Así era uno de los más grandes decimistas cubanos, el Rey de la tonada Carvajal: diáfano, honesto, inmenso…