Cumpliendo con la tradición, tal y como hicieron conmigo cuando llegué a Miami, hube de invitar al Restaurante El Versailles a un amigo y a su esposa cuando finalmente vinieron de España luego de un largo periplo europeo, que terminó en el cruce de la frontera por Canadá. Recuerdo, cuando hablé por teléfono con mi viejo amigo, casi un hermano si tengo en cuenta que nacimos, nos criamos y envejecimos un tantito, en el mismo barrio de La Habana (Los Pastoritas de Nuevo Vedado), este me dijo que estaba loco por comer comida cubana: arroz, frijoles, aguacate, pastelitos de guayaba…
¡Coño! -me dije- ¡Qué mejor lugar para matar una vieja nostalgia alimentaria, superarla incluso en cuanto a calidad y abundancia, que el viejo restaurante de la calle Ocho.
Sin embargo, se trataba igual de mostrarle a mi estimado hermano un sitio de obligada referencia para el cubano que vive en Miami, o pisa la ciudad por primera vez, lugar que algunos injustamente vilipendian, lo insultan por lo que, según ellos, significa; un espacio que para otros se figura una suerte de catedral, meca de obligada visita, al menos una vez en la vida.
Recién en Diario de Cuba leí un articulo sobre los cuarenta años de existencia del restaurante, donde dos presidentes de los Estados Unidos han desayunado o almorzado en medio de una decoración kicht (como subraya el texto), que muestra en gran medida un mal irremediable en una parte numerosa que compone “nuestra estética nacional”, atiborrada de mal gusto en sobrada ocasiones, que la llevamos con nosotros a donde quiera que habitemos en este mundo. Sin embargo, amén de gustos y consideraciones, lo menos importante, lo innegable es qué ha representado durante años el restaurante, y el reconocimiento que se le debe como punto de referencia; además, un sitio mayoritariamente de cubanos, sin importar “orientaciones”, una corriente ideológica marcada y hasta intransigente en algunos casos, una postura política supuestamente “novedosa” en el contexto criollo de Miami, infiltrada por la izquierda solapada primero y beligerante luego, que provoca por consecuencia un enfrentamiento cada vez mayor.
Por cierto, en los comentarios generados por el post, se pueden leer varios donde se ataca con desmedido desprecio, y hasta odio, a los cubanos que allí se reúnen. Los acusab a todos de batistianos, viejos reaccionarios. Asumen que el local es una cueva donde nada más se dan cita el último reducto de un exilio intolerante, la mafia de Miami.
Resulta curioso, una noche que tomaba café en la parte de afuera del restaurante, en "La ventanita", unos sujetos al parecer borrachos, comenzaron a vitorear la figura de Fidel Castro y hablar de las conquistas de la revolución. Confieso que imaginé se iba a “armar la gorda”, pero para mi sorpresa, las señoras y señores presentes, y yo con ellos, únicamente miramos con desprecio a los “simpáticos hombres nuevos”, nos apartamos, y unos cuantos -de manera educada y respetuosa- les sugirió al grupo de agitadores que si tan bien la pasaban allá por qué vinieron entonces a una ciudad tan terrible y capitalista. Nadie les impedía un regreso, como no fuese el gobierno que ellos alababan.
Reconozco que no soy muy dado a resaltar “la cubanidad”, entre otras cosas porque a veces deja mucho que desear nuestras maneras (y me refiero en especial a las generaciones que nos tocó la desgracia de nacer en Cuba después de 1959), pero El Versailles bien merece evocarse con un mínimo de respeto. También ha sido una suerte de baluarte de esa otra forma de ser cubano que bien vale la pena promoverse, porque aún atesora valores que nos fueron robados, incluso prohibidos, por la manía terrible de crear un hombre nuevo… Y eso, es un hecho innegable a pesar de que los haya quienes intenten demostrar otra cosa...