por Denis Fortun
Sales de casa un 5 de diciembre del segundo milenio convencido que el mundo no se acaba. Partes con la esperanza igualmente de que el año venidero sea mejor. Te vas de casa con una suerte de premonición que apuntala tu optimismo y tomas la Avenida Equis. Equis, esa larga serpiente asfaltada que se retuerce a su antojo, cubierta de hermosos árboles en sus bordes. Una franja a la sombra, que te rememora un pasado de abulia; la tácita, y en ocasiones manifiesta reprobación, al amparo de otra avenida ya relegada. Equis Avenue, que además de nostalgias delirantes, a esa hora de la mañana se comporta con un tráfico solícito.
Sin embargo, igual sales de casa algo retrasado y ya a la altura equis de la Avenida Equis te percatas que, de no apurarte, llegarás tarde al trabajo:
-Mejor hago derecha allí- te dices convencido, a pesar de que la Avenida Equis es una de tus favoritas en Miami. Perseguir su elegante derrotero representa problemas: El Jefe es de esos tipos que vive apegado al reloj cual pedículos pubis en una abundante pendejeras. El Jefe se molesta y eso no conviene en diciembre. Piensas en la Navidad, piensas en el bono de fin de año, y por fin aciertas el atajo que ha de dosificar tu morriña. Doblas, no te tomas muy enserio una señal de STOP.
El policía se para delante de tu Chrysler en la Avenida del Pájaro. Su performance transpira la temeridad de un rookie y te obliga a detenerte a un borde equis. Su rostro es la expresión de un oficial molesto -cabrón, qué otra cosa-, que va a ejercer su oficio by the book. Intentas explicarle que, aún cuando no paraste tal y como dictan las más ortodoxas reglas de tránsito, al menos detuviste la marcha lo suficiente, al punto de cerciorarte que no venia otro auto.
El rookie te acusa ahora de temerario y acaba mirándote con temeraria ironía. Con su eterna cara de policía ríe con sarcasmo. Inmediatamente cambia de actitud, y muy dócil, casi te súplica que le entregues la registración, la licencia, el seguro. Diez minutos más tarde te devuelve toda la documentación requerida con el sobrecargo de un ticket y su ridículo talante mal carácter.
Sales de casa un día de diciembre y llegas al trabajo con una multa de tráfico en tu bolsillo. Un imprevisto que se traduce en una innecesaria sangría. El Viejo, al saber de tu calvario, te aconseja que te relajes, y agrega:
- Ya lo malo que te iba a suceder hoy ha pasado- y concluye- nada más feo va acontecerte.
Una palmada del Viejo en tu hombro te orienta el final de la conversación. Te propones entonces dedicarte a tu trabajo. Pero no, apenas si comienzas tu faena, La Secretaria te avisa que El Jefe necesita hablar contigo. La cara de la Secretaria no te gusta. Recuerdas al Viejo y teorizas que lo feo que te tocaba hoy ya se ubica en el estrato de lo irrepetible. No hay espacio para la paranoia…
El Jefe te invita a sentarte, y si bien lo requiere con cierta cortesía, sus modales deja a las clara que no va a ser este un diálogo siquiera interesante. El Jefe, con su acento chileno, con su impronta chilena, con su jefatura chilena, y nada más que con un pasaporte chileno acuñado con una visa de trabajo, no espera a que preguntes el por qué de “sus deseos” de saberte cerca.
-Está despedido Sr. Nutrof. Pase por Human Resources para entregar su ID y recoger la documentación pertinente. Allí le dirán sobre los pagos incompletos y los pocos beneficios que todavía posee como obrero ¡Ah! De paso, si no le parece que exageramos, se despoja lo mismo del uniforme.
El Jefe te mira como si hubieses hecho algo terrible, y en este punto… Ya no sé lo que hecho; tampoco voy a negar que hiciera algo; de algo se trata. El Jefe se comporta con la satisfacción de saberse servido por lo que hice. Y entre tanto hacer o hice, sin que importen las formas verbales y de acción que le asisten al verbo que más gravamen lastra, me pregunto ¡Vaya usted a saber qué fue…!
El Jefe te observa como a un pingüino en Manaos. Habita en ti una expresión que raya en la incredulidad total, y en la que también te asalta la duda de si haz de alzar el vuelo en calzoncillo, o al menos te queda el privilegio de ir a tu casa, trocar la ropa, y retornar esa que es propiedad de la compañía. El Jefe descubre en tu mirada un estado de perplejidad que constata una certeza, y que ha sido en mi vida la única baraja por la que me atrevo a apostar: si las cosas van mal, estas pueden empeorar. El Jefe asume que no logras dilucidar lo que El Jefe presupone, o supone; que no siempre la vida se constriñe a los prefijos.
El Jefe se levanta, se despide con unos buenos días que devuelves atemorizado -es lo único que atino a balbucear; todavía no le doy crédito a mi cesantía-. La Secretaria, a la que no viste entrar a la oficina, se te acerca y esta vez con cara de quien tiene que exhibir su compasión con el rendido, a pesar de no padecerla, te susurra con una voz repleta de melodrama a lo Televisa que has de dirigirte bajo sus custodia a la otra oficina, la de Personal. Te recuerda el asunto del uniforme en lo que caminan por un largo pasillo.
El Viejo promete que no va a olvidarte. Se ríe al advertir que únicamente te cubres con un calzoncillo repleto de banderas americanas. El Viejo te abraza y saca de su billetera veinte dólares para que compres una botella de whisky y te emborraches:
- Es lo mejor en momentos como estos. Es lo preferible en diciembre. Si te expulsaran en marzo, no va. Marzo es un mes intranscendental .
Dudas, pero finalmente depositas con cuidado los veinte dólares entre el elástico de tu calzoncillo y la nalga derecha. Le prometes una escandalosa borrachera, incluso hasta que vas a llorar un poco; que mejor un diciembre para eso:
- Y es que diciembre bien precisa de lágrimas –gritas desde la puerta del almacén, y observas como El Viejo te regala un adiós con su mano derecha. Y sigues vociferando cual sujeto poseso, que diciembre gusta de una vela, una misa, una gran borrachera….
Regresas a casa, la vecina chismosa de los bajos se escandaliza al ver cómo te apeas de tu Chrysler. Ríes a carcajadas y le comentas que a la muchacha del liquor store le pareció simpático. Subes la escalera sin que te preocupe mucho el hecho de aparecerte semidesnudo. Ya dentro de tu cálido hogar tropiezas con la foto de tu mujer encima de la mesa del centro. Agradeces que ella esté lejos, lo suficiente como para ubicarla en Sao Paulo. Buscas hielo, un vaso, y después de derramar un poco de whisky en el piso para los santos, pegadito a la puerta – santos que han de estar disfrutando de un extendido feriado-, de una gaveta sacas una tarjeta telefónica prepagada y la llamas:
-Meu bem, nao tenho trabalho. O filhos da puta me dejaron na rua
Tu mujer no parece sorprendida. Su exhortación es simple, te aconseja guardar mucha paciencia. Diciembre es un mes difícil para encontrar trabajo; difícil incluso cuando lo tienes; difícil hasta para Santa... Diciembre es diciembre, y no hay más que un diciembre cada doce meses. No te preocupes –remata con sabiduría-, nadie más va a desahuciarte dos veces en un mismo diciembre…
Enero te regala la convicción de que el mundo descuella cuando los hay quienes apuestan por su exterminio un día 21. Enero prueba que los mayas eran unos tipos con muy buen sentido del humor. En enero descubres la fragilidad de tu mundo y la duda por lo que resta de ciclo.
Claro, lo peor de tu drama, es que has de continuar trabajando. Algo siempre aparece, a pesar del Presidente…